Fue en Pontevedra, el 21 de octubre, el pasado miércoles por la mañana, si no he entendido mal. No puedo precisar la ciudad pontevedresa porque la información que daba el telediario, y que acompañaba a las imagenes, era tan idiota y tan idiotizante que no pude concentrarme en la (des)información transmitida. No puedo asegurar tampoco […]
Fue en Pontevedra, el 21 de octubre, el pasado miércoles por la mañana, si no he entendido mal. No puedo precisar la ciudad pontevedresa porque la información que daba el telediario, y que acompañaba a las imagenes, era tan idiota y tan idiotizante que no pude concentrarme en la (des)información transmitida. No puedo asegurar tampoco que se tratara de una librería. Acaso se tratara de un centro comercial con algún departamento de venta de libros
Una mujer se acercó con su compra a la cajera y, después de abonar el importe de su adquisición, le amenazo con una pistola exigiéndole el dinero que se guardaba en caja. La trabajadora, contraviniendo todos los consejos razonables sobre situaciones de este tipo, se resistió a seguir las instrucciones de forma inmediata y le pidió a la, digamos, atracadora que no le obligara a darle todo el dinero. Si lo hacía, la iban a despedir. La mujer que la agredía, que la trabajadora consideró con acierto que no era ninguna profesional del robo, accedió a su petición y se conformó con la mitad del importe de caja. No quería que la trabajadora fuera al paro, sabía de qué hablaba. Tenía hijas también. Se llevó, finalmente, 340 euros. La trabajadora, por lo que sé, no fue despedida finalmente.
No se trata, desde luego, de hacer una apología del heroísmo obrero. En absoluto. No se trata tampoco de vindicar la figura del atracador desesperado, seguramente en paro y con una mochila llena de desajustes y enormes dificultades. Pero en mi opinión, dice mucho de las relaciones laborales a las que están sometidas las clases trabajadoras hispánicas (y no sólo hispánicas, desde luego) que una trabajadora, una joven gallega, se resista, arriesgue su vida en momentos de nerviosismo y de descontrol, por no perder su puesto de trabajo, cuyas condiciones laborales todos y todas podemos imaginarnos.
No se trata tampoco de disculpar las agresiones de atracadores y atracadoras desesperadas pero sí de señalar que aquello que llamábamos consciencia espontánea de clase no era ningún absurdo ni ninguna noción extraviada. A su forma, la atracadora gallega ha sido capaz de estar a la altura de las circunstancias: era más justo robar menos que ser causa de un despido que no estaba en ningún momento en el puesto de mando de sus finalidades.
La conversación, la tensa conversación en la librería enseña de la fragilidad de los trabajadores hispánicos y de la consciencia inmediata, no trabajada, y, por qué no, de la humanidad también de atracadores a los que les tiembla el pulso cuando la ocasión lo requiere. Atracar, en el fondo, no es su oficio.
Si piensan en otros atracadores, esto sí profesionales, no forzosamente mafiosos, verán que moralmente la comparación no ofrece ninguna duda.
Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.