Más allá de la persistente realidad del aborto clandestino, los que apoyan su legalización se atrincheran en el terreno de los argumentos ideológicos y éticos. Desafiando los lugares comunes, el sociólogo catalán Joseph-Vicent Marques desmenuza el discurso latente de los penalizadores. El discurso penalizador del aborto es en sí mismo una ficción, en cuanto se […]
Más allá de la persistente realidad del aborto clandestino, los que apoyan su legalización se atrincheran en el terreno de los argumentos ideológicos y éticos. Desafiando los lugares comunes, el sociólogo catalán Joseph-Vicent Marques desmenuza el discurso latente de los penalizadores.
El discurso penalizador del aborto es en sí mismo una ficción, en cuanto se presenta como antiabortismo. Defender la penalización aborto no es evitarlo, pero quienes la defienden dan a entender que realizan algún tipo de cruzada o acción global contra el aborto. Su argumentación adquiere el aparato retórico de la evitación del aborto aunque sea un discurso estrictamente penal y no profiláctico. Sitúan así a los despenalizadores en el incómodo terreno de aparentes exaltadores del aborto. No hay por qué permitirles que realicen esta operación tranquilamente. Si ser antiabortista es tratar de evitar el aborto, entonces sólo somos antiabortistas los que propugnamos un programa radical de igualdad de los sexos, la superación de la fijación coital, el acceso a los anticonceptivos y la absoluta protección social a los niños. Los penalizadores del aborto no pueden llamarse honestamente «antiabortistas» más de lo que pueden llamarse filántropos los que piden mano dura para evitar la mendicidad callejera.
(No quieren que no haya abortos sino sólo que sean clandestinos y peligrosos.
Cuando hayamos recuperado la sexualidad libre, y el nacimiento de un niño sea una fiesta privada por cuenta pública, el aborto será innecesario. Hasta entonces, penalizarlo sólo es castigar a una víctima.
Nosotros contra el aborto; ellos, contra las mujeres.)
Decir sólo dicen una cosa: Que el óvulo fecundado ya es una persona.
Los penalizadores sólo tienen un argumento: el de que el feto es ya una persona. El resto del discurso es puro insulto. Aun esta argumentación hay que rastrearla en medio de los desmelenamientos y juegos de palabras. Prefieren hablar de que el feto es vida o vida humana, ganando así el beneficio de la ambigüedad. Porque decir que es ya una persona es muy gordo.
Pero, ¿desde qué perspectiva se puede empeñar en llamar persona a un óvulo fecundado? Desde el provindencialismo y desde concepciones de la persona asociales y poco entusiastas de la libertad. Desde una perspectiva providencialista (que, por cierto, debe ser herética) se puede decir que la persona tiene alma y el alma la infunde Dios y Dios es muy libre y muy suyo, o sea que igual puede infundirla en el momento de la fecundación que al romper aguas o con ocasión de la muela de juicio. (Obsérvese la dificultad de probar no la omnipotencia divina sino el que la ejerza precisamente en el momento de la concepción.) Otras perspectivas que permiten hablar de personas antes del nacimiento son aquéllas para las que no importa ni un mínimo de autonomía, ese mínimo de la separación física de otra persona que hace posible la interacción y el carácter social de la persona humana. La libertad no es aquí un valor muy apreciado cuando ni siquiera la libertad de movimiento es relevante para ellos.
Ahora bien, la exageración de llamarle persona al feto no se acompaña de otras consecuencias (bautizo, inscripción en el registro, entierro, etc.),que las de reprimir el aborto.
En ocasiones se matiza diciendo que el feto es ya es germen de la persona. Niegan así todo umbral diferencial del proceso evolutivo. No parece nada claro que una cosa sea ya aquello que va a ser.
Prodigiosas prestidigitaciones con el concepto vida
Los penalizadores del aborto gustan de presentarse como defensores de la vida. De hecho hablan de vida más que de personas. Para ello realizan las siguientes operaciones: 1°) Toman el término vida -a nivel de denotación- en su sentido menor, o sea aquél en el que todos aceptamos que hay vida en el feto, en las plantas, en las células y en los animales. 2°) A continuación cargan el término vida -a nivel de connotación- con un máximo de afectividad y sacralidad, esto es, le dan un sentido con el que sólo hablamos de vida de las personas. 3°) Se escamotea entonces la única conclusión lógica que tendrían las dos operaciones anteriores caso de ser honestas: el horror de pisar la hierba, un ultrafranciscanismo o una especie de ecologismo místico. 4°) Desemboca por el contrario en el terrorismo moral: «Si no estás a favor de condenar a las que abortan es que estás en contra de la vida».
(Si al menos fueran coherentes, dirían: Eso que llamáis hipócritamente cosecha no es más que una masacre.
Su lógica es ésta: El feto es vida, la persona es vida; luego el feto es persona. Igual podrían decir: el feto es vida, el Colegio Cardenalicio es vida, luego el feto es el Colegio Cardenalicio.)
El discurso penalizador manipula con el feto a través de una especie de «túnel del tiempo»
Ya hemos apuntado que los penalizadores identifican el germen con su resultado, negando todo umbral diferencial del proceso evolutivo, para decir que el feto es ya vida humana en el sentido de persona. No es la única manipulación o efecto mágico. Así, si bien hablan de germen cuando s}desean dar una referencia biológica sobria, el feto se convierte en niño cuando intentan emocionar al público con la supuestamente canallesca conducta de la «madre»(pues simétricamente ya le llaman madre a la gestante). Pero cuando se trata de subrayar los eventuales efectos perniciosos para la colectividad, el feto no es ya un niño sino un posible genio o útil ciudadano (señalemos incidentalmente que no suelen decir «un posible genio» o «útil ciudadano», y que tampoco se plantea ese problema a propósito de la gestante, cuya contribución a la colectividad pudiera verse frustrada por una maternidad inoportuna).
Dentro de esos efectos mágicos es donde cabe situar correctamente el tema del «derecho a la vida» que dicen defender los penalizadores. No es sino una variante de la prestidigitación con el término vida combinada con este otro ilusionismo del tiempo: El feto ha de ser y no ha de ser al mismo tiempo la misma cosa para que funcione el sofisma, pues ha de ser persona para tener derecho a la vida y no ha de ser persona para que puede «hacerle falta» un derecho a la vida que en realidad sería el supuesto derecho del embrión al llegar a ser persona. Terrible. La logomaquia se resuelve apelando a la ficción de que el feto es ya un niño y, claro, el niño sí tiene derecho a la vida.
(En resumen viene a decir: ¿sería usted capaz, madre que aún no es madre o futura abuela que aún no es abuela, de matar a un competente ingeniero de caminos, canales y puertos que intenta en vano protegerse con su sonajero al tiempo que disimula sus conocimientos dando un encefalograma plano?)
El insulto adicional como argumento adicional previa trampa adicional
Suponiendo que el feto fuese ya persona -que es su único enunciado no valorativo-, entonces, el aborto sería, en efecto, un homicidio. Los penalizadores, sin embargo, no le llaman homicidio, sino asesinato. Esta trampa viene probablemente propiciada por la necesidad de resolver el enojoso asunto de que los penalizadores suelen hallar legítimos e incluso virtuosos algunos homicidios. Por lo tanto, el aborto debe ser presentado como un asesinato. A partir de ese momento el discurso penalizador sólo aporta nuevos insultos. Así, el tal asesinato es, además, el asesinato de un ser indefenso, y es además el asesinato de un ser indefenso por su propia madre y -pasando de la tautología a la afirmación gratuita- el asesinato de un ser indefenso por su propia madre sin remordimiento alguno y -recargando ahora los adjetivos- el asesinato de un ser indefenso por su propia e inicua madre, etc. A continuación, agoradas las posibilidades de recargar el asunto puede recurrirse también a insultar a quienes defienden la despenalización del aborto. El discurso se complementa con una terminología bien cargada: «matar» en lugar de «interrumpir el proceso», etc. (Obsérvese el mecanismo inverso cuando se habla de extirpar o de sanear para referirse a medidas políticas autoritarias que incluyen el homicidio o cuando se habla de accidente para referirse a los homicidios laborales por falta de medidas de seguridad.)
(Si no les parece convincente decir «lo que llamáis hipócritamente cosecha no es más que una vergonzosa y sanguinaria masacre, ya que además el trigo no puede defenderse.»)
¿Qué tendrá el feto que no tengamos nosotras/ os?, o las contradicciones del discurso penalizador en su contexto
Hasta aquí hemos considerado el discurso penalizador en sí mismo. Si atendemos ahora a lo que significa ese discurso dentro del contexto social concreto en que se produce, supone además una serie de contradicciones o de preferencias sorprendentes que en general son bien conocidas. Recordemos algunas:
1. Contradicción entre estar a favor del «niño» en cuanto vida intrauterina y no del niño en cuanto a vida extrauterina. ¿Dónde estaría el derecho real a ser traído a una sociedad neurotizante, a una clase social no explotada, a una nacionalidad no oprimida, etc.?¿Dónde el derecho a ser deseado ya que no consultado?
2. Contradicción entre estar por la ampliación de la vida posible y no por la defensa de la vida existente. ¿En nombre de qué esa prioridad de asegurar partos sobre desmarginar minusválidos, ancianos o los mismos niños abandonados?
3. Contradicción entre estar «contra el aborto» y a menudo estar contra la información sexual, los anticonceptivos, etc. ¿Desean realmente evitar el aborto?
4. Contradicción entre estar «contra el aborto» y a menudo a favor de la pena de muerte, el rearme, etc. (Ellos dicen que el feto es «inocente», pero sólo lo es como pueden serlo las setas que impunemente se comen.)
5. Contradicción entre penalizar el aborto voluntario de la mujer y no los abortos «naturales» causados por malas condiciones de trabajo, broncas materiales u hostilidad paterna. ¿Serán abortos «decentes» precisamente porque no son libres?
6. Contradicción entre estar «contra el aborto»y no contra el empobrecimiento de la sexualidad como obsesión coitalproductivista, la violación intramatrimonial o la misma represión sexual como generadora de encuentros sexuales no previsibles y por ello susceptibles de plantear problemas de aborto.
Sin embargo, estas contradicciones son en cierto sentido aparentes. Así, estas «contra el aborto» y por la pena de muerte es, en realidad, coherente, puesto que se está a favor de dos penalizaciones, y dentro de la óptica «más vale castigar que prevenir». Estar por la penalización de los abortos y contra los anticonceptivos es coherente en cuanto que son dos formas de subordinar la sexualidad a la procreación. Del mismo modo, no es contradictorio estar preocupado por aumentar el número de habitantes del planeta y aprobar, expresa o tácitamente, el despilfarro de los recursos naturales, puesto que son dos formas de irresponsabilidad. Se hace, pues, evidente la existencia de una ideología por debajo de las afirmaciones antropológicas de los penalizadores. No pecamos de desconfiados si tratamos ahora de rastrear el discurso profundo que hay por debajo del discurso oficial de los penalizadores. No vamos a cuestionar su buena fe subjetiva ni el grado en que sinceramente se sientan horrorizados ante lo que consideran un asesinato. Afirmaremos simplemente que su condena del aborto como asesinato unifica y respetabiliza una serie de actitudes menos respetables que sólo indirectamente salen a la superficie.
El discurso latente de los penalizadores
Más niños, es la guerra
La penalización del aborto es una de las formas como un sistema social se asegura una abundante reproducción. En ese sentido no es cualitativamente distinto de la penalización de la sexualidad o de la reducción de toda sexualidad a genitalidad y la prohibición o ridiculización del sexo fuera de la edad reproductora. La determinante infraestructura de este reproductivismo o natalismo es doble; puede considerarse una necesidad de todo sistema social en épocas históricas de elevada mortalidad y es una necesidad adicional de toda clase dominante políticamente expansionista o interesada en una abundante mano de obra. Así, el natalismo que la clase dominante proyecta sobre el vecindario la sobrevaloración del momento de aparición del «nuevo ser» frente al proceso que constituye al ser humano en interacción, propone la complacencia en la abundancia de la estirpe frente al objetivo de la felicidad de la misma y alimenta la beata contemplación del niño como hazaña o juguete de los padres, escamoteando los datos dramáticos de la infancia desdichada.
(No se trata de hacer el máximo de niños sino de hacer el máximo de niños felices.
No se trata -como decís- de niños o comodidad, sino de niños felices o niños desgraciados.
Las flores no lloran. ¿Porqué queréis hacer el máximo de niños y el mínimo de flores?
A los ogros también les gustan los niños.)
La mujer en su sitio, la mujer sitio del feto
Todo natalismo supone ya una forma clara de reducción de la mujer al papel más o menos embellecido de máquina reproductora. Sin embargo, el aspecto más asombrosamente misógino del asunto está en que la penalización del aborto niega la capacidad moral de la mujer. Aunque a veces el discurso penalizador se conmueve vagamente con la imagen de la mujer acorralada por la opinión pública o las dificultades económicas (complacencia en la imagen de debilidad femenina), ni siquiera considera la posibilidad de que el acto de interrumpir el embarazo sea un acto de intención ética, negándole a la mujer la capacidad de estimar su propia disponibilidad para la maternidad. Para ellos, la mujer no tiene capacidad de preocuparse por un posible niño: es sólo instintivo. Y ni siquiera les preocupa un aspecto del aborto: su carácter de violencia sobre el cuerpo de la mujer. Es sin embargo el aspecto que hace al aborto indeseable.
(Una mujer es algo más que una madre. Una madre es algo más que una máquina de parir.)
El precio del placer o los defraudadores del amor
De otra parte, se está por la penalización del aborto, esto es, por la obligatoriedad del proceso de gestación en virtud de una profunda convicción de que el placer sexual no es válido por sí mismo, de que necesita compensar su carácter perverso o sospechoso mediante algún tipo de contrapartida «positiva» o gravosa. Es así como una de las frases que se oyen a menudo cuando el discurso penalizador se expresa a nivel privado, no solemne, es ka de «quien quiera eso que cargue con las consecuencias». La hostilidad al aborto voluntario emparenta aquí claramente con la hostilidad a los anticonceptivos puesto que ambos evitan «pagar el precio». No es muy diferente al substrato común de ambas hostilidades con aquello que hace posible llamar a las enfermedades venéreas «purgaciones». El carácter profundamente antilúdico de la civilización vigente se hace aquí muy ostensible. Una cultura antilúdica es también una cultura de la envidia y así hay en este asunto una línea de deslizamiento de las emociones y discursos que sigue el itinerario «represión-frustración-sospecha respecto del o la vecina envidia-moralismo-venganza privada al servicio de la represión pública». O dicho de otra forma «si estos cogen y encima no les pasa nada yo estoy haciendo el (o la) imbécil». Este tema tendría que ser ampliado si deseamos saber no sólo porqué una clase dominante a través de sus equipos políticos prohíbe el aborto (natalismo pragmático o residualmente ideológico, hipotecas eclesiásticas, etc…)
(El nacimiento de un niño nueve meses después no hace al coito mejor de lo que fue como acto de placer, comunicación y libertad o de todo lo contrario. En malas condiciones para el niño lo hace peor.
Gozar sin dañar a nadie no es menos honesto que sufrir sin beneficiar a nadie (salvo a quienes explotan el Valle de Lágrimas S.A.)
¿Porqué no le llaman hacer cochinadas a hacer que el placer parezca cochinadas?
Pero que placer ni qué puñetas, dijo airadamente la señora Enriqueta
Sin embargo, notemos que esta obsesión por el precio del placer falla en cuanto consideramos que una elevada proporción de fecundaciones se produce sin otro placer para la mujer que el muy discutible de la obediencia o el de la garantía – a veces puramente imaginaria- de retener el afecto del varón. Aquí la represión del aborto vuelve a remitir a la misoginia del discurso latente: la mujer debe pagar no el precio de su placer sino el del varón.
Es entonces cuando el pez se muerde la cola, esto es, cuando hasta el prejuicio sexual cede ante el prejuicio machista. Se puede, pues, perder justificadamente la tranquilidad del ánimo disertatorio para afirmar que el discurso penalizador del aborto no es sino; una faceta más de la dominación masculina, que el feto es persona y más que persona porque es captado como el carcelero de la mujer y que las feministas tienen razón al sospechar inelegantemente que si los obispos y los políticos pariesen, el aborto sería legal. Como sociólogo me he encontrado con miles de conjeturas mucho menos fundamentadas.
(El aborto es ilegal por ser femenino. La guerra es masculina.)
Termino aquí este escrito. Dejo para otra ocasión las consideraciones sobre cómo y de qué forma me parece, un suponer, digo yo, que habría que enmarcar la lucha por la despenalización del aborto. He colaborado económicamente en tres abortos y proporcionado información en un número indeterminado. Si he estado o no en el origen de algún embarazo no deseado es cosa que no digo, porque eso a los penalizadores no les interesa saberlo. El fetismo no es un humanismo, sólo es un antifeminismo.