I
Hay dos tópicos que se repiten en todos los pactos y proclamas públicas de los últimos tiempos: la necesidad de avanzar en la reducción de desigualdades y la inclusión social, y la lucha contra el cambio climático. Estos dos ámbitos reconocen un sentir generalizado en la sociedad. Pero, en general, son mera retórica. Indican sólo que sería impresentable decir otra cosa, aunque expresan, al menos, un cierto avance cultural en las demandas de igualitarismo y ecologismo social. Pero, a la hora de la verdad, son meros placebos. Ello porque las dinámicas van por otra parte, van por la vía de mantener las tendencias a la concentración del capital, de rentas y de poder, y a perpetuar un modelo económico y social que pone a la especie humana y a una parte del mundo natural en grave peligro de supervivencia. Por eso, hoy más que nunca este tipo de manifiesto representa mera retórica. Cuando menos, obliga a hacer un ejercicio de confrontar palabras y hechos y cotejar en qué medida se corresponden unos a otros. En este comentario me centraré sólo en la cuestión de la desigualdad para tratar de cuestiones que han estado las últimas semanas en el candelero.
II
La gran noticia económica del mes ha sido la fusión de CaixaBank con Bankia, en realidad una absorción por parte de la primera camuflada para no encender sensibilidades. Es, seguramente, la primera de las fusiones bancarias que se van a producir, provocando una nueva concentración en el ya de por sí oligopólico sector financiero. Obedece a las orientaciones de la Unión Europea a la vista de las enormes dificultades de la banca. Dificultades que provienen precisamente de la política monetaria expansiva que se ha desarrollado, entre otras cosas, para evitar el colapso del sistema financiero. Unas políticas expansivas que se diseñaron inicialmente para evitar el grave problema de liquidez y endeudamiento de gran parte de la gran banca en la crisis de 2008 y 2010. Hay que contar que, los bancos, como otras muchas grandes empresas, tienen costes fijos muy elevados —generados por su plantilla fija, el coste de las instalaciones, de los equipamientos informáticos— y, si los ingresos disminuyen, los beneficios tienden a evaporarse. En este contexto, la fusión tiene como principal objetivo reducir costes racionalizando la estructura. Es decir, reduciendo plantilla y oficinas. De hecho, lo primero que puede esperarse de cualquier fusión empresarial, excepto en casos muy particulares, es que se esté preparando un recorte de plantillas que implicará el despido o prejubilación de muchos trabajadores (sin contar el impacto que pueda tener el cierre de oficinas para los usuarios modestos del servicio). Resulta grotesco que en la anterior crisis se pusiera de manifiesto el problema de los bancos que eran demasiado grandes para quebrar, y que ahora la solución que se ofrezca sea aumentar el número de bancos de esas proporciones. Una vez más, la solución a la crisis financiera pasa por el modelo de patada adelante a la espera de que pase el temporal y no deba afrontarse una reestructuración de verdad de toda la actividad del sector.
La fusión de los bancos culmina un proceso de expropiación y privatización. Ambos bancos provienen de la antigua red de cajas de ahorro, instituciones originariamente orientadas a proteger el ahorro de la gente modesta, con un sentido social (para la mayoría de gente de mi generación los bancos eran espacios vedados). No tenían capital y se regían por un sistema de representación con una asamblea formada por representantes de las organizaciones fundadoras, los empleados y los impositores. Otra cosa es que esta representación fuera transparente (en la práctica devino un sistema controlado sobre todo por las élites locales y los partidos políticos). Pero, en teoría, era un modelo que podía haberse reformado, haciéndolo más democrático y transparente. Cuando llegó la crisis del 2008, muchas de las cajas de ahorro sucumbieron a causa de su mala gestión y excesiva exposición a la inversión inmobiliaria. Aunque no ocurrió en todas; la Caixa es una de las que estaba bastante saneada y pudo resistir y crecer. Se forzó que la salida de la crisis fuera la “profesionalización de las cajas” y su conversión en bancos. Estaba el problema de definir quién era su propietario. Muchas estaban en quiebra, su valor real era prácticamente nulo y acabaron en manos de otras entidades. En las que eran solventes se adoptó un modelo extraño: el valor estimado de capital paso a manos de una Fundación Bancaria. En la práctica, era entregar la propiedad, o parte de la misma, a esta fundación privada. Quién controlara la Fundación se convertía de hecho en propietario del nuevo banco sin haber invertido ni un euro. Un nuevo modelo de capitalismo creado por una mera decisión política. No es un hecho nuevo, como ya explicó Marx al tratar de la acumulación primitiva de capital; a menudo la acumulación inicial se produce por medios políticos, más o menos violentos o coercitivos. La historia del capitalismo español está llena de casos —especialmente en el primer franquismo— en los que alguien se hace rico de golpe gracias a una decisión política.
En el caso de la Caixa, la Fundación pasó a manos de su presidente Isidre Fainé, el factótum de esta nueva fusión, que se rodeó de gente próxima, de personas ligadas a los grandes partidos (PP, PSOE, CDC) y de alguna figura decorativa. En los estatutos de la Fundación queda claro que se entra por cooptación, lo que supone que su propiedad va a estar en manos de una casta que se va a autorreproducir.
Bankia, como otros casos, simplemente quebró y tuvo que recurrir al capital público, vía FROB, para subsistir. Pero, lejos de dar la opción de crear una banca pública solvente, se impuso —desde la Unión Europea, y se aceptó por los Gobiernos españoles— que debería privatizarse más pronto que tarde. Ahora se pasa a una etapa, en un nuevo banco propiedad de una extraña fundación que tiene su origen en una decisión política. Se opta por renunciar a la banca pública, por concentrar aún más el sector bancario y, por tanto, se refuerza una línea de actuación que además tiende a concentrar la riqueza en pocas manos. La historia del neoliberalismo está plagada de hitos parecidos, un discurso económico que defiende la competencia empresarial como eje de la regulación económica y una realidad dominada por oligopolios y monopolios protegidos por regulaciones y políticas públicas. Ahí están los Microsoft, los Google, etc. Empresas cuya realidad es próxima a lo que los economistas neoclásicos denominan un “monopolio natural”, que deberían ser empresas públicas o sometidas a un control muy riguroso de su actuación. Y que, en la práctica, actúan con total impunidad en beneficio de su casta dominante.
III
El Gobierno actual está comprometido con la igualdad, o al menos a luchar contra la pobreza extrema. Aunque éste es también un concepto escurridizo. Básicamente, depende de una decisión política sobre su umbral. A menudo los umbrales de renta que se aplican están diseñados para minimizar el coste de las ayudas públicas. Y suelen dejar mucha gente ligeramente por encima del nivel fijado, y por tanto desamparada a pesar de tener necesidad.
Algunas de las medidas adoptadas son coyunturales. Es el caso de los ERTE, que han frenado el aumento del paro y han proporcionado garantía de ingresos a mucha gente. Es injusta la crítica que publicó Guy Standing en El País el 8 de septiembre de 2020 (“¿Están los ERTE agravando la recesión?”) donde sin datos exageraba la cantidad de empleos que se pueden realizar con teletrabajo. Además, apuntaba alguna idea neoliberal, como afirmar que, si se le quita la protección de los ERTE a la gente, buscarán empleos más eficaces (como si la búsqueda de empleo fuera el determinante básico del funcionamiento laboral). Aunque sí tenía razón en que estas ayudas no han alcanzado a cubrir a todo el mundo. Se ha quedado fuera mucha de la gente con empleos más precarios, o los que estaban pendientes de empleos estacionales que el Covid-19 evaporó.
La medida más estructural es sin duda el Ingreso Mínimo Vital, que trata de garantizar un suelo de ingresos a todo el mundo. Una medida que se suma a las que ya tienen establecidas muchas comunidades autónomas, y con las que tiene muchos puntos en común. Es una medida condicional, pues deben cumplirse unos requisitos, y su cuantía no permite por sí sola salir de la pobreza. De hecho, como la mayoría de esquemas vigentes, permite la subsistencia a quien sea capaz de complementar sus ingresos. Es una buena medida para una economía como la actual, que requiere de muchos empleos temporales para cubrir puntas de actividad, estacionalidades, picos horarios, todo ello con bajos salarios. El liberal Adam Smith argumentó que los empleos temporales deberían estar mejor pagados para compensar su inestabilidad, pero esta idea —sensata hoy— ni siquiera la defienden con ahínco los sindicatos. El discurso sobre la productividad y el valor añadido ha contaminado a todo el mundo. Es, por tanto, una medida que palia algunos daños, pero consolida un modelo social de desigualdad.
Además, su implantación ha sido un desastre (Joan Coscubiela avisó de ello), en un sector público infradotado de mano de obra y mal articulado entre Estado central y autonomías. Estos defectos se pueden paliar (aunque en esto sí tienen toda la razón los partidarios de la renta básica: todos los sistemas de garantía de rentas por reconocimiento de causas tienden a hacer farragoso su acceso y a dejar mucha gente fuera). Lo que no es solucionable es que aún con esta renta se mantiene un enorme grado de desigualdad, y se deja mucha gente fuera. En parte, porque el propio diseño ya ha introducido unos requisitos muy restrictivos para limitar su coste financiero. Pero también porque todas las medidas sociales actuales ignoran la situación de muchas personas inmigradas que, por un lado, cubren muchos espacios de actividad económica y, por el otro, se ven excluidos de derechos. Las sociedades desarrolladas actuales han restablecido el estatus de meteco (y van camino de restablecer la servidumbre y la esclavitud).
Los defensores de la renta básica argumentan que, con su propuesta, se superarían estos problemas. Soy escéptico por una razón básica: en el contexto actual, con la actual correlación de fuerzas a escala nacional e internacional, es impensable pensar que se pueda aprobar una política de renta básica que permita eludir el empleo mercantil (excepto el caso de personas que se adapten a un modo de vida alternativo o que convivan con otras con rentas regulares) y que bloquee las demandas empresariales de empleos marginales, temporales y estacionales. Y es aún más difícil en el momento presente que la aprobación de una renta básica no fuera acompañada de una dura limitación de acceso al país. Sabemos por experiencia que las políticas de flujos migratorios, de control de fronteras, casi nunca consiguen controlar la entrada, pero siempre producen una masa de gente sin derechos particularmente adaptada a aceptar los empleos peores en ingresos y condiciones laborales.
Sin duda, se pueden mejorar los esquemas; la misma insistencia en la renta básica está ayudando a ampliar políticas. Pero una reducción de desigualdades sólo es posible con cambios sustanciales en la organización económica, en la regulación del trabajo, en las políticas migratorias, etc. No hay autopistas rápidas a la igualdad. Y lo que no podemos aceptar es que se reduzca la cuestión a mera referencia retórica. Aquí, de momento, sigue ganando la banca y siguen perdiendo los pobres.