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Conflicto de intereses: inspectores de hacienda en el sector privado

Fuentes: Mundo Obrero

En el pasado mes de enero el diario Expansión informaba del último gran fichaje de un alto funcionario de Hacienda por parte del sector privado. Begoña García Rozado, inspectora de Hacienda del Estado y hasta entonces subdirectora de Impuesto sobre Sociedades en la Dirección General de Tributos, sin duda una de las profesionales más brillantes […]


En el pasado mes de enero el diario Expansión informaba del último gran fichaje de un alto funcionario de Hacienda por parte del sector privado. Begoña García Rozado, inspectora de Hacienda del Estado y hasta entonces subdirectora de Impuesto sobre Sociedades en la Dirección General de Tributos, sin duda una de las profesionales más brillantes de nuestra Hacienda Pública, se incorporaba a PwC Tax & Legal Services para dirigir el área de fiscalidad corporativa y sectorial.

No siempre se trata de profesionales tan destacados, ni tampoco de firmas privadas tan poderosas. El trasvase de los funcionarios más cualificados, principalmente de inspectores y en menor medida de técnicos de Hacienda, ha venido siendo constante en los últimos lustros. Decreció durante los años más azarosos de la crisis, pero se ha recuperado y ha alcanzado las cifras anteriores a 2009 recientemente (siempre en los dos cuerpos más cualificados, inspectores y técnicos de Hacienda; en el resto el paso al sector privado ha seguido bajando).

En apariencia, y si se atiende a los registros oficiales, hace no mucho resumidos en un ilustrativo artículo de Rafael Méndez y Jesús Escudero para El Confidencial («De Nummaria al caso Liechtenstein: inspectores de Hacienda en el lado oscuro», 20/06/2016), el porcentaje no es preocupante. Hablamos de alrededor del 4% de trabajadores de la Agencia Tributaria en excedencia. En números absolutos, es con diferencia el organismo con mayor cantidad de funcionarios trabajando en el sector privado; el que le sigue, el Ministerio del Interior, apenas alcanza a la mitad.

Examinados los datos más de cerca, no obstante, se advierte su trascendencia, no sólo cuantitativa sino también, y sobre todo, cualitativa. El personal administrativo de los grupos C1 y C2 no son los que demandan las empresas privadas para que les ayuden a reducir su factura fiscal; las empresas ya seleccionan su propio personal administrativo en condiciones de mayor precariedad laboral y con un coste realmente bajo. Si nos centramos en el cuerpo de inspectores, sin embargo, el porcentaje se eleva hasta el 7%, muy lejos aún del que tienen los abogados del Estado, que roza el 50% (en este caso fichados no sólo por el sector privado sino también para tareas de gobierno por los partidos políticos mayoritarios). Se ha de tener presente, sin embargo, que las empresas prefieren a inspectores y técnicos con años de experiencia, con el fin de que a su cualificación técnica puedan unir el conocimiento de los procedimientos concretos y las tripas del fisco. Si la estadística la reducimos a los profesionales de Hacienda con más de diez años de antigüedad ascendemos a más del 25% en excedencia y trabajando casi invariablemente en asesoría o consultoría fiscal, y entonces ya sí comprendemos de qué hablamos y cuál es la envergadura del problema.

Este último dato nos proporciona una primera evidencia escandalosa: la gran empresa «subcontrata» al Estado, y además lo hace gratis, para que le lleve a cabo la selección de su personal más capacitado. El proceso de oposición de un inspector o de un técnico de Hacienda, cuyos puestos se ocupan en su abrumadora mayoría por licenciados o graduados en derecho, económicas, administración de empresas o carreras similares, se jalona con hasta cinco exámenes especialmente duros de derecho, economía general y de empresa, contabilidad y matemáticas financieras y derecho tributario, entre otras materias, aparte de una prueba de idiomas. Una vez superada la oposición, los futuros técnicos e inspectores han de pasar un riguroso curso, de cuatro y nueve meses de duración respectivamente, impartido en el Instituto de Estudios Fiscales, que es una entidad pública, por los mejores fiscalistas del país. Unos años de rodaje y de conocimiento sobre el terreno del funcionamiento concreto de nuestro sistema tributario convierte a estos profesionales en magníficos y muy apreciados expertos en eso que en los manuales se designa con el eufemismo de «economía de opción» u «optimización fiscal».

Pero más allá de que se forme con recursos públicos a profesionales cuya cualificación al cabo será aprovechada por el sector privado, resalta el conflicto de intereses públicos y privados, auténtico cáncer de nuestro entramado institucional. Lo que ocurre en un área especialmente sensible, la de nuestra Hacienda Pública, en la que la preservación del interés general y del principio de igualdad adquiere excepcional importancia, incluso para la propia supervivencia de la democracia. En las manos de los inspectores y los técnicos de Hacienda queda la obtención de fondos para el sostenimiento del conjunto de servicios básicos de la comunidad; para ello se les reconoce la condición de agentes de la autoridad y por ello manejan información muy sensible de la ciudadanía. El tránsito apenas controlado de esa información del sector público al sector privado convierte por sí solo en papel mojado los artículos 14 y 31 de la Constitución, por mencionar sólo los más significativos.

En el extremo más podrido de este proceso, en mayo del año pasado la Audiencia Nacional condenó a Andrés Guillamot, de Guillamot Asesores Fiscales, técnico de Hacienda en excedencia, como «cooperador necesario» del delito de fraude fiscal por haber creado una red de sociedades opacas entre Holanda, Gibraltar y las Antillas con la finalidad de que su cliente, el empresario Cipriano Villoslada, pudiese eludir el fisco. No es el único caso, el despacho Nummaria, desmantelado por la Oficina Nacional de Investigación del Fraude por crear estructuras opacas para clientes como Imanol Arias y Ana Duato, estaba dirigido por inspectores de Hacienda. Mas sin necesidad de llegar a nada delictivo, la misma complejidad de nuestro sistema tributario y el amplio margen que concede a la ingeniería fiscal más o menos legal ofrece un terreno en el que, si se dispone de dinero suficiente para pagar a estos profesionales, que en el sector privado cobran a partir de dos a tres veces más que en el sector público, la igualdad de los ciudadanos ante la ley, en materia de impuestos, se convierte en una broma pesada.

Es evidente que el Estado no puede competir con la gran empresa intentando retener a estos profesionales con mayores salarios, como se sugiere desde sectores neoliberales. Aparte de que constituiría una auténtica obscenidad dada la realidad social del país, abriría un peligroso campo para el mercadeo y el chantaje. Ya hoy se trata de profesionales especializados con ingresos sensiblemente superiores a la media de lo que ganan en el sector público otros funcionarios de cuerpos equivalentes. Luego, no se van porque cobren poco, sino porque pueden cobrar muchísimo más. Pero sí cabe endurecer al máximo los requisitos de excedencia, lo que nadie debería percibir como un abuso de poder, puesto que son cuantiosos los recursos públicos que se invierten en su formación: establecer amplios periodos de permanencia obligatoria en el sector público, endurecer las incompatibilidades y, sobre todo, eliminar el derecho a reserva de plaza para evitar al menos que se tenga la desvergüenza de retornar a la tranquilidad de la Administración en la cercanía de la jubilación y ganarse de paso dos pensiones.

Pero, sobre todo, se ha de abordar una reforma en profundidad del sistema tributario que estreche al máximo el área de la llamada «optimización fiscal», causa profunda del repulsivo mercadeo con nuestros impuestos. La izquierda debería negar incluso conceptualmente, y convertir tal negación en divisa, la propia legitimidad de la optimización fiscal, que no es otra cosa que el fraude al que la ley no alcanza.

Fuente: Mundo Obrero, marzo 2017 www.mundoobrero.es