Hay al parecer en el mundo contemporáneo una entusiasta recuperación de conceptos de la filosofía antigua, que tan caros nos resultan a seres vetustos como la que suscribe. Uno, particularmente, me ha llamado la atención; va ligado a la idea de que todo en la naturaleza está sujeto a nacimiento y muerte o, más en […]
Hay al parecer en el mundo contemporáneo una entusiasta recuperación de conceptos de la filosofía antigua, que tan caros nos resultan a seres vetustos como la que suscribe. Uno, particularmente, me ha llamado la atención; va ligado a la idea de que todo en la naturaleza está sujeto a nacimiento y muerte o, más en general, a generación y corrupción.
Curioso término, éste último. En latín, lengua bárbara comparada con mis queridos griego y egipcio, da la idea de una ruptura simultánea de algo, un proceso en que todas las partes que componen un objeto se separan a la vez o en rápida sucesión, hasta que el objeto queda reducido a pequeños fragmentos o incluso a polvo. Eso es ciertamente lo que ocurre con los seres vivos: se descomponen.
En griego, la idea que subyace a la palabra equivalente a ‘corrupción’ es mucho más gráfica y sugerente: tiene que ver con el vocablo que significa «piojo». De manera que corromperse viene a ser algo así como caer presa de insidiosos parásitos.
Esta última etimología hace que el concepto de corrupción sea particularmente idóneo para describir lo que ocurre cuando entran en decadencia, no ya cuerpos vivos individuales, sino cuerpos vivos colectivos: sociedades, en una palabra.
No es de extrañar, pues, que hoy se hable tanto de ese fenómeno en relación con la política. Parece ser que cada vez resulta más difícil «arrojar la primera piedra» sin temor a que «rebote». Pasa como cuando te pones a buscar piojos en cabeza ajena: cuando menos te lo esperas, empieza a picarte la tuya propia. En efecto, los bichitos de marras tienen una pasmosa facilidad para saltar de melena en melena.
Según la teoría clásica de la corrupción natural, todo viviente está constituido por elementos o partes que transitoriamente se unen para formar un cuerpo capaz de interactuar con el entorno preservando y desarrollando su constitución. El carácter transitorio de esa unión y cooperación hace que, tarde o temprano, éstas cesen y el cuerpo se descomponga. La explicación de por qué la unión no se mantiene indefinidamente constituye uno de los misterios de la ciencia desde los tiempos más remotos. Se diría que la naturaleza está más interesada por el «borrón y cuenta nueva» que por el «sostenella y no emendalla». (Yo soy una excepción únicamente por el hecho de haberme convertido en piedra berroqueña, pues de haber seguido estando constituida por los cuatro «humores» de Hipócrates, siglos haría que me habría fundido con las aguas del Nilo.)
En cambio, la corrupción política de la que hoy tanto se habla parece producida, como sugiere la etimología antes citada, por la acción de ciertos parásitos que, una de dos: 1) se introducen ellos mismos en los organismos públicos para «chuparles la sangre» a éstos y, de paso, a quienes deben someter sus actividades económicas a la aprobación de dichos organismos, o 2) introducen a peones a su servicio para que lleven a cabo la «transfusión».
El resultado, en todo caso, es el que sugiere la imagen biológico-arquitectónica subyacente al término latino ‘corrupción’: la ruptura del cuerpo social a lo largo de numerosas líneas y planos de fractura.
Pero lo sorprendente es que ese proceso de descomposición no suele generar la suficiente alarma e indignación como para que la sociedad afectada se lance a una campaña de «desparasitización» lo bastante masiva y enérgica como para acabar con el fenómeno.
¿No será, me pregunto, que los susodichos parásitos no suscitan tanto rechazo como envidia?
Alguien lo tenía que decir.
Fuente: http://www.elviejotopo.com/topoexpress/corrupciones/