Los ngobe viven «desde siempre» en las montañas tropicales del sur de lo que ahora es Costa Rica, pero su pueblo se extiende desde Panamá. El camino a la comunidad ngobe de Abrojo Montezuma se hace a pie la última hora. En la subida se ve la tremenda diversidad de la selva tropical y en […]
Los ngobe viven «desde siempre» en las montañas tropicales del sur de lo que ahora es Costa Rica, pero su pueblo se extiende desde Panamá. El camino a la comunidad ngobe de Abrojo Montezuma se hace a pie la última hora. En la subida se ve la tremenda diversidad de la selva tropical y en el horizonte se dibuja la península de Osa. Desde la montaña, antes del mar azul se ve otro mar que destaca por su extensión y uniformidad: una gran mancha verde lisa, como una enorme herida en medio de los cientos de matices y formas de la selva: monocultivo de palma africana, otra de las cosechas con que la poderosa trasnacional Standard Fruit despoja a Costa Rica. Los ngobe, partidos por la frontera con Panamá y por los cercos que la trasnacional bananera ha ido empujando, explican que su lucha principal es recuperar el territorio.
Hace una década, cuando Costa Rica decidió reconocer que allí hay indios -a veces aún negados hasta por el actual presidente- estableció zonas de «reserva indígena», denominación que los ngobe y demás pueblos indios de Costa Rica rechazan. La mayoría de la tierra de las reservas pertenece a agricultores blancos y compañías trasnacionales. Los ngobe no sabían lo que era la «propiedad» de la tierra; para ellos el territorio que habitan, y todos sus elementos, siempre han sido parte de su sustento, responsabilidad y vida comunal. Cuando decidieron emprender el camino legal para exigir al Estado la propiedad de sus territorios ancestrales, el Estado contestó que como no tenían cédula de identidad, no existían. Cuando algunos lograron pasar la montaña de trámites para obtenerla, les entregaron cédula de extranjeros, no de ciudadanos costarricenses.
No sólo las trasnacionales agrícolas cazan en sus territorios; los ngobe (llamados guaymi por los españoles) fueron los primeros seres humanos patentados: hace más de 10 años, el gobierno de Estados Unidos patentó la línea celular de una mujer ngobe de Panamá, al descubrir que tenía especial resistencia a cierto tipo de leucemia. Gracias a la intervención de RAFI (ahora llamado Grupo ETC), los ngobe lograron la cancelación de la patente, pero su material genético nunca fue devuelto. Materiales que ahora probablemente serán utilizados en los nuevos institutos de genómica, «para bien de la humanidad».
Estando allí, uno siente como si la conquista hubiera sido ayer, un rayo que no cesa, multiplicando sus formas de opresión. Los ngobe siguen resistiendo, y aunque la lucha los ha endurecido, mantienen la cadencia dulce de su cultura. Saben que comparten su destino con muchos indios de la región y del mundo. Cerca de allí nos encontramos a los boruca de Rey Curré. Reunidos en el salón comunal, integrantes de la asociación MIEL (Mujeres Indígenas con Espíritu de Lucha) relatan, junto a otros comuneros, la desigual lucha que llevan contra un proyecto de represa hidroeléctrica en sus territorios. Nunca los consultaron, pero la ICE, compañía estatal de electricidad, acordó con capitales canadienses establecer una megarrepresa que inundará gran parte del territorio boruca, para exportar electricidad a Centroamérica y hasta México (donde a su vez se hacen planes de otras represas para exportar electricidad a Estados Unidos). Cuentan los boruca que la agresión a su pueblo avanzó dramáticamente cuando la carretera Interamericana dividió las comunidades y por primera vez los obligó a hacer cercos en sus tierras para que sus animales no fueran atropellados. Con la carretera llegaron los negocios de comida rápida y las vías de llevarse a los jóvenes como mano de obra barata en plantaciones y maquilas. Entre muchas otras cosas que los comuneros han reunido para defenderse del proyecto de represa, han hecho un estudio de los sitios arqueológicos: en sólo 5 por ciento del territorio a ser inundado encontraron más de mil sitios con petroglifos y cerámicas precolombinas. Igual que los ngobe, rendirse no está en su agenda.
Tampoco se rendirán los campesinos de Bambuzal, Sarapiquí, que desde hace tres meses acampan en la Catedral Metropolitana de San José. Como muchos otros que fueron expulsados de sus tierras, en 2001, 122 familias campesinas ocuparon terrenos fiscales, estableciendo sus casas y cultivos para sobrevivir. Eran terrenos ahora baldíos, que años antes habían sido acaparados por la Standard Fruit, pese a que no estaban entre los miles de hectáreas que el gobierno les regaló en 1967. Por décadas, la Standard Fruit explotó estas tierras fiscales. Los campesinos, en cambio, fueron desalojados violentamente apenas entraron, en 2001. Volvieron meses después y lograron quedarse. En 2003, a pedido de la Standard Fruit, el Estado costarricence envió cientos de efectivos policiales para desalojarlos, esta vez con máquinas que devastaron sus casas y cultivos. En ambas ocasiones hubo decenas heridos, y dos campesinos muertos: Randal Muñoz en 2001 y Gerado Moya en 2003. El tribunal agrario dio la razón a los campesinos, pero la trasnacional sigue contando con el apoyo del gobierno y sus fuerzas policiacas.
Las historias podrían ser de Costa Rica o de muchos otros países de América Latina. Las venas siguen abiertas y las heridas se ensanchan con nuevos instrumentos como la biopiratería, la venta de servicios ambientales, los nuevos cultivos para exportación. Pero, claramente, también los caminos de la resistencia.
Silvia Ribeiro es investigadora del Grupo ETC