Redacto estas líneas con mil precauciones y pido que se lean con atención generosa.
Hace tres años, en el texto más doloroso que he escrito en mi vida, afirmaba lo siguiente: incluso cuando uno ya no tiene margen para tomar ninguna decisión, cuando se es juguete del destino y cebo de la injusticia, incluso cuando se es tratado como un cacharro viejo o una piedra sin vida, aún entonces se puede todavía decidir no matar a un niño.
Pensaba estos días en el terrible dilema de Medea, según la versión incómoda de la tragedia de Eurípides, donde la nieta de Helios, despechada en su amor, arrastrada por su deseo de venganza, decide matar a sus dos hijos queridos, hijos también del traicionero Jasón. Medea, como sabemos, sabia hechicera e hija de reyes, ha acompañado al héroe del vellocino en sus aventuras marinas y por él ha cometido previamente numerosos crímenes, incluido el asesinato de su hermano Apsirto.
La tragedia de Eurípides empieza cuando, refugiados en Corinto y tras veinte años de matrimonio, Jasón ha repudiado a Medea para casarse con Creusa, la joven hija del rey Creonte, y Medea, enloquecida de rabia y de dolor, pone a hervir sus planes de venganza. Es interesante señalar el papel que, desde el principio, juega el Coro, el cual, a modo de conciencia diafónica, compadece el sufrimiento y la ira de la agraviada y la apoya inicialmente en sus propósitos, pero solo hasta ese momento, justamente, en el que su ira reclama el sacrificio vicario de sus propios hijos. Medea se va encerrando en una espiral que hace finalmente ineludible este desenlace: para vengarse de Creonte y Creusa necesita que sus hijos permanezcan en Corinto, pero como ha sido desterrada de la ciudad y no soporta la idea de estar separada de ellos -ahora a cargo del exmarido- su decisión de entregárselos a Jasón entraña la inmediatamente sucesiva de matarlos. Su ciega necesidad de venganza es más poderosa que su innegable amor a los hijos. Los largos monólogos en los que Eurípides va construyendo la fatalidad del infanticidio expresan del modo más lacerante las vacilaciones atormentadas de una mujer perfectamente consciente de que, ni por amor ni por conveniencia, va a ser capaz de inhibir la cruel revancha que la hará infeliz para siempre.
Es verdad que una versión del mito sugiere que en realidad fueron los antiguos corintos, tras el asesinato de Creonte y Creusa, los que mataron a los hijos de Medea y que, siglos después, para lavar la imagen de la ciudad, sus descendientes encargaron a Eurípides la redacción de la obra. Esto importa poco. Medea es un personaje y un símbolo y tiene ya existencia propia, como asesina doliente de sus hijos, en la memoria de la humanidad. Eurípides, en todo caso, convoca meticulosamente el contexto social. Jasón es un hombre vanidoso, egoísta y fanfarrón que no tiene pudor en declarar a Medea que si se casa con otra no es «por odio a tu lecho» sino para «llevar una vida feliz y sin carecer de nada»; y que en la misma conversación, ante la furia medeana, con fastidio y displicencia, formula la misoginia mainstream de la Grecia clásica, volcada, desde tiempos de Hesiodo, en la nostalgia de una «utopía macha»: «los hombres», dice Jasón, «deberían engendrar hijos de alguna otra manera y no tendría que existir la raza femenina; así no habría mal alguno para los hombres».
Por su parte Medea es muy consciente de lo que, incluso para ella, mujer fuerte, poderosa y temida, representa la condición femenina. Pensemos, por ejemplo, en ese célebre pasaje que comienza, a partir del verso 230, con estas palabras: «de todo lo que tiene vida y pensamiento, nosotras las mujeres somos el ser más desgraciado». A continuación, Medea justifica esta lapidaria sentencia recordando que las mujeres están obligadas a «comprar un amo para su cuerpo», amo que, de no tener suerte en la elección o en la lotería, «les aplicará el yugo por la fuerza», sin posibilidad de «repudiarlo»; y del que no podrán separarse sin sufrir menoscabo social y soledad infamante. A lo que se añade el hecho, se queja la agraviada, de que un hombre que es infeliz con su esposa «sale de casa y calma el disgusto de su corazón» mientras las mujeres «tenemos necesariamente que mirar a un solo ser».
Como es sabido, se han hecho muchas lecturas feministas de Medea, a veces razonables y a veces no tanto. Algunas incluso han reivindicando el infanticidio como una «rebelión radical contra la maternidad». En la obra de Eurípides, lo he dicho, el Coro es la «conciencia universal»; la nodriza, personaje del que diré algo enseguida, es la «voz de los plebeyos». Ambas voces comprenden el sufrimiento de la hija de Eetes tras la traición de Jasón, pero saben que no es lo mismo rebelarse contra la maternidad que rebelarse contra dos niños realmente existentes que son, además, los propios hijos.
En todo caso, cabe afirmar, me parece, que la Medea de Eurípides es una pieza a partir de la cual puede abordarse el conflicto de género, y ello precisamente porque no se limita a narrar el disparate criminal de una mujer excesiva. Medea nos cuenta una «tragedia» y no un «crimen» porque inscribe ese crimen atroz en una trama articulada -social y emocional- en la que el gesto abominable se vuelve al mismo tiempo injustificable y necesario. Medea conserva siempre -por supuesto- el mínimo de libertad que le permitiría decidir, cuando le sobreviene esa ocurrencia infame, no matar a un niño, y así lo demuestra su lucha interna a partir del verso 1020: «¡No, corazón mío, no realices este crimen! ¡Déjalos, desdichada! Aunque no vivan contigo, te servirán de alegría».
Ahora bien, la tragedia consiste justamente en formar parte de una secuencia existencial compleja, como de un pesado convoy cuesta abajo, en la que aparece necesariamente esa «opción de libertad» como tentación y como solución. Trágico no es, pues, ese monstruoso infanticidio final sino las intrincadas relaciones, con sus nudos y reverberos, que lo han precedido y que han llevado hasta él. De hecho ese crimen pone fin de algún modo a la tragedia para inaugurar el plano sin distancias ni perspectivas que, según la caracterización de Aristóteles, llamamos «horror»: tras la muerte de un niño, el dolor es tan próximo y absoluto que detiene el curso del tiempo. Y de toda acción posterior. Con el asesinato de un niño -deberían aprenderlo de una vez los medios de comunicación- no se puede hacer «una tragedia».
La figura de Medea permite, de cualquier forma, dos lecturas feministas. La primera, muy evidente, atañe al modo en que, a través de su avatar, reconocemos los peligros de la dependencia femenina respecto de los hombres. Pese a su inteligencia, su sabiduría y su carácter, Medea acaba sacrificando en el altar de su «dependencia patriarcal» a aquellos que, a su vez, dependen de ella para vivir: sus propios hijos, cuyo valor absoluto queda relativizado en el seno de una servidumbre ciega. Medea, que es sabia, fuerte y temible, sucumbe al destino de la mujer incluso a contrapelo de su destino como madre: es hasta tal punto solo un apéndice de Jasón que ni siquiera es capaz de defender la mínima independencia de su maternidad. Esa «mínima independencia» es la que ilumina, por contraste, la operación furtiva del bíblico Abraham, quien -dice el Génesis- se «levantó muy temprano» para llevarse en silencio a Isaac al bosque. ¿Por qué se levantó tan temprano y salió de casa de puntillas? Porque sabe que, de estar despierta Sara, ésta habría impedido el sacrificio de su hijo; se habría enfrentado al mismísimo Dios para proteger su vida. Digamos que «lo normal» en la historia de la humanidad -y por eso es tan interesante la obra de Eurípides- es que las mujeres sean Saras y no Medeas. Lo normal también es que los asesinos de niños no sean Medeas sino Abrahames.
La segunda lectura feminista, más ambigua, implica alejarse un poco del amor. Medea, en efecto, «se rebela contra la maternidad» para reivindicar -ella, que es fuerte, sabia y poderosa- los mismos derechos que detentan los hombres. El monólogo antes citado, en el que la exaltada hechicera reflexiona sobre la trabajosa condición femenina, acaba con estas palabras: «Dicen que vivimos en la casa una vida exenta de peligros mientras ellos luchan con la lanza». Medea se subleva irritadísima: «¡Necios! Preferiría tres veces estar a pie firme con un escudo que dar a luz una sola vez». Medea odia a Jasón porque no puede ser como él. Porque quiere ser como él. Este deseo de igualdad ilumina una vertiente penumbrosa, pues de pronto descubrimos en sus acucias de venganza, más allá de la tóxica dependencia amorosa, un impulso muy masculino. En medio de sus dolorosísimas vacilaciones, cuando parece inclinarse a abandonar sus planes de infanticidio, transida de amor maternal, se corrige de pronto a sí misma con ferocidad disciplinada: «Pero, ¿qué es lo que me pasa? ¿Es que deseo ser el hazmerreír, dejando sin castigar a mis enemigos?».
Así que no es la pasión despechada la que se impone en el corazón de Medea sino el punto de honor, la necesidad de reivindicar su dignidad social dañada en público: su prestigio, su reputación, su valor varonil. Medea -digamos- mata a sus hijos no porque les anteponga su amor por Jasón sino porque quiere ser Jasón. No se debate entre matar o no matar a sus niños -entre dos amores encontrados- sino entre ser una mujer o un hombre, según los parámetros de género de la época: entre tener o ser amo, entre la casa o la guerra, entre la abnegación y el egoísmo. Entre -si se quiere- Sara y Abraham. La nodriza, esclava muy afecta a la familia, plebeya perspicaz, columbra enseguida, detrás de la furia medeana, este peligro de una nefasta asimilación de género. Medea, separada de Jasón por su sexo, es ya su semejante en términos de clase y de temperamento; y es esta semejanza la que los masculiniza a los dos por igual, imponiendo un intercambio homogéneo de crueldades.
Casi en el arranque de la obra, a partir del verso 115, la nodriza, angustiada por el destino de los dos niños a su cuidado, dice así: «Terribles son las decisiones de los soberanos; acostumbrados a obedecer poco y mandar mucho, difícilmente cambian los impulsos de su carácter». Los excesos, dice a continuación, son propios de los más poderosos y atraen las calamidades sobre las familias. Por eso «lo mejor», añade, «es acostumbrarse a vivir en la igualdad», que es la fuente de la «moderación», «la palabra más hermosa de pronunciar». La nodriza, por tanto, ve a Medea ofuscada por su rivalidad masculina con Jasón, rivalidad que le hace olvidar el amor por el propio Jasón y, aún peor, por sus propios hijos. Medea, en definitiva, por su desigualdad de género, por su igualdad de clase, tiene que ser aún más «excesiva» que los hombres que la rodean.
Como quiera que sea, lo que me interesa destacar aquí es la diferencia entre «crimen» y «tragedia». Un crimen se puede cometer sin sufrimiento, por cálculo o interés, como para apartar un estorbo del camino de nuestras ambiciones. Pensemos en el criminal Yago del Otelo de Shakespeare o, sobre todo, en su Ricardo III. En cambio la tragedia, que puede producir, y muy a menudo produce, horrendos crímenes, los produce siempre como consecuencia de un marco de sufrimiento complejo y ramificado que cubre tanto a las víctimas como a los victimarios. Medea es un personaje trágico, y no simplemente delictivo, porque no puede salir indemne, ni moral ni afectivamente, del asesinato que ella misma comete.
A todos nos resulta muy fácil reconocer, por debajo de la misoginia griega, el inmenso dolor de Medea. Medea quiere a sus hijos y sufre. Por eso es una tragedia además de un crimen. Ahora bien, la pregunta más peligrosa y más necesaria es ésta que formulo a continuación: un marido machista y asesino, ¿sufre también? Cuando mata, ¿tenemos una tragedia o solo un crimen? Aún más: el machismo y el patriarcado, ¿son una tragedia o una larga, monótona, aberrante sucesión de crímenes, mayores y menores, cometidos por hijos de puta sin entrañas?
Si respondemos que los maridos asesinos no sufren, todo el asunto es sencillísimo: trataremos el machismo como un hecho delictivo que habrá que perseguir penalmente incluso antes de que cometa sus crímenes; y para cuyos crímenes ignominiosos, desprovistos de alma, inhumanos y monstruosos, propios de la masculinidad en general, habrá que reclamar las penas más severas.
Si respondemos, en cambio, que los maridos asesinos sí sufren, como las raras Medeas asesinas, habrá que reflexionar un momento, antes de seguir, sobre el concepto de «sufrimiento». Cuando pensamos en el sufrimiento, enseguida nos representamos una víctima; y cuando nos representamos una víctima inmediatamente la asociamos a la inocencia y a la justicia. El sufrimiento -imaginamos- nos vuelve puros, nobles o, por lo menos, artistas. Se nos olvida, sin embargo, que hay también sufrimientos cuya intensidad abismal -digna en sí misma de compasión- es indisociable de la injusticia. Hay -quiero decir- sufrimiento injustos, sufrimientos asesinos, sufrimientos que introducen injusticia y, por lo tanto, mucho dolor en el mundo: sufrimientos que producen víctimas, sufrimientos que asesinan.
Pensemos, por ejemplo, en los padres católicos -la norma estadística hasta hace pocos años- que sufren hasta el delirio tras descubrir la homosexualidad de su hijo y que, a fuerza de sufrir, le arruinan la vida. O pensemos en el hombre celoso al que hace sufrir desesperadamente la independencia de su mujer o su ex-mujer y que, a fuerza de sufrir sin medida, acaba recurriendo a la violencia contra ella y/o contra sus hijos. Digamos la verdad: son muchos los hombres que no viven trágicamente la separación e independencia afectiva de sus parejas; y muchos los que la viven trágicamente -al igual que tantas mujeres- sin matar a nadie. ¿Qué hacemos, sin embargo, con los que la viven de un modo hasta tal punto trágico que matan, como Medea, a sus «rivales» o incluso a sus hijos? ¿Negar su sufrimiento? Más allá de uno u otro caso particular, si buscamos un principio de explicación y de intervención, me parece preferible no hacerlo.
Aunque nos conviene quizás ponernos en el pellejo de los peores criminales -para defendernos mejor, cuando venga a buscarnos, del que todos llevamos dentro-, no estoy pidiendo «empatía» con los maridos asesinos y mucho menos tolerancia jurídica hacia ellos: es sin duda un progreso que el sufrimiento de los celos, por ejemplo, haya dejado de ser un atenuante penal para convertirse en un agravante de género. Pero hay que tener cuidado con no olvidar los sentimientos de los machistas, pues forman parte de la trama que aspiramos a desenredar o, por lo menos, a debilitar; y porque, aún más, son los sentimientos, y no los cálculos o los intereses, los que -en este caso- hieren o matan. Otro nombre de «tragedia» es «estructura».
Los que pensamos que el machismo es una «estructura», deberíamos evitar la tentación de creer que, en su condición de tal, el machismo genera dos mitades irreconciliables, una humana y otra inhumana: genera sufrimiento humano de dos clases no asimilables, uno que llamamos «víctima» y otro que llamamos «victimario» (y también, para complicar las cosas, deseos y placeres a los que muchas mujeres -y no sólo muchos hombres- no quieren renunciar). Que se trate de una «estructura» y, además, de una «estructura trágica», quiere decir dos cosas: la primera que, siendo «estructura», no puede ser vencida mediante el código penal, el cual solo se ocupa y solo debe ocuparse, si quiere seguir siendo democrático, de las responsabilidades individuales, examinando cuidadosamente cada caso; la segunda que, siendo trágica, hace sufrir también al asesino.
Creo que aprendemos más e intervenimos mejor aceptando este principio. Si es el sufrimiento el que mata, si -valga decir- detrás de ciertos crímenes hay una tragedia, y no interés, cálculo o maldad esencial, la única manera de desactivarla -la estructura trágica- es desactivando el sufrimiento de los criminales. Es curioso que desde la izquierda aceptemos mejor este principio cuando se trata de «condiciones materiales» que cuando se trata de «condiciones patriarcales», salvo para justificar, como legítimas respuestas automáticas, privadas de libertad, a las rarísimas Medeas, algunas muy recientes, que nos ofrece la Historia.
El feminismo, si quiere desactivar la estructura, debe ocuparse del sufrimiento de los machistas como el anti-racismo debe ocuparse de los prejuicios de los racistas. Sin olvidar que nunca, ni siquiera en el mejor mundo posible, podremos salvar a todos los niños ni evitar que las mujeres se enamoren a veces del hombre equivocado. Porque olvidar este límite «natural» de la perfectibilidad humana nos ha llevado siempre, desde la derecha o desde la izquierda, contra el terrorismo o contra la violencia de género, a confundir «crimen» y «tragedia» y pensar que podemos anticiparnos al delito, garantizando la total liberación del sufrimiento de las víctimas, con más leyes, más policías, más punitivismo, menos libertades, menos debates, menos vínculos afectivos.
Fuente: https://blogs.publico.es/otrasmiradas/49989/crimen-y-tragedia/