El sistema capitalista nació mal, producto de injusticias, sangre y robo. Así sigue hasta ahora, sin importar las banderas bajo las que se esconda. Su signo es la muerte y así lo llevará hasta el fin de sus días. (Subcomandante Insurgente Moisés, 2025)
El 28 de abril de 2025, un apagón masivo dejó sin electricidad a millones de personas en la península ibérica. Si bien las causas técnicas inmediatas se atribuyeron a un exceso de producción fotovoltaica combinado con fallas en los estabilizadores de red, el evento dejó ver algo mucho más profundo: una señal de alerta sobre el porvenir energético del mundo. Este apagón no sólo interrumpió el suministro de electricidad, sino que encendió luces sobre las múltiples inestabilidades, dependencias y exclusiones que acompañan a la mal llamada transición energética. Lejos de ser una solución estructural a la crisis climática y civilizatoria, la transición energética dominante reproduce —y en algunos casos intensifica— las lógicas extractivistas, coloniales y capitalistas que la originaron.
El problema no radica únicamente en la privatización de la infraestructura energética ni en la incapacidad de las llamadas energías renovables para sostener el ritmo voraz de la modernidad industrial. Lo que el apagón dejó entrever es la brutal materialidad que implica sostener el modo imperial de vida. En los países del Norte global, esto se traduce en una reconfiguración territorial acelerada, ocupando espacios previamente despojados para instalar megaproyectos solares y eólicos, así como el avance a minar los llamados minerales críticos como el litio, cobalto, cobre y níquel entre otros. En los países del Sur, como bien señalan Miriam Lang y colegas, la transición se impone como una nueva oleada de extractivismo: nuestros territorios son presentados como reservorios de minerales críticos, sumideros de carbono para compensar las emisiones del Norte, basureros tóxicos para sus residuos tecnológicos y, al mismo tiempo, mercados emergentes para la venta de tecnología limpia o baja en emisiones que poco tiene de renovable cuando se analiza su cadena de producción y sus efectos socioecológicos en diversos territorios.
En su reciente libro Más y más y más. Una historia de energía que todo lo consume, Jean-Baptiste Fressoz profundiza esta crítica al desmontar una de las grandes ficciones del presente: no hay tal cosa y no ha habido algo a lo que le pudiéramos llamar una transición energética. De hecho, incluso el término adición energética se queda corto frente a la realidad material de un sistema que opera por acumulación y no por sustitución a través de lo que Fressoz denomina como “un incremento simbiótico de todas las fuentes de energía”. Cada nueva fuente energética —sean los paneles solares o el hidrógeno verde— no viene a reemplazar a las anteriores, sino a sumarse a un entramado que sigue requiriendo carbón, gas y petróleo. De ahí que los intentos de reemplazo 1:1 de energías fósiles por energías llamadas renovables chocan con límites técnicos, materiales y políticos, como se hizo evidente en el reciente apagón ibérico.
Esta constatación exige una reflexión profunda sobre el marco mismo desde el cual estamos imaginando esta supuesta transición energética. No basta con apuntar hacia el colapso o al agotamiento de recursos: lo que está en juego es la dirección hacia la cual se reconfigura el capitalismo ante sus propias crisis. Y lo que se vislumbra no es su desaparición, sino su metamorfosis hacia formas más violentas, autoritarias y autófagas. En lugar de ceder, el sistema se reinventa, intensificando sus dinámicas de despojo, control y precarización. Esto obliga a repensar la energía —y la vida— desde claves radicalmente distintas.
Frente a esta encrucijada, en el libro Navegar el colapso: una guía para enfrentar la crisis civilizatoria y las falsas soluciones al cambio climático, Pablo Montaño y yo proponemos el concepto de transmodernidad prefigurativa. Aunque de apariencia compleja, su planteamiento es sencillo: transformar implica romper con la visión hegemónica del cambio como progreso lineal y tecnocrático, y comenzar a actuar desde el presente, enraizados en experiencias que ya hoy anticipan otros mundos posibles. No se trata de esperar una alternativa global que reemplace al sistema actual, sino de multiplicar las grietas en las que germinan formas de vida autónomas, relacionales y comunitarias. Esta apuesta no busca reformar el capitalismo, el Estado o el desarrollo, sino desbordarlos mediante prácticas vivas que encarnan otros horizontes de sentido, habitados desde el ahora.
Falsas soluciones y nuevos gatopardismos

La narrativa dominante frente a la crisis climática insiste en que todavía es posible una transición ordenada hacia energías renovables o limpias sin alterar los pilares del sistema capitalista. Bajo esta premisa, se despliega un discurso excesivamente tecno-optimista que apuesta por la simple sustitución tecnológica: basta con reemplazar las fuentes fósiles por otras renovables y esperar que la innovación haga el resto. Incluso el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) ha incorporado en sus modelos tecnologías de emisiones negativas —como la captura y almacenamiento de carbono o la gestión de la radiación solar— que aún no existen a escala ni costo viable. Su inclusión se justifica, paradójicamente, con el argumento de que eventualmente, gracias al ingenio humano, serán factibles. Este giro especulativo revela no sólo una fe ciega en el progreso técnico, sino también una peligrosa negación del presente material y político.
A la par de esta postura, emergen otras propuestas que, si bien se distancian del neoliberalismo, comparten una matriz productivista y moderna. Tal es el caso de Andreas Malm, quien ha ganado notoriedad por sus críticas al colapso climático y por su llamado a una respuesta estatal centralizada. Para Malm, aunque existen problemas en la geoingeniería per se, plantea la posibilidad de que esta pueda ser gestionada por el Estado mediante una planificación pública a gran escala. Sin embargo, tanto el tecno-optimismo liberal como el tecno-estatismo de izquierda comparten una misma falla de origen: suponen que es posible reorganizar el metabolismo energético del planeta sin alterar radicalmente sus estructuras coloniales (en el caso del tecno-optimismo capitalista lo mismo sucede con las relaciones de poder y acumulación).
Ambos enfoques ignoran que una transición real requiere mucho más que sustituir fuentes de energía. Implica, como mínimo, una reducción selectiva y estructural de las emisiones en sectores clave, una redistribución radical del acceso orientado hacia la suficiencia y no la eficiencia y, tal vez lo más importante, una ruptura explícita con el mito del progreso y el desarrollo. Esta propuesta que sería la base del Decrecimiento, tendría que romper con la idea de que el Sur Global debe seguir los pasos del Norte y reconocer otras formas de ser y estar en el mundo para definir que implica una buena vida y con qué condiciones energéticas, así como reconocer los impactos históricos a través de la deuda ecológica o climática que presentarían una reconfiguración geopolítica a nivel global que rompa con los actuales patrones de apropiación desigual. Como han documentado diversos estudios, el Sur sigue siendo pieza clave en la arquitectura global de despojo: tan sólo en términos económicos, su contribución al enriquecimiento del Norte se estima en más de 10 mil millones de dólares anuales.
Este patrón de apropiación se vuelve especialmente evidente en el caso de las llamadas energías renovables. Conviene afirmar con claridad: no existe energía renovable en el capitalismo. Aunque los flujos que se aprovechan —el viento, el sol— puedan ser renovables en sentido físico, toda la infraestructura necesaria para capturarlos, transformarlos y distribuirlos está anclada en una cadena de valor intensamente dependiente de combustibles fósiles, desde la minería de materiales críticos hasta el ensamblaje, transporte, mantenimiento y desecho de los equipos. Lejos de significar una salida del régimen fósil, la transición energética dominante representa una fase de intensificación: demanda más fósiles para producir renovables y refuerza la lógica del crecimiento. Los nuevos patrones de sitios que reconocen potencial para generar energía renovable reproducen las mismas lógicas coloniales que borran paisajes y poblaciones humanas o no humanas del mapa. Siguen el principio de alienación o enajenación que describe tan bien Anna Tsing: la posibilidad de separar una característica del contexto en el que se produjo. Así los desiertos del norte de África están vacíos o mal aprovechados por todo su potencial de generación, como sucede en tantas otras zonas hoy a nivel global.
Esta paradoja se acentúa cuando observamos el rumbo actual de la llamada descarbonización. Como advierte Breno Bringel, estamos presenciando la forma en la que el llamado “consenso de la descarbonización” se presenta como una simple continuación del capitalismo fósil, que en lugar de desmantelar estas infraestructuras, busca ganar tiempo, incrementando las oportunidades de acumulación por despojo. Desde esta perspectiva, lo que estamos viviendo no es una transición energética, sino una transacción energética, como la han denominado en Cantabria, España: un reacomodo geopolítico a escala global que busca mantener el mismo modelo de desarrollo industrial bajo un velo verde cada vez más delgado.
Este reacomodo incluye, además, el resurgimiento del lobby nuclear —tanto en el Norte como en el Sur global— y una avalancha de falsas soluciones que van desde el hidrógeno verde hasta la electrificación del transporte mediante vehículos privados. Todas estas propuestas comparten una misma lógica que sanitiza el discurso de la modernización como si ésta pudiese existir sin roces o fricciones. Esta ilusión, que recuerda al gatopardismo —cambiar todo para que nada cambie— se inscribe en lo que Erik Swyngedouw denomina la “despolitización del consenso climático”. En este marco, la política se sustituye por la gestión, y el conflicto estructural por una narrativa tecnocrática de administración del carbono. Pero esta despolitización no es inocua. Alimenta, por un lado, la proliferación de discursos autoritarios, nacionalistas y xenófobos que simplifican las causas del colapso en chivos expiatorios: ya sea el exceso de CO2 o la migración, las culturas foráneas o el supuesto desorden global. Mientras que por el otro, se inscriben en un fenómeno de creciente militarización como forma de proteger y garantizar el extractivismo conducido por las fuerzas del Estado. Dicho de forma más sucinta: estamos ante una transacción energética color verde oliva en donde la crisis climática se convierte en un terreno fértil para políticas inmunológicas que, a través del militarismo y su creciente difuminación con el crimen organizado, se reafirman fronteras, identidades y jerarquías, sientan las bases de una lógica de avance irremediable de la extracción del fósiles securizando los altos potenciales de generación renovable a través de la proliferación de zonas de sacrificio.
La transmodernidad prefigurativa como horizonte de lo posible
Una de las tesis centrales de Navegar el colapso es que la crisis actual no puede enfrentarse con las herramientas de la modernidad. Ni el Estado, ni la democracia representativa, ni las promesas del desarrollo ofrecen salidas duraderas. Estamos ante un claro fin del liberalismo y su propuesta democrática inclusiva. El Estado moderno es inseparable del capitalismo: necesita del crecimiento económico continuo para sostener su legitimidad, reproduce estructuras patriarcales y coloniales, y administra el orden extractivo bajo el lenguaje de la seguridad nacional o el interés público. Incluso los gobiernos llamados progresistas en América Latina han profundizado históricamente el extractivismo en nombre del desarrollo, exacerbando las desigualdades, sustituyendo una elite neoliberal por otra que termina por reafirmar la división internacional del trabajo y profundizando el extractivismo. Como han mostrado autores como Decio Machado y Raúl Zibechi, estos proyectos terminan reproduciendo el mismo imaginario colonial del desarrollo. En lugar de cuestionar el pacto fundacional entre Estado, capital y modernidad, estas izquierdas estado- y eurocéntricas se han limitado a reorientarlo, sin alterar su lógica ni sus medios, desarticulando y cooptando resistencias que emergen desde los abajos.
La pregunta, entonces, ya no puede ser cómo reformar el Estado, sino cómo enfrentar su complicidad estructural con la crisis civilizatoria. Desde esta perspectiva, cualquier proyecto emancipador debe asumir que el Estado-nación, no es un vehículo neutral que puede ser recuperado o disputado sino un obstáculo que debe ser superado estratégica y colectivamente. De ahí que Navegar el colapso proponga un giro radical en la forma de imaginar el cambio: actuar no desde la utopía —ese “no-lugar” aplazado al futuro—, sino desde la eutopía, un “buen-lugar” que se construye aquí y ahora. A través de lo que se ha nombrado como un internacionalismo crítico desde los abajos, proponemos una forma alternativa de aproximarse a la transformación como una ruptura que deja de pensar en los arribas —lo abstracto— para enfocarse en los abajos, en la posibilidad de defender, reconstruir o construir entramados comunitarios, desde donde se presentan alternativas de lo posible.
Esta propuesta se enraíza en la crítica a los fundamentos mismos de la modernidad capitalista: la separación entre sociedad y naturaleza, la idea de un progreso lineal y teleológico, y la imposición de un universalismo estrecho basado en la experiencia occidental. Frente a esto, la transmodernidad, en el sentido propuesto por Enrique Dussel, no busca eliminar o suplantar al pensamiento moderno, sino provincializarlo: desplazarlo del centro para abrir un diálogo desde los márgenes, sin olvidar o encubrir las violencias estructurales que lo han sostenido. Por otro lado, una política prefigurativa no implica una retirada del mundo, sino una intervención radical en la imaginación. Supone dejar de mirar al Estado como el único horizonte de transformación, abandonar el fetiche del desarrollo y cultivar un lenguaje capaz de nombrar lo que la modernidad ha invisibilizado: el cuidado, la escucha, la comunidad, la reciprocidad, la tierra. Reconoce que todo proceso político es conflictivo e incompleto, pero insiste en que no hay que esperar a que cambie la ley ni a que llegue el partido correcto al poder. El cambio se construye desde abajo, en red, en los márgenes, en las resistencias que no buscan ocupar el poder, sino desbordarlo.
La transmodernidad prefigurativa que proponemos articula saberes, prácticas y realidades que han sido sistemáticamente negadas por el colonialismo del cual depende aún la modernidad capitalista. A diferencia del paradigma tecnocrático que sigue prometiendo futuros sostenibles basados en más innovación, esta perspectiva se orienta hacia la regeneración de lo común, la cooperación, la relacionalidad y la autonomía. No se trata de retornar a un pasado idealizado ni de romantizar lo comunitario, sino de reconocer que en las grietas del presente ya germinan formas vivas de otro mundo.
Así, leer el reciente apagón en la península ibérica como una pequeña premonición del futuro no implica rendirse ante un apocalipsis inevitable —aunque series como El Eternauta, que curiosamente se estrenó pocos días después del corte eléctrico, resuenen inquietantemente con este clima de época—. El desafío es no caer en el nihilismo paralizante que se extiende, no sin razón, entre generaciones jóvenes. El apagón, más que un evento aislado, ilumina el camino por el que avanza el capitalismo, el cual, como advierte Margara Millán, su destino final podría muy bien ser Gaza. Tal vez, como proponen Tatiana Roa Avendaño y Eliana Carolina Carrillo Rodríguez, la única fuente verdaderamente renovable que no figura en las estadísticas ni en los planes de transición es la energía de los pueblos y comunidades que resisten. Es esta energía la que hace falta ver, escuchar y sentir para reforestar la imaginación política en donde los horizontes están fijamente apuntando hacia las mismas estructuras que nos han desembocado en esta forma de capitalismo caníbal.
Carlos Tornel. Escritor, investigador, traductor y activista. Es doctor en Geografía Humana por la Universidad de Durham (Reino Unido). Su trabajo se ha centrado en la politización de la crisis climática, la descolonización de la justicia energética. Es miembro del Tejido Global de Alternativas y el Pacto Ecosocial e Intercultural del Sur.