Según parece don Manuel (Fraga Iribarne), esa clase de tipos duros como Clint Eastwood que llevan (que llevaba, Dios lo tenga en su gloria) el cinturón más cerca del pecho que de la cintura, dijo la siguiente frase: «gobernar es resistir a la ruptura». Ante el avanzado estado de descomposición del régimen del 78 (como […]
Según parece don Manuel (Fraga Iribarne), esa clase de tipos duros como Clint Eastwood que llevan (que llevaba, Dios lo tenga en su gloria) el cinturón más cerca del pecho que de la cintura, dijo la siguiente frase: «gobernar es resistir a la ruptura». Ante el avanzado estado de descomposición del régimen del 78 (como muestra, el intento de resurrección simbólica con pretensiones legitimantes de Adolfo Suárez, un ritual zombi [1] incapaz de dar vida al significante «Adolfo Suárez») vamos a merodear por cuestiones relativas a la posible continuidad, reforma o ruptura con dicho régimen, tomando pie en la lectura de aquel libro.
Tenemos un tablero, un espacio físico y simbólico, la agencia, las estructuras, el miedo, las preferencias (la importancia de las segundas y terceras opciones en la jerarquía de objetivos), los programas, la coyuntura internacional, la mutua adaptación y los bloques de interés sociopolíticos; la inteligencia, el azar, lo inesperado y la combinatoria. Las trayectorias no son indeterminadas. Para una sociedad moderna podríamos establecer tres posibles alternativas: democracia liberal (dando por bueno que dicha democracia no se haya transformado en «una extraña dictadura»), revolución [2] o fascismo (o en palabras de Martínez Marzoa: «liquidación abstracta» -expresión que hace saltar los resortes del pensamiento-, conservación revolucionaria o revolución conservadora). Podríamos añadir como hipotética cuarta trayectoria el llamado «socialismo del siglo XXI»: el intento de obtener objetivos clásicamente revolucionarios a través de instituciones liberales mediante la creación de hegemonía (alianzas y protagonismo cultural), de una estrategia que incluya la convergencia de los movimientos sociales y la participación institucional.
La continuidad (C), ruptura (R) y reforma (r) se jugaba desde 1976 entre los siguientes grupos organizados: la oposición revolucionaria (anarquistas, marxistas revolucionarios y nacionalistas radicales), la oposición democrática (comunistas, socialistas, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, y algunos liberales y democristianos), los reformistas (representados por Adolfo Suárez y otros miembros fundamentalmente de la UCD), aperturistas (Carlos Arias, Manuel Fraga y Alianza Popular), continuistas (personal político y funcionarial franquista) y, por último, los involucionistas o ultras. La ordenación de las preferencias sería, por aquel orden: R-C-r, R-r-C, r-R-C, r-C-R, C-r-R y C-R-r. [3]
Los dos extremos, maximalistas, están fuera de juego, incapaces de generar mayorías o producir fenómenos de «decantación» (el autor evita esa «pacomartinezsoriada» de siquiera sugerir que «los extremos se tocan»). Continúan la partida los grupos «gradualistas», si bien la presencia de aquellos en la forma de la amenaza tiene su efecto en las decisiones de estos, teniendo muy presente la obsesión por evitar una nueva guerra civil. (La variable del miedo sigue siendo un elemento político de primer orden: sin excluir del todo la posibilidad del golpe de Estado, las amenazas de bloqueo financiero y una nueva vuelta de tuerca a la política represiva del Ministerio del Interior (Ley Mordaza, penas de cárcel para sindicalistas, violencia policial…), a las órdenes de Jorge Fernández Díaz, el brazo incorrupto de la ley, van «en la buena dirección» de propagar el miedo y la inacción política entre buena parte de la población.)
Las posiciones que se abren paso son las de reformistas («dispuestos a aceptar una ruptura pactada con la oposición democrática como mal menor ante el temor de un mayor protagonismo de la oposición revolucionaria») y la oposición democrática («dispuesta a negociar y pactar la reforma con reformistas y aperturistas, con las concesiones consiguientes, por temor a una involución ultra»). [4] No me queda claro si el autor defiende que entre el franquismo y la democracia actual se dio una reforma (referéndum sobre la reforma política de diciembre de 1976) o una ruptura (aprobación de la Ley para la reforma política y elecciones generales de junio de 1977) mediante un proceso constituyente y aprobación mayoritaria en referéndum de la nueva Constitución.
Las transformaciones políticas, creo, en todo caso, y aun contando con cierta movilidad social y el acceso a la responsabilidad política de una clase media más o menos advenediza (representada fundamentalmente por el PSOE), no han alterado la estructura económica del Estado español, que, tanto en el centro como en la periferia, sigue coronada por unas clases dominantes [5] sustentadas por acreedores financieros extranjeros (y sus funcionarios coloniales) y el mantenimiento artificial de una base laboral poco cualificada. De hecho, estas clases dominantes se han rebelado históricamente (y aún hoy se rebelan) contra el trabajo cualificado y organizado sindical y políticamente. Esta es una de las características del Estado español que, autores como Armando Fernández Steinko, han puesto de relieve: la represión del trabajo cualificado, desde la expulsión de los moriscos a la guerra civil española (y, más recientemente, al exilio forzoso de miles de trabajadores, en muchos casos, costosamente formados en universidades públicas) [6].
Volviendo al presente, frente a la «lumpenoligarquía» periférica, parece constituirse un nuevo bloque político [7] (llamémosle «Frente Amplio», o «99%» o cualquier cosa que no obstaculice demasiado la creación de amplias mayorías) que opone ruptura a la ruptura del capitalismo: ruptura democrática, derecho a los derechos, a la felicidad, al arraigo, al desarrollo de una profesión acorde a la formación recibida, a la ciudadanía. Colomer hace referencia, para aquellos años, y también es hoy el caso, al papel multiplicador de las «minorías intrépidas» [8], que contribuyen a la percepción de mayores posibilidades de éxito y menores riesgos (en todo caso, cabe decir que el sistema está tan enloquecido que es patente el enorme riesgo que supone el no arriesgar), rescatando el potencial del sujeto colectivo frente a las estructuras o las grandes personalidades. El autor repasa también algunos focos de movilización persistente, citando, en similitud con los focos más o menos actuales, las minas de Asturias, las universidades de Madrid y Barcelona, amplias zonas del País Vasco y zonas fabriles catalanas como el Baix Llobregat (vinculando en la izquierda independentista las reivindicaciones social y nacional).
Pero continuemos con la narración y el resultado del juego entre continuistas, reformistas y oposición, ninguno de los cuales contaba con suficientes fuerzas para imponer su proyecto por sí mismo. Sintéticamente, los primeros pretenden mantener, con algunos retoques, una «democracia orgánica» donde la representación se dé a través de estamentos corporativos, sin partidos políticos ni libertades más allá de los principios ideológicos del Movimiento. Los segundos, encabezados por Suárez, pretenden establecer «una democracia representativa limitada, basada en partidos políticos y elecciones por sufragio universal, pero beneficiándose de las ventajas potenciales que le proporciona su situación al frente del Gobierno». [9] El sistema electoral deformaría las proporciones de la representación en su beneficio (de los reformistas); se elegirían dos cámaras (una de ellas expresaría mayor continuidad con el franquismo); ni comunistas ni la oposición revolucionaria participarían; no habría purga de funcionarios, policías o militares vinculados a la represión fascista; no se incluiría en la nueva Constitución ninguna declaración de derechos y libertades; quedaría, en fin, fuera de discusión la monarquía y la forma unitaria del Estado. Los últimos pretendían una participación equitativa en la convocatoria de elecciones (evitando el uso privilegiado del Estado y los medios de comunicación por las fuerzas en el poder); amnistía y legalización de todos los partidos; libre decisión de las Cortes Constituyentes sobre las formas de Estado y de gobierno, así como la formación de gobiernos provisionales en Cataluña, País Vasco y Galicia.
Como entre continuistas y oposición el juego es de puro conflicto, ambas fuerzas deben (al menos, miembros de ambos colectivos, franquistas que evolucionan hacia el reformismo, y liberales y demócrata-cristianos) bascular hacia el centro (democrático y social), donde está el peso de la razón histórica, la altura de los tiempos y tal, renunciando a sus primeras opciones (continuidad, ruptura) en favor de la reforma promovida por Suárez, que, jugando a dos bandas, trataba de asustar a unos y otros con los fantasmas de la involución franquista o las perturbaciones revolucionarias. En el referéndum sobre la Ley para la Reforma Política celebrado el 15 de diciembre de 1976 el «sí» (a favor de la reforma) tuvo un amplísimo apoyo. «La Ley (…) entró definitivamente en vigor. La legalidad y la legitimidad franquista fue de este modo salvada para articularse con una nueva y futura legitimidad salida de las urnas. El personal político y funcionarial designado en el marco franquista compartiría, pues, algún protagonismo con un nuevo o reciclado personal político demócrata en los procesos de toma de decisiones. Así quedaron desatados, aunque, como puede verse, no muy bien desatados, algunos nudos de continuidad.» [10] La oposición, al grito de «ruptura pactada», planteó su intención de formar un gobierno de amplio consenso, el restablecimiento de los Estatutos de autonomía históricos, amnistía y legalización de partidos (utilizando para ello los contactos personales y la convocatoria de huelgas). Suárez convoca elecciones en abril encabezando la lista de Unión del Centro Democrático (donde se integraron numerosos demócrata-cristianos y liberales), imponiendo «un sistema electoral que le favorecía; y declaró excluidas de los programas de los partidos que quisieran ser legalizados y del debate sobre la futura Constitución la forma de gobierno monárquica y la forma unitaria del Estado.» [11]
Es interesante volver a la cuestión del sistema electoral. Veamos cómo narra Colomer la cuestión de la deformación de la representación (digamos, aritmética) ciudadana. Según el autor, Suárez aceptó un criterio genérico de proporcionalidad para lograr la participación de los partidos de oposición democrática mientras alentaba expectativas mediante «dispositivos correctivos» de dicha proporcionalidad y de un sistema mayoritario para el Senado a los procuradores de las Cortes franquistas «que aprobaron la reforma, en gran parte agrupados en torno a Alianza Popular». [12] Para la UCD lo esencial era articular una estructura electoral que diese ventaja a las candidaturas organizadas desde el Gobierno. Los instrumentos para cumplir dichas finalidades son la elección de las provincias como circunscripción electoral (territorios de extensión parecida pero poblacionalmente muy diferentes, lo que privilegia la representación del territorio sobre la representación humana [13]); una composición numéricamente reducida de las Cámaras; la atribución de entre dos y cuatro diputados como máximo (y de cuatro senadores) por provincia, tengan la población que tengan; el límite del 3% de los votos como mínimo para obtener diputados (algo que perjudica a partidos pequeños en los núcleos urbanos); y el método de distribución D’Hont, que favorece especialmente a los partidos grandes en circunscripciones con bajo número de escaños. Además, en el Congreso se establecieron listas cerradas y bloqueadas; en el Senado, un voto limitado con un máximo de tres candidatos. El resultado que cabía esperar es «que este conjunto de elementos favoreciera a la representación de los partidos previsiblemente mayores, de centro-derecha y centro-izquierda, y perjudicara sobre todo a los partidos minoritarios con apoyo en las circunscripciones grandes o en núcleos urbanos, es decir a la izquierda menos moderada y a la extrema izquierda, así como a la extrema derecha, pero sin que, en cambio, sufrieran gran perjuicio los partidos pequeños en el conjunto del país pero con fuertes apoyos en zonas rurales, como la mayor parte de los partidos nacionalistas y regionalistas conservadores.» [14] Los objetivos de la reforma política limitaron el número de partidos con representación parlamentaria y favorecieron las tendencias moderadas de centro-derecha y centro-izquierda. Mientras UCD se mantuvo unido estos mecanismos le fueron favorables, en perjuicio de la oposición democrática y AP. El segundo partido más beneficiado por el sistema electoral fue el PSOE, seguido por partidos nacionalistas y regionalistas conservadores. «No es de extrañar, por ello, que los pactos constitucionales, construidos en torno a UCD y PSOE, convirtieran ese sistema en definitivo.» [15] Tras la desaparición de UCD, la desviación electoral favoreció al partido conservador PP.
Según narra el autor, la debilidad relativa de las fuerzas reformistas y continuistas tras las elecciones de junio de 1977 (un resultado más favorable para ambas habría supuesto una Constitución limitada a la organización de instituciones sin referencia a derechos y libertades) y la de la oposición democrática (partidaria de un amplio proceso constituyente) hizo que se tuviera que llegar a un intercambio de cromos constitucionales trocando la inclusión en el proceso de la oposición, el nacionalismo conservador (preocupado básicamente por la organización territorial), y los comunistas, por la aceptación de la monarquía. En esta cuestión, los socialistas parecen haber sido, tal como hoy afirman, más favorables al pragmatismo que a las cosas del espíritu (republicano). En perspectiva, el PSOE ha sido un partido (elijan…) a) más de régimen que el PP, o b) un partido garante de la estabilidad, las libertades y derechos individuales. Los equilibrios alcanzados tenían que ser forzosamente precarios, condenados a ser puestos una y otra vez en cuestión: «…los intercambios no se daban entre posiciones de partido sobre un tema complejo, sino entre aspectos parciales del mismo, de modo que el resultado podría ser un texto equilibrado, pero también una fórmula ambigua o internamente contradictoria destinada a ser objeto con posterioridad de una gran actividad interpretativa por los juristas y el Tribunal Constitucional. En otros casos, el acuerdo conducía a neutralizar las diferentes posiciones y a aplazar la regulación del tema remitiéndola a una ley ordinaria posterior, en cuya elaboración y aprobación no necesariamente intervendrían los mismos grupos ni se reproducirían intercambios de votos parecidos a los del consenso constitucional.» [16]
Respecto a los temas económicos, al tiempo que se reconocía «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado» (votos favorables de AP, UCD y CDC, abstención del PCE, voto en contra del PSOE); se reconocía la iniciativa pública en la economía, la participación ciudadana en organismos públicos y la planificación económica gubernamental (votos favorables de PSOE y PCE, y favorables «estratégicos» de AP, UCD y CDC). En cuanto a la organización territorial del Estado, la movida estaba en torno al artículo 2, en el que, por un lado, se afirma la ‘unidad de España’, al tiempo que se cita el ‘derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones’. Eso de las ‘nacionalidades’ no parecía gustarle a AP ni al ejército. Desde la Moncloa se añadieron los pasajes ‘patria común e indivisible’ e ‘indisoluble unidad de la nación española’. El resultado, a juicio del autor, fue el establecimiento de un modelo mixto, fruto de las tensiones entre posiciones centralistas, autonomistas y federalistas, que «implicaba la superposición de estructuras administrativas incoherentes. En primer lugar, se mantuvieron las provincias, lo cual daba satisfacción a UCD; en segundo lugar, se establecieron distintas vías de acceso a la autonomía para las nacionalidades históricas y para las demás regiones, las cuales comportaban diferentes niveles iniciales de competencias y diferentes plazos para la plena consecución de los máximos previstos, para dar satisfacción a CDC; y en tercer lugar, se optó por la generalización de las autonomías y se previó que al final del proceso todas las comunidades autónomas podrían alcanzar los mismos niveles de competencias y producir un sistema homogéneo e igualitario, con una perspectiva federalizante que daba satisfacción a PSOE y PCE.» [17]
Donde se produjo el mayor intercambio de votos fue respecto al sistema electoral. AP se decantaba por un sistema mayoritario destinado a favorecer a los partidos con simpatías en las zonas rurales, tradicionalmente conservadoras; la oposición antifranquista deseaba la constitucionalización de un sistema electoral de representación proporcional; UCD, pretendía seguir beneficiándose de las normas de mayo del 77. La posición del PSOE fue clave: «Por un lado, UCD aceptó que en la Constitución se fijaran expresamente unos criterios generales y que éstos fueran de proporcionalidad para el Congreso y, por otro lado, el PSOE aceptó las provincias como circunscripciones electorales y el sistema mayoritario para el Senado. UCD satisfizo, pues, su preferencia en el Senado, que quedó convertido en una cámara disfuncional con la estructura autonómica del Estado, a cambio de un voto estratégico en lo referido al Congreso, y el PSOE satisfizo su preferencia en el Congreso a cambio de votar estratégicamente en lo demás. AP, por un lado, y comunistas y nacionalistas por otro se opusieron; el ponente socialista manifestó que compartía las posiciones de estos últimos, pero votó una vez más de acuerdo con UCD.» [18] Se ve que esto del desgarro del PSOE entre lo que le pide el alma y lo que le pide el cuerpo viene de lejos. El sistema electoral introducido en el 77 fue confirmado por la ley electoral de 1985 durante el gobierno de Felipe González.
Votaron a favor de la Constitución UCD, PSOE, PCE, CDC, PSP (Partido Socialista Popular) y una parte del PP; se abstuvieron PNV y ERC, excluidos de la ponencia e intercambio de votos; en contra, los partidos próximos a la oposición revolucionaria, EE y los involucionistas. El «sí» a la Constitución en el referéndum de diciembre de 1978 obtuvo el 59% de los votos, frente a un 5,2% que votó «no». En Euskadi aquel resultado solo contó con el 30% del censo, dominando la abstención. El autor concluye: «La frustrada negociación para la ruptura pactada fue sustituida así por el consenso nocturno en la elaboración de la Constitución. De este modo, en una tercera fase de la elección colectiva entre R, r y C, mediante los encuentros entre los reformistas y la oposición democrática, a costa de los continuistas, se acabaron imponiendo los objetivos básicos del programa de ruptura. (…) En palabras de Miquel Roca [el hoy defensor de la Infanta, la Cristina Federica Victoria Antonia de la Santísima Trinidad]: «No hemos ido desde la ruptura a la Constitución, sino que por la vía de la Constitución simultanearemos un proceso de reforma con una meta de ruptura’. […] En una visión histórica más amplia, los resultados de las votaciones parlamentarias y el referéndum han permitido decir que la Constitución de 1978 es la que ha contado con un apoyo más amplio en toda la historia contemporánea de España. Al mismo tiempo, y precisamente porque ese apoyo se basa en satisfacciones parciales más ampliamente repartidas pero con menos valor total, es probablemente una de las que menos pasiones y entusiasmos provoca entre quienes le conceden legitimidad.» [19]
El autor concluye subrayando dos rasgos de la sociedad española de los 70 y 80: complejidad social, pluralismo político e ideológico, de un lado, y moderación, aversión al riesgo, o «disminución de las preferencias maximalistas», renuncia a primeras opciones, mantenimiento de situaciones de «conflicto estable» y aprovechamiento de «las oportunidades cooperativas de las interacciones» [20] para todos. Esta situación, como se afirma en el libro, ha tendido a relegar a la ciudadanía a un segundo (o tercero, o…) plano frente a los políticos. «Si ello no va acompañado, como es el caso, por tradiciones asociativas importantes, da pie a abundantes comportamientos estratégicos, como los intercambios de votos entre partidos, los cambios de coaliciones sin intervención electoral, el transfuguismo, los repartos de poder no correlativos a la representatividad y la maximización excluyente de los beneficios producidos por ciertos sistemas electorales y de votación.» [21] El autor sostiene que lo que fue en una primera fase un «fecundo y modélico» proceso «para un cambio continuado y sin confrontación, en la otra [fase] produce estancamiento, exclusiones, falseamiento de las voluntades políticas y desinterés. Las virtudes de la transición se han convertido en vicios de la democracia.» [22] La reacción de la ciudadanía ante este panorama, según parece, habitual en las democracias maduras, oscila entre el cinismo y la frustración.
La cosa (el artículo) termina así un tanto abruptamente, barruntando para la moda primavera-verano 2015 el «estilo consensual» de los años 70 y 80 entre las dos grandes fuerzas políticas del país, o la posibilidad de una ruptura democrática, digamos, «desde abajo»; la cosa termina con amenazas, con ruido de sabotaje empresarial y extorsión financiera; lo típico: vislumbres de la humillación de la democracia y la soberanía, matonismo financiero internacional y todo eso. Termina con la pregunta que nos hacemos recurrentemente: ¿cuánta democracia puede tolerar el capitalismo?
[1] La figura del zombi tiene una enorme capacidad para condensar metáforas (como evidencia el libro Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo). Una interpretación de tipo marxista de dicha imagen puede servirnos para representar muchas cosas: a) el trabajo muerto que devora al trabajo vivo; b) la voracidad e insaciabilidad del capital; c) la intemperie biológica a la que el capitalismo podría reducir al ser humano privado de cultura (aquello de «lo humano se convierte en lo animal y lo animal en lo humano», aquello que dijera Geertz respecto a un casi inimaginable «monstruo informe, sin sentido de la dirección ni poder de autocontrol, un verdadero caos de impulsos espasmódicos y de vagas emociones»); d) la sociedad de consumo; e) la amenaza de catástrofe ecológica y la crisis alimentaria; y un largo y feliz etcétera.
[2] Más que Alicia, Humpty Dumpty: quién tiene el poder de resignificar las palabras, quién posee los medios de producción del sentido… Hace falta un Terry Eagleton para poner de nuevo en su sitio las palabras «revolución» o «violencia», para rescatarlas de la derrota ideológica y recordar cosas muy sensatas, como que hay reformas extremadamente violentas y revoluciones muy poco violentas; como que las revoluciones no se definen por la cantidad de violencia o que las revoluciones exitosas son las que han borrado su huella. Recordar, también, con Polanyi, que el liberalismo económico fue y es un movimiento monstruosamente revolucionario; recordar que la historia del capitalismo es una historia de guerra global, explotación colonial y hambrunas evitables; que el movimiento obrerista no se ha centrado en la violencia, sino en su fin. Recordar, asimismo, con W. Benjamin, que la conservación revolucionaria no habría de ser un motor de la historia, sino su freno de emergencia; que los revolucionarios también son defensores de las reformas, pero estas tienen sus límites; que la mayoría de las conquistas sociales actuales son fruto de una lucha popular feroz y trágica para millones de personas: sufragio universal, educación universal gratuita, libertad de prensa, sindicatos… Conviene recordar, en fin, la imbricación entre la revolución socialista y la democracia: «La revolución… es un proceso mediante el que los hombres y las mujeres asumen el poder sobre su propia existencia a través de consejos y asambleas populares, y que, por lo tanto, es mucho más democrático [más democrático, se entiende, que las instituciones democráticas liberales, sin afirmar necesariamente que deban ser sustituidas -si los parlamentos fuesen abolidos es muy probable que, en unos años, terminásemos inventándolos de nuevo, aun con otro nombre]», T. Eagleton, Por qué Marx tenía razón. Eagleton recuerda que tal vez no haga falta derribar al capitalismo, pues es perfectamente capaz de derrumbarse solo por sus propias contradicciones. Sin embargo, su destrucción comportaría probablemente la barbarie y no el socialismo. Recordemos, para terminar esta nota, las palabras del prólogo al primer volumen de El capital respecto al tránsito (solo posible) entre el capitalismo y el socialismo, y la mayor o menor brutalidad que supondrá dicho tránsito en función del grado de organización del movimiento obrero (o como queramos llamarlo a día de hoy). También cabría hablar de la radicalidad de los moderados, de una normalidad extrema y del rupturismo de los continuistas (quien ha roto el pacto de posguerra entre capital y trabajo no ha sido precisamente este).
[3] El autor explicita estas tomas de posición de la siguiente manera: «I) Oposición revolucionaria, que incluye a algunos anarquistas, marxistas revolucionarios y nacionalistas radicales. Entre las opciones presentadas, prefieren la ruptura, pero antes que una reforma que satisfaría sólo a medias las reivindicaciones populares e hipotecaría las posibilidades de ruptura durante muchos años, preferirían preservar la militancia revolucionaria y seguir luchando contra la continuidad. / II) Oposición democrática, agrupada desde marzo de 1976 en Coordinación Democrática y más tarde en la Plataforma de Organismos Democráticos, compuesta básicamente por comunistas, socialistas, nacionalistas vascos, catalanes y gallegos, y algunos liberales y democristianos [«Cristo, Cristo… ¡qué discípulos!»]. Prefieren la ruptura, pero antes aceptarían la reforma, que puede abrir contradicciones internas entre los franquistas y permitir un avance gradual y algo más lento hacia la consecución de algunos objetivos antifranquistas, que la continuidad. Algunos antiguos miembros de la oposición revolucionaria pueden incorporarse a este grupo tras experiencias maximalistas con resultados negativos, como ya había sucedido con los comunistas con posterioridad a la guerra civil. / III) Reformistas, agrupados desde julio de 1976 en torno al Gobierno presidido por Adolfo Suárez y más tarde en el partido gubernamental Unión del Centro Democrático (UCD). Desean el cambio de régimen, pero mejor si puede hacerse por medios legales, preservando algunos elementos de continuidad y beneficiándose de las ventajas que les proporcionan sus posiciones de poder. Algunos miembros de la oposición moderada pueden adoptar también esta ordenación de preferencias por haber llegado al convencimiento de que la ruptura es imposible o demasiado costosa y porque desean librarse de la dictadura como sea, cual es el caso de algunos democristianos y liberales incorporados a UCD. IV) Aperturistas, que forman parte del Gobierno presidido por Carlos Arias, con Manuel Fraga de ministro del Interior, en los seis primeros meses de 1976, más tarde agrupados en el partido Alianza Popular (AP). Quieren una reforma legal, pero ante el peligro de una ruptura preferirían defenderse haciendo causa común con el continuismo franquista. Algunos franquistas también pueden tomar esta opción porque llegan a la conclusión de que la continuidad sin Franco es imposible y temen la ruptura más que otra cosa. / V) Continuistas, en los que se incluye una gran parte del personal político y funcionarial franquista, entre cuyos lugares principales de toma de decisiones están las Cortes orgánicas y la cúpula de las Fuerzas Armadas. Prefieren la continuidad, pero antes aceptarían la reforma, que permitiría conservar algunas posiciones del pasado, que la temida ruptura. / VI) Involucionistas o ultras, activos en algunas instituciones franquistas, como el Consejo Nacional del Movimiento, el Sindicato vertical y las organizaciones falangistas, y en movimientos como la Confederación de combatientes. Aspiran a la continuidad, pero ante una reforma democratizante que diluyera la vigencia de los principios ideológicos franquistas, preferirían volver a la confrontación abierta con »rojos y separatistas» para poder seguir aspirando a instaurar una nueva dictadura.» El arte de la manipulación política, pp. 23 y 24.
[4] Ibídem, p. 32.
[5] En El árbol de la ciencia (p. 214, Alianza Editorial, S.A., 1986) encontramos una referencia a un concepto muy de moda, el de casta, en estos términos: «Espectador de la iniquidad social, Andrés reflexionaba acerca de los mecanismos que van produciendo esas lacras: el presidio, la miseria, la prostitución. / »La verdad es que si el pueblo lo comprendiese -pensaba Hurtado-, se mataría por intentar una revolución social, aunque ésta no sea más que una utopía, un sueño.» / Andrés creía ver en Madrid la evolución progresiva de la gente rica, que iba hermoseándose, fortificándose, convirtiéndose en casta; mientras el pueblo evolucionaba a la inversa, debilitándose, degenerando cada vez más.»
[6] En la política de contribuir al progreso económico de otros estados produciendo el desarraigo forzoso del trabajo cualificado el Estado español se ha mostrado históricamente increíblemente diligente. Carlo M. Cipolla, en Historia económica de la Europa preindustrial (Alianza Universidad, 1987), comenta que los gobiernos y administradores europeos de los siglos XVI y XVII eran muy conscientes de la importancia de la mano de obra especializada. De un lado, algunos gobiernos amenazaban con diversas penas a los trabajadores que se fueran del país (llegando al punto de ofrecer recompensas por cada artesano expatriado que fuera entregado vivo o muerto). De otro, los gobernantes trataban de idear formas de atraer artesanos extranjeros, especialmente a aquellos que aportasen nuevas industrias o técnicas. «En ocasiones se consideró legítimo recurrir a la fuerza, y hubo artesanos que fueron literalmente secuestrados» (p. 194). El autor afirma que «a lo largo de los siglos, los países donde predominaban la intolerancia y el fanatismo perdieron en favor de los países tolerantes la más valiosa de todas las posibles formas de riqueza: buenos cerebros humanos. Las cualidades que vuelven tolerante a la gente la hacen también receptiva a nuevas ideas. La afluencia de buenos cerebros y la receptividad a nuevas ideas constituyeron una de las principales fuentes de la afortunada historia de Inglaterra, Holanda, Suecia y Suiza en los siglos XVI y XVII» (p. 194). Frente a esta realidad, a la hora de explicar la decadencia de España a partir de 1600, hace referencia a la «carencia de fuerza de trabajo cualificada, escalas de valores desfavorables a la actividad artesana y mercantil, los gremios y su política restrictiva». Y continúa más abajo: «La mentalidad hidalga predominante consideraba las importaciones más bien como motivo de orgullo que como una posible amenaza para la economía del país» (p. 247 [el autor no es lo que se dice un ‘materialista histórico’]). «A finales del siglo XVI España era mucho más rica que un siglo antes, pero no estaba más desarrollada -»como un heredero enriquecido por el accidente de un excéntrico testamento» [Tawney, Bussines and Politics]-. La riqueza de las Américas proporcionó a España poder de compra, pero en última instancia estimuló el desarrollo de Holanda, Inglaterra, Francia y otros países europeos. Con típica agudeza, un embajador veneciano observó: »España no puede existir sin la ayuda de otros, ni el resto del mundo puede existir sin el dinero de España»» (p. 249). Para el autor, la España del siglo XVII era pobre en empresarios y artesanos, y superabundante en burócratas, leguleyos, curas, mendigos y bandidos. A la hora de comentar el desarrollo de los Países Bajos septentrionales, cabe añadir otra mención de honor a la historia de España: su intervención en las regiones del sur propició la fuga del «capital humano» hacia el norte. «Involuntariamente, España enriqueció a su propio enemigo con el más valioso de los capitales. Los fugitivos de las provincias meridionales (…) se dirigieron un poco a todas partes, Inglaterra, Alemania, Suecia, pero, naturalmente, sobre todo a los Países Bajos septentrionales. Entre ellos había artesanos, marineros, comerciantes, financieros y profesionales que aportaron al país de su elección capacidades artesanales, conocimientos comerciales, espíritu de empresa y, a menudo, capital líquido» (p. 262).
[7] Entre los protagonistas corales de la irrupción de este bloque, destacan los estudiantes universitarios y su experiencia de militancia autónoma y asamblearia. El protagonismo de las huelgas y movimientos estudiantiles no es precisamente novedoso. Leyendo el libro La España del siglo XX. La quiebra de una forma de Estado (1898 – 1931), de Manuel Tuñón de Lara, y a pesar de las prevenciones del autor, nos topamos una y otra vez con situaciones que parecen extrapolables a la realidad actual; fundamentalmente nos encontramos con una especie de (esperemos que no eterno) «retorno de lo reprimido» (en este caso policial y militarmente) durante los últimos, digamos, cien años: las movilizaciones estudiantiles, obreras e independentistas. Volviendo a lo primero, creo que es interesante incluir una larga cita de este libro (pp. 202, 213 y 214). En 1928, bajo la dictadura de Primo de Rivera, los estudiantes reaccionaron ante un proyecto de reforma universitaria presentado por un ministro apellidado Callejo. El artículo 53 de dicha reforma, sobre la «Relación entre las enseñanzas oficial y privada’, inspirado directamente por el obispo Leopoldo Eijo Garay y el director de Enseñanza superior, González Ontiveros, equiparaba el Colegio de Jesuitas de Deusto y el de Agustinos de El Escorial a las universidades del Estado en la expedición de títulos universitarios, sin otra formalidad que los exámenes finales fuesen presididos por un catedrático de la Universidad del Estado.» Pues bien, meses después, tras protestas de estudiantes y profesores, el estudiantado se lanzó a la huelga, y el gobierno reaccionó con la encarcelación de alguno de sus dirigentes. «La fuerza pública entró en el recinto universitario y los estudiantes respondieron con manifestaciones en las calles, apedreamiento de la Presidencia del Consejo, casa de Primo de Rivera [¡Hostia, qué valor! ¡Para que digan que los estudiantes de ahora son violentos…!] y locales de ABC y El Debate, diarios que defendían la política de Callejo. Por primera vez desde 1923, las calles de Madrid se veían ocupadas por grupos que, desafiando los sables de los guardias de Seguridad, manifestaban su hostilidad a la Dictadura. / Los diarios citados, así como el oficioso La Nación, azuzaban al Gobierno a la represión. El Debate, otras veces más mesurado, publicó un editorial el 15 de marzo que decía: «El Gobierno podrá llegar incluso a cerrar la Universidad Central y todas las del Reino, si fuera menester, sin que pasase nada… España es hoy un complejo muy sólido de empresas industriales, bancarias, comerciales y hasta intelectuales y editoriales que viven fuera de la Universidad y para nada la necesitan. Si ella sale a entorpecer la vida nacional, ella será la arrollada, porque la vida tiene que seguir adelante. […] / Martínez Anido cursó el siguiente telegrama circular a los gobernadores: ‘Reprima movimiento estudiantil a toda costa. Comuníqueme número de víctimas.’ / Los estudiantes de Barcelona, Sevilla, Valencia, Granada, Valladolid, Oviedo, etcétera, mantenían enérgicamente la huelga, y extendían su protesta fuera del ámbito universitario, con lo que la convertían en ciudadana, al tiempo que señalaban su carácter político por los ¡vivas! y ¡mueras! de rigor, el desgarramiento y quema de retratos del Rey y del Dictador, etc.» Pensando en manifestaciones más o menos recientes, en la política reformista universitaria y en la reacción de cierta prensa «del régimen», la cosa tiene un aspecto como de cierto déjà vu, ¿no? Para terminar esta nota, desde el destierro en Hendaya se dirigía Unamuno a los y las estudiantes de esta forma: «¿Que hacemos política? Es nuestro deber, juventud estudiosa. Nuestra política es hacer justicia, moralidad, verdad. La injusticia, la inmoralidad, la mentira, son política tiránica» (ibid., p. 215).
[8] El autor hace en este punto, me parece, una reducción un tanto psicologista de dichas minorías: jóvenes con mucho capital-futuro que poder arriesgar, privaciones del activismo vividas de forma gratificante, creatividad, confraternización… todo como un rollo libidinal, digamos. Son de mayor interés los efectos sociales e históricos que dichas minorías pueden producir que cuáles son los resortes psicológicos que, si es el caso, les mueven, claro está.
[9] El arte de la manipulación política, p . 63.
[10] Ibídem, p. 77.
[11] Ib., p. 81.
[12] Ib., p. 91.
[13] «…con la representación en las 38 provincias (37 de las cuales coinciden con las 38 sobrerrepresentadas) que suman un mínimo de electores (el 40,6% del censo), se puede conseguir una mayoría parlamentaria absoluta de 176 diputados sobre 350. […] suponiendo que, en esas 38 provincias suficientes para conseguir una mayoría parlamentaria mínima, más de dos partidos consigan votos, como suele ocurrir, ello significa que un partido podría conseguir una mayoría parlamentaria absoluta en el Congreso con menos de un tercio del total de los votos emitidos en toda España. (…) Podría suceder incluso que ese partido quedara en segundo lugar en número de votos y obtuviera la mayoría parlamentaria absoluta, en perjuicio de otro partido con mayor número de votos, pero localizados preferentemente en las provincias más densas y pobladas.» Ib., 93 y 95.
[14] Ib., p. 92. Algo que explicaría seguramente la estructura de la propiedad agraria y el carácter mayor o menormente conservador de las provincias en función de si subes o bajas de una línea horizontal desde Madrid. Alguna forma de compensación habría que establecer, en todo caso, para zonas rurales poco pobladas, para mantener viva la posibilidad de la soberanía alimentaria y los circuitos agrarios de proximidad frente a las largas, frágiles e insostenibles cadenas de distribución alimentaria. La variable «territorio» es importante-que-te-cagas. La máxima un hombre, una mujer, un voto, puede tener sus efectos perversos sobre el equilibrio territorial.
[15] Ib., p 102. «…tras la crisis de UCD, el PSOE ha podido obtener mayorías parlamentarias absolutas relativamente amplias con una minoría de votos: 202 diputados y 134 senadores con el 48,4% de los votos en 1982, 184 diputados y 124 senadores con el 44,4% de los votos en 1986 y 176 diputados y 108 senadores con el 39,5% de los votos en 1989.» El autor subraya la notoria continuidad entre la política económica de ajuste o estabilización ucedista y pesoísta (p. 239): «En una primera época, esta orientación estaba destinada a combatir la recesión económica y favorecer el saneamiento de las viejas estructuras industriales y la innovación tecnológica; más tarde, a crear unas condiciones de competitividad internacional de la economía española con la perspectiva de su plena integración en un mercado único europeo. / Cabe, así, caracterizar las prioridades de la política económica de uno de los agente sociales -el Gobierno, tanto de UCD como del PSOE- como la reducción de la inflación y del déficit público, con el coste de una contención de los salarios y la flexibilidad del mercado de trabajo.» A otro de los agentes sociales, la patronal, todo esto le parecía guay (¿qué estarían haciendo por entonces los ínclitos, celebérrimos, Díaz Ferrán, Arturo Fernández, y otros empresarios hechos a sí mismos que empezaron con un tanto así y etcétera?). ¿Que qué hacía el otro agente? Digamos, tener sentido de Estado (p. 240): «Durante un período relativamente largo, marcado por la debilidad institucional del régimen democrático y las amenazas involucionistas, los sindicatos aceptaron también que la ausencia de conflictos sociales pudiera ser una contribución a la consolidación de la democracia.» Son los buenos tiempos del Pacto de la Moncloa, de los acrónimos en los que se gestó nuestro bienestar actual: A(cuerdo) B(ásico) I(nterconfederal), A(cuerdo) M(arco) I(nterconfederal), 1 y 2 (en febrero del 81), A(cuerdo) N(acional de) E(mpleo), todos estos con la U(nión de) C(entro) D(emocrático), y ya con el P(hagamos la coña: SO)E, el A(cuerdo) I(nterconfederal) y el A(cuerdo) E(conómico y) S(ocial). «Todos estos acuerdos daban prioridad a la lucha contra la inflación, establecían unos límites a los aumentos de salarios y, en algunos casos, otorgaban ayudas institucionales al sindicato y promovían su participación en los consejos de administración de varios organismos asistenciales del Estado» (p. 242). La UGT participó, como se dice ahora, «proactivamente» en estos pactos; si bien, como se recuerda en el libro, retrospectivamente, estos fueron años considerados por un tal José María Zufiaur (director del Instituto Sindical de Estudios de este sindicato) como «de empeoramiento del paro, recortes de la protección social y retroceso de la participación de las rentas salariales en la renta nacional» (ib.). Ce-ce-o-o, como diría aquel, «aceptó con algunas reticencias los pactos de la Moncloa, firmados sin su intervención, e intervino en el ANE, suscrito escasas semanas después del intento de golpe de Estado del 23-F y bautizado como ‘el pacto del miedo’, y en el AI, inmediatamente después del acceso al Gobierno del PSOE y, según declaraciones de los dirigentes de CCOO, bajo la presión ambiental de muy recientes conspiraciones militares golpistas» (p. 243).
[16] Ib., 128. La Iglesia y el Ejército, en principio sin representación política, presionaron en favor de la inclusión de algunos artículos. Subrayamos aquí, por parte de aquella, «…la afirmación de que ‘todos’ (en vez de ‘las personas’) tienen derecho a la vida, como medio de intentar impedir la regulación del aborto.»
[17] Ib., p. 135. Y un poco más abajo: «Sólo AP persistió en todas sus preferencias sinceras y quedó excluida del acuerdo autonómico, de modo que sus dirigentes han considerado siempre que el título VIII era el peor de la Constitución y, durante algún tiempo, pidieron expresamente su reforma.» A pesar del «contento limitado» de CDC, Colomer sostiene que fue el partido más beneficiado del intercambio de votos en este asunto, obteniendo la autonomía política (aun diluida por el autonomismo de todas las regiones) y una reafirmación en la definición de su identidad. A esto se sumó sus victorias en las elecciones autonómicas, algo que se tradujo en el gobierno ininterrumpido de Convergència i Unió, guiado de forma poco honorable, según parece, por Jordi Pujol. Ya lo decían los Brams fa molt de temps («El President»): «Tenim un president (teníem) que no ens el mereixem, llegeix el diari Avui, porta barretina, puja el Predaforca tot xiulant la Santaespina, de dia és president, de dia és honorable, de nit quan no hi ha gent se li creuen els cables…», etc.
[18] Ib., p. 138.
[19] Ib., p. 141.
[20] Ib., p 305. Esto puede leerse también como un eufemismo insuperable de la corrupción político-empresarial.
[21] Ib. Vaya, pues parece que el eufemismo anterior sí era superable.
[22] Ib., p. 306.
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