La derecha judicial sabe bien que la justicia es independiente, pero no neutral. Lo sabe tan bien que está dispuesta a reventar lo que haga falta para no perder esa posición de control ideológico de toda la sociedad.
Nunca hemos estado tan cerca de la crisis institucional como estos días. Nunca, desde la recuperación de la democracia, el sistema político constitucional ha estado tan a punto de colapsar como ahora.
La separación de poderes establecida en la Constitución de 1978, las competencias de los órganos constitucionales, su propia integridad y hasta la legitimidad democrática del Estado han sido puestas en entredicho.
En especial, los partidos llamados constitucionalistas han lanzado el mensaje de que la Constitución y el Estado de Derecho son realidades débiles que no nos garantizan un mínimo de seguridad jurídica a la ciudadanía y pueden ceder ante cualquier interés político cortoplacista. En un intento desesperado de desgastar al Gobierno y de mantener su control ilegítimo sobre los poderes jurisdiccionales del Estado, han empujado a un Tribunal Constitucional llamativamente ilegítimo a suprimir la autonomía parlamentaria y desconocer el mandato democrático de los ciudadanos.
Ciertamente, la excusa se la ha proporcionado el Gobierno, que ha hecho gala de una inexplicable torpeza parlamentaria. Tras idear una manera legítima y constitucional de forzar la inmediata renovación de un Tribunal Constitucional que empieza a acumular meses de retraso, se presentó en el Parlamento por la vía equivocada. En su afán por acelerar al máximo el proceso, esa reforma del sistema de renovación no se tramitó como una proposición de ley autónoma, sino como una enmienda a la reforma de la sedición y la malversación en el Código Penal que tanto dio que hablar hace unos días.
Aunque en la práctica constitucional se hace a veces, se trata de un error grave, porque la jurisprudencia constitucional viene afirmando desde 2011 que cuando se presenta una enmienda a una ley que carece de “conexión de homogeneidad” con el asunto de la misma, se lesionan derechos de los diputados. En concreto, al introducir un tema nuevo después de la toma en consideración se les impide debatirlo con plenitud. Eso es así, y posiblemente la tramitación con forma de enmienda –que solo le ha ahorrado unos pocos días al Gobierno– haya lesionado derechos de los diputados del PP.
Por eso, legítimamente, han presentado un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional. Hasta aquí, nada que objetar. El Tribunal, cuando corresponda, deberá examinar el recurso y decidir si efectivamente se lesionaron estos derechos. Sin embargo, en vez de actuar así –que es lo que establecen la Constitución y su ley reguladora–, el Partido Popular ha empujado al Tribunal Constitucional a saltarse todas las normas y usar ese recurso como una excusa para atacar directamente a la separación de poderes y a la democracia misma.
Y ha estado a punto de conseguirlo. En gran medida porque últimamente los partidos políticos no nombran magistrados independientes para el Tribunal Constitucional, sino soldados obedientes. Los magistrados-soldado del PP se han liado la manta a la cabeza y han intentado nada menos que arrebatarle al Parlamento, sede de la soberanía nacional, su competencia esencial, que es la de redactar las leyes.
El Tribunal Constitucional es la única instancia que tiene poder para anular una ley, pero debe hacerlo siguiendo un procedimiento y, sobre todo, una vez que la ley ya está terminada. Del mismo modo, tiene competencias para amparar derechos fundamentales de los diputados, pero sólo puede hacerlo después de que les hayan sido efectivamente lesionados. Estas cautelas evitan que el Tribunal Constitucional, en vez de actuar como el árbitro de los poderes, se convierta él mismo en un poder político ilegítimo que destroce todo el edificio constitucional.
Pese a ello, el PP ha dado la orden a sus hombres en el Tribunal Constitucional para que se salten todo esto y, sin tener competencia para ello, prohíban al Congreso de los Diputados tramitar una ley en proceso de discusión. Y lo han intentado.
El intento, además, lo ha protagonizado un Tribunal Constitucional con la peor composición posible. Cuatro de los magistrados tienen el mandato caducado. Para dos de ellos incluso hay sustituto nombrado, aunque el presidente García Trevijano –uno de los sustituidos– se ha negado a permitir que su reemplazo tome posesión del cargo. Por si fuera poco, la ley que han intentado paralizar se refiere precisamente a su propio reemplazo y, aún siendo partes interesadas, se han negado a abstenerse en la decisión.
El panorama que se presentaba es el de cuatro magistrados del Tribunal Constitucional con el mandato caducado intentando impedir que el Parlamento apruebe una ley que obliga a que sean sustituidos. Es decir, que estos señores han estado a punto de saltarse la Constitución para agarrarse a sus sillones e impedir su sustitución incluso varios meses después de finalizado su mandato. Una aberración jurídica que habría sentenciado definitivamente la Constitución, convertida en papel mojado cada vez que tácticamente le interese a los partidos de la derecha y sus magistrados-soldado.
Afortunadamente, el resto de magistrados ha frenado la jugada. Al aplazar la decisión hasta después de que la proposición de ley saliera del Congreso, han hecho imposible la violación de la distribución de poderes: una vez que la ley entre en el Senado para su discusión ya no hay ningún derecho parlamentario que se les pueda lesionar a los diputados recurrentes y su petición de medidas cautelares habrá perdido objeto. Después, el Tribunal se verá obligado a seguir el procedimiento que le marca la ley y resolver el recurso –posiblemente dándole la razón a los populares– en tiempo y forma mediante una sentencia sobre el fondo.
Aunque pase esta crisis, la situación no es nada buena y nada impide que veamos otras similares próximamente. El empeño del Partido Popular en seguir controlando instituciones como el CGPJ y el Tribunal Constitucional, incluso años después de que la Constitución obligara a renovarlos, es un desafío frontal al Estado de Derecho. Cuentan sin embargo con el apoyo de gran parte de la judicatura española, convertida en un agente involucionista que jalea el incumplimiento de la ley. Muchos de nuestros jueces y juristas conservadores fingen sentirse sorprendidos al haber descubierto –después de cuarenta y cuatro años– que en nuestro sistema estos órganos son elegidos por el Parlamento. La elección parlamentaria no debería ser un obstáculo para que vocales y magistrados ejerzan sus tareas con total independencia, pero sí determina que los jueces del Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo en España se elijan teniendo en cuenta, entre otras cosas, su posición ideológica. No partidista, pero sí ideológica.
La derecha judicial sabe bien que la justicia es independiente, pero no neutral. El sesgo ideológico es inevitable a la hora de interpretar la Constitución y las leyes y, en última instancia, determina la aplicación real de nuestras normas. Lo saben tan bien que están dispuestos a reventar la Constitución o lo que haga falta para no perder esa posición de control ideológico de toda la sociedad. Los partidos políticos hace tiempo que veían a los órganos constitucionales como un juguete que, si no está en sus manos, no les importa romper. La novedad ahora es que magistrados de distintos niveles están dispuestos a ayudarlos en esa tarea. El camino hacia la crisis de sistema parece inevitable. La Constitución se va al carajo y los que menos la respetan son los constitucionalistas, al tiempo que los que deberían proteger el Estado de derecho son los que más se cagan en él.
Joaquín Urías es profesor de Derecho Constitucional. Exletrado del Tribunal Constitucional.