Recomiendo:
0

Contra la impunidad

Fuentes: Rebelión

La semana pasada el periódico El País se tuvo que hacer eco de dos noticias terribles. En una se relataba como un indigente africano había sido tiroteado por varios policías en el aeropuerto de Barajas. En la otra, un joven madrileño contaba como un vigilante jurado del metro le había reventado el tímpano de un […]

La semana pasada el periódico El País se tuvo que hacer eco de dos noticias terribles. En una se relataba como un indigente africano había sido tiroteado por varios policías en el aeropuerto de Barajas. En la otra, un joven madrileño contaba como un vigilante jurado del metro le había reventado el tímpano de un golpe por haberse colado en el metro. Que el centro de producción de ideas y sentido progresista en España haya recogido ambas noticias, ocurridas ambas en Madrid, donde gobierna quién desde hace años es el candidato preferido por Prisa para sustituir a González, perturbando así la idílica imagen que se ha pretendido dar de esta ciudad, da idea del nivel alcanzado por la violencia cotidianamente ejercida por el conjunto de policías públicas y privadas contra determinados sectores de la población madrileña.

Desde hace un tiempo, en efecto, y tras el breve lapso de incertidumbre posterior al 14m del 2004, las policías que intervienen en Madrid practican el famoso nivel de tolerancia cero por el que se hizo famoso Giulani en su etapa de alcalde de Nueva York. Se ha convertido en algo frecuente, parte del paisaje que compartimos los madrileños, el espectáculo de un o un grupo de policías persiguiendo, golpeando y esposando brutalmente con un nivel de violencia nunca justificado por resistencia alguna por parte de las víctimas. El objeto o destinatarios de la brutalidad policial es múltiple. Los jóvenes desde luego son un destino preferente y si llevan pintas- radicales o alternativas, se entiende-son un objetivo esencial. Los vendedores ambulantes son también objeto de especial atención de parte de las policías.

Las finalidades son también múltiples. La primera es dejar claro de una vez para siempre de quién es la calle. La presencia y ostentación se hacen obsesivas, hasta el punto de constituir una d las principales causas que «justifican» la propia intervención policial. De una vez por todas se pretende hacer una eficaz labor de pedagogía consistente en mostrar las consecuencias de estar en la calle haciendo algo distinto de lo considerado como normal, fundamentalmente circular y consumir. Pero aún si te avienes a utilizar la calle para alguna de esas dos cosas para la que el capital-estado nos deja estar en la calle, puede ocurrir que tu aspecto o tu forma de comportarte resulte sospechosa o(las más de las veces) molesta a un policía (no digamos si el policía percibe en tu mirada que su aspecto y lo que representa no despiertan en ti excesivo entusiasmo).

Otra finalidad asimismo «didáctica» es la orientada a mostrar, a través del ejercicio del miedo, las consecuencias de una práctica espontánea y no reglada de la solidaridad. Si te cruzas en el metro con un grupo de matones de uniforme apaleando a un pobre, un negro o simplemente un joven «con pintas», será mejor que sigas tu camino si no quieres comprobar que la violencia de los matones también puede alcanzarte, junto con la correspondiente denuncia como escudo para neutralizar la tuya en el caso de que se les vaya la mano. Aquí la solidaridad la ejerce el Estado o alguien en nombre del Estado o bien cualquiera de esas entidades debidamente acreditadas (ONGs) que administran y gestionan los remedios contra la pobreza, la marginación y el sufrimiento. Producir miedo y aislamiento es, seguramente, una de las funciones que más relevancia ha adquirido en la nueva época de los Estados después de su etapa del Estado del Bienestar. Producir miedo es producir una determinada antropología, subjetividades aisladas y temerosas, individuos y grupos inermes ante cualquiera de los avatares de la vida, que todo lo esperan del Estado-capital porque sin él se saben perdidos. Producir miedo es funcional es una actividad productiva, una inversión que crea su propia demanda, la demanda de seguridad, tal vez el sector económico que ha experimentado una expansión más sostenida en las atribuladas sociedades «occidentales»: el gasto en policía es, en este sentido, más una inversión que un gasto consuntivo. El miedo que la policía se encarga de extender al cuerpo social engorda la demanda y genera rentas- del trabajo y del capital- y empleos. Pero, sobre todo, es productivo para el Estado y la policía (¿de verdad deben ser distinguidos?).

El miedo, la soledad, el aislamiento, son los más sólidos fundamentos del Estado, la verdadera argamasa del pacto social fundante de la sociedad civil y del Estado. La parábola contractualista debe ser revisada: el estado de «todos contra todos»no precede al nacimiento del Estado, es su producto histórico. La policía no es la posibilidad de no ser arrollado por los más fuertes, es el ejercicio permanente y sostenido por sus víctimas de eses abuso cotidiano. Su resultado más visible es un envilecimiento social generalizado. Quien asiste en silencio al apaleamiento de un conciudadano, se hace cómplice del terrorista uniformado y, en tanto que tal, carga con la vergüenza y el asco de sí mismo, peor cuanto más disimulado. Quien siente vergüenza de sí mismo está preparado para las mayores bajezas. Los ciudadanos/as alemanes que asistieron como espectadores a la persecución de los anarquistas o comunistas, estaban preparando el camino de su ignominiosa colaboración en el holocausto. El fascismo societario se incuba también en esta contemporización con la violencia y el abuso policial.

Hay una dimensión que no suele ser citada al abordar este auténtico mal de la violencia estatal-policial. Es la que concierne a la forma en que los hombres y mujeres policías interiorizan estas finalidades terroristas. Es todo un espectáculo que cualquier joven podrá corroborar, la forma en la que jóvenes como ellos con uniforme y pistola pagados por los contribuyentes asumen complacidos la orden de apalearlos. El joven o la joven policía, procedentes de estratos sociales no exclusivamente proletarios, incorporan el odio al diferente como un rasgo esencial que determinará el resto de su existencia mientras esté en la policía. Aún cuando le necesita porque justifica su existencia, el policía odia al diferente, en él encarna todo lo que le ha llevado a la vida de abyección en la que su cobardía natural y su incapacidad para hacer algo por sí solo le ha hundido. Envidiándole en secreto, el policía hace de la guerra contra el okupa y el radical en general, una cuestión personal, la cuestión que da sentido a su vida, la que le legitima ante los suyos y el resto de la sociedad. Es grotesco ver la saña con la que jóvenes que pasan la mayor parte del día sin hacer actividad alguna del provecho, descargan su odio contra los «niñatos» que, con el coraje que a ellos les falta plantan cara a los amos de las inmobiliarias, especuladores y demás ralea de la chusma inmobiliaria rentista.

La competencia partidaria en Madrid se sustancia sobre el cuerpo de su población, especialmente la más joven y desvalida. PSOE y PP compiten por el famoso electorado de centro -un conglomerado social atenazado por las deudas y atemorizado por la producción de miedo antes señalado- para ver quien es más duro con la delincuencia y las actitudes «asociales». Brigadas regionales, cuerpos de intervención rápida, policía de proximidad, juntas de seguridad, en los últimos años un ingente dispositivo institucional y material servido por un generoso y creciente gasto público ha sido puesto al servicio de estrategias securitaria destinadas a tratar y clasificar el cuerpo social en una incesante persecución de la conducta desviada como fuente al parecer inagotable y segura de legitimidad de los poderes públicos.

Llama la atención en particular, el proceso de nazificación experimentado por la policía municipal de Madrid. He utilizado conscientemente ese término pues sostengo que de forma deliberada y con las facilidades que proporcionado el crecimiento de la población inmigrante, este cuerpo se encuentra hegemonizado, en su ideología y en la práctica de sus miembros, por una inspiración racista y antidemocrática. A ello ha correspondido el cambio de imagen que ha experimentado. Con un estilo inequívocamente agresivo que ha hecho olvidar los entrañables gorilas de otros tiempos, la policía municipal, rebautizada como POLICIA de Madrid, le disputa el territorio y el monopolio de la violencia a sus colegas al servicio del estado, demostrando que la cúspide en el ejercicio de la violencia hay que «ganársela» en la calle cada día. Se les ha visto entrar en el cuerpo a cuerpo y luego, con la ayuda de los azules, ensañarse con los jóvenes en Malasaña. Pero donde brillan en particular es en la persecución de los vendedores ambulantes. Incluso si no son gratificados por los comerciantes del centro, especialmente por grandes almacenes, el celo y la violencia desatada por estos policías desborda toda medida: desconozco si son especialmente retribuidos en proporción a la mercancía incautada y al inmigrante apaleado y detenido pero parecería que así fuera.