¿Gestión del desastre o búsqueda de autonomía?
La iglesia capitalista, con sus sacramentos del crecimiento ilimitado, extractivismo, productivismo, y consumo compulsivo, ha logrado en unas pocas décadas, desde la gran aceleración de los años 50 del siglo pasado, esquilmar y agotar ingentes cantidades de recursos, tanto de especies biológicas como de combustibles fósiles y materiales geológicos que se formaron en la Tierra durante millones de años. En la actualidad explotamos el equivalente a 1,6 Tierras para mantener nuestro actual modo de consumo (la extracción de recursos se ha triplicado desde 1970) y seguimos incrementándolo. Como resultado, globalmente cada año quemamos más hidrocarburos fósiles —aumentando las emisiones— para obtener menor energía neta por la cantidad de ella que ya se deriva a su exploración, extracción, refinado o transporte. Pero en occidente externalizamos la mitad, haciéndonos trampas al solitario en la contabilidad de dichas emisiones. Hemos inaugurado una nueva época de expansión con la suma energética (que no sustitución) de las mal llamadas «renovables» (la mayoría Renovables Eléctricas Industriales que prorrogan e incrementan el monopolio de los grandes grupos energéticos). Así, las guerras por unos recursos cada vez menos accesibles se multiplican. Todo ello supone una nueva huida hacia delante encaminada a alimentar una nueva fase de acumulación de capital, esta vez verde, enmascarada bajo el mantra de una supuesta transición energética. La falacia es perfectamente entendible, incluso para un menor de edad: el crecimiento infinito es imposible, y el capitalismo nos lanza al precipicio. Toda actividad vital consta de dos movimientos, como las mareas, corrientes que suben y corrientes que bajan, la respiración: inspiración y espiración. Si siempre inspirásemos explotaríamos y si siempre espirásemos nos ahogaríamos. La evolución de las sociedades es similar.
Sociedades más ineficientes
La situación de crecimiento exponencial que vivimos después de la Segunda Guerra Mundial fue posible gracias a la adición del petróleo crudo de calidad, combustible con alta densidad energética que permitió el «oasis/lapsus histórico» del crecimiento exponencial temporal. Sus tasas de retorno energético o TRE (una medida compleja y difícil de acotar para la relación entre la energía obtenida y la energía invertida para obtenerla) han caído desde unos 100:1 antes de 1940 hasta alrededor de 8:1 en la actualidad, mientras que las de las mal llamadas «energías renovables» se situarían alrededor de 3:1 para la fotovoltaica y 4:1 para la eólica, insuficientes para mantener ese mismo modo de hiperconsumo de una sociedad termoindustrial como la que nos abandona. Aparte, la puesta en marcha de estas «falsas renovables» consume ingentes cantidades de materiales geológicos, artificiales y energías fósiles de ya bastante baja calidad para finalmente producir electricidad, lo que actualmente solo supone un 20 % de nuestro consumo y se encuentra en constante declive desde 2008 en la UE. Así que no van a poder sustituir y seguir apuntalando, por lo menos a corto plazo y al 100%, al actual modelo de sociedad termoindustrial en la que los sectores más dinámicos, nacidos a la luz de aquel oasis o anomalía histórica, languidecen.
Dado, por tanto, que el diésel/queroseno en declive sigue siendo la sangre del capitalismo, indispensable para el funcionamiento del transporte de largo recorrido, aviación, maquinaria pesada, sector agrícola, minería, grupos electrógenos en zonas sin conexión eléctrica, etc., con una producción y refinado cada vez menor y más costosa en términos energéticos (TRE), en unos años tendremos aquí un racionamiento directo o vía precios más intenso que el actual, como ya se está aplicando en muchos países del Sur Global y que ya no pueden competir con nosotros para obtenerlo. Y no hay energía ni vector energético ni milagro que pueda sustituirlo. Con 22 millones de turismos y unos 2,5 millones de vehículos comerciales ligeros (menos de 3.500 kg) en España, este parque supone casi un tercio del consumo total de la energía primaria y su declive es innegociable.
En esta tesitura, más allá de promesas tecno-optimistas, ya sean de hidrógeno verde, nucleares de bolsillo, fotovoltaicas en satélites, geoingeniería en los océanos, etc., que en el mejor de los casos no estarán aplicables en las próximas décadas, hemos de asumir que, si queremos seguir igual, ya no es posible descarbonizarlo todo, la electrificación de la mayor parte de nuestro modo de vida se ha quedado en un cuento de hadas. Hemos de reconocer que una vez llegada la era del fin de la energía barata, nos vemos abocados a un descenso continuado del acceso a recursos energéticos, minerales, agua, alimentos, etc. En definitiva, de todo aquello que durante las últimas seis décadas nos hemos acostumbrado a disponer con el simple gesto de apretar un botón, o simplemente desearlo. Descenso paralelo de las TRE que van a condicionar desde las comodidades de nuestro modo de vida imperial hasta, por ejemplo, los sistemas sanitarios que una sociedad puede mantener.
El control de la situación: individualismo y violencia o cooperación
Ante esta situación, los aparatos estatales con sus grupos satélites (desde el ecologismo institucional, hasta los sindicatos mayoritarios pasando por todo tipo de asociaciones convenientemente sobornadas) han abrazado con fervor tanto el Nuevo Pacto Verde (New Green Deal) y el consiguiente despliegue en la España Vacilada de todo tipo de infraestructuras industriales (esenciales para reactivar la fase de acumulación, ahora con la etiqueta verde), como las promesas tecno-optimistas que ofrecen la salvación (seguir consumiendo y despilfarrando recursos prácticamente igual que hasta ahora). Y todo ello para intentar dar continuidad sin éxito a seguir disfrutando —a costa del sufrimiento, esclavización y sometimiento del Sur Global que ya vive entre nosotros— del modo de vida expansivo en el que la mayoría aún estamos inmersos.
En paralelo ya hay síntomas que demuestran que hemos traspasado suficientes limites planetarios como para poner en riesgo nuestra supervivencia como especie. Uno de ellos es el de las «nuevas entidades», de forma que hemos inaugurado la época del Plasticoceno y la impregnación de sus químicos asociados y los micro y nanoplásticos en todos los órganos del cuerpo e incluso garantizando su traspaso a los que aún no han nacido. Este tipo de investigación científica acarrea grandes problemas con soluciones radicales si queremos garantizar nuestra existencia. Si no es secuestrada por los grandes grupos empresariales (lo cual hoy día es difícil) es imprescindible, pero no va a ser tenida en cuenta por el complejo industrial y los Estados, porque aceptar sus recomendaciones cuestionaría el modelo extractivista y depredador que genera sus beneficios. Por nuestra parte, ante la crisis global, tratamos de no enfrentar la situación, y vamos caminando hacia el precipicio, por un camino alfombrado de papers e informes científicos que anuncian situaciones catastróficas.
Apuntaba ya hace cuatro décadas Manfred Max Neef en La Economía Descalza. Señales desde el Mundo Invisible:
«Nunca en la historia de la humanidad ha habido tanta acumulación de conocimiento como en los últimos cien años, ¿y cómo estamos? ¿Para qué nos ha servido el conocimiento? La esencia está en que el conocimiento por sí mismo no es suficiente, carecemos de entendimiento».
Y no nos engañemos, golpearán en primer lugar a los sectores más humildes, a los trabajadores y a aquellos que el capitalismo directamente ya ha decidido excluir y sobreexplotar. Es cierto que la urgencia de la situación va por barrios, hay quien opina que hasta que las catástrofes no lleguen a la Gran Vía madrileña no habrá respuesta social. Pero no es menos cierto que la inmensa mayoría de la población occidental ha asumido el traspaso de los límites planetarios (sea el cambio climático, la pérdida de biodiversidad o los flujos bioquímicos) como algo anecdótico, y se cree a salvo de los efectos directos de la crisis global, más allá de episodios puntuales como la DANA que golpeó la periferia de Valencia, donde se acumulaban los sectores subalternos, lo que psicológicamente sirve para reforzar la venda en los sentidos. Realidad que se ha manifestado aún más evidente hace escasos días cuando el educado y ecologista pueblo suizo votó en referéndum «no limitar las actividades económicas que utilizan más recursos o emiten más contaminantes de los que el planeta puede soportar» dando vía libre a la explotación, esquilmado y destrucción de otros cuerpos, otros territorios y otras comunidades (incluidas las humanas) no amparadas por un determinado estatus económico y militar.
Pero inevitablemente, si existen pequeños sectores de la población que aceptan reconocer la gravedad de la situación, podríamos avanzar, al margen de las instituciones, para empujar en la dirección de tomar algún tipo de iniciativa y paliar las posibles repercusiones que un proceso de colapso (no entendido como la caída súbita de la organización social, sino un proceso de deterioro paulatino) puede llevar aparejadas. Reconociendo que, en una sociedad industrial como la nuestra, los problemas de abastecimiento comienzan a ser de mucho mayor calado que en sociedades de base agraria. Se trataría de ir generando organización y nuevas estructuras sociales y económicas desde la base, para crear espacios autónomos desde los que se puedan abordar las necesidades básicas de la población, ante los posibles fallos de suministro, e incluso ante la más que probable propagación de la violencia por parte de los poderosos para proteger su statu quo. Este tipo de iniciativas es vital, pues la reducción de escala no fue, no es y nunca será una cuestión de elección para ninguna sociedad. La era del crecimiento ha terminado para siempre y ha terminado de verdad.
En este sentido, aunque el capitalismo ha devenido en un monopolio que decide desde lo que es una necesidad y la forma de satisfacerla, hasta el punto de que el acceso a la última novedad electrónica se convierte con el inestimable apoyo de los medios de formación de masas, en una ilusión de libertad de elección, hay un consenso bastante general en considerar ciertas necesidades como básicas para todos: la asistencia sanitaria (diferente de la salud), la vivienda, la cultura, los cuidados de los débiles, la alimentación y la energía. Sin embargo, la expropiación de los saberes y la pérdida de autonomía de la mayoría de nosotros, y más las nuevas generaciones, nos han hecho absolutamente dependientes para alimentarnos, construir o reparar una casa, criar un animal, o incluso cuidarnos o gestionar un malestar sin acudir a un experto. No obstante, la mayoría de dichas necesidades son posibles de abordar simplemente con recursos humanos y sin grandes medios tecnológicos. No se trata de volver a las cavernas ni sumergirnos en la pobreza, que no deja de ser un concepto subjetivo. Agudamente André Gorz defendía hace más de cinco décadas, que «se es pobre en Vietnam cuando se anda descalzo, en China cuando no se tiene bici, en Francia cuando no se tiene coche, y en los EE. UU. cuando se tiene uno pequeño».
En el caso de la atención sanitaria, desde las sociedades de socorros mutuos, que florecieron en el siglo XIX, hasta la respuesta de los sectores populares griegos a la crisis de 2012, cuando el Estado cerró decenas de centros sanitarios, se ha demostrado que es posible gestionar los dispositivos sanitarios al margen del Estado. En el caso griego, más cercano en el tiempo, se pusieron en marcha más de cien consultorios sociales autogestionados para atender a los cerca de tres millones de griegos e inmigrantes irregulares excluidos por el Estado de la asistencia sanitaria. Hasta un hospital fue ocupado por los trabajadores y gestionado directamente durante unas semanas, tras expulsar al equipo directivo, optimizando su funcionamiento como no se había visto antes. En cuanto al alojamiento, existen suficientes viviendas abandonadas que se podrían recuperar y reconstruir con los saberes de muchos trabajadores del sector, evitando realizar obra nueva que supone incremento de extracciones, más residuos y emisiones. La experiencia de la FAGC, los diferentes colectivos de autoconstrucción con materiales tradicionales, o los sindicatos de vivienda son el germen de la solución. La cultura puede ser abordada simplemente con recursos humanos al margen del Estado, como a principios de siglo XX las escuelas racionalistas lo demostraron. Los cuidados a nuestros mayores y a los débiles requieren también fundamentalmente mano de obra, no necesariamente inteligencia artificial.
La producción y distribución de alimentos es quizás la necesidad básica más urgente de enfrentar. Hemos puesto todos los huevos en una única cesta: la de la agricultura y la ganadería industriales, y las complementarias cadenas logísticas de distribución, todo ello dependiente del petróleo. El vaciamiento de la España Vacilada, iniciado con el éxodo rural masivo que tuvo lugar en los últimos años del franquismo, ha generado zonas con densidades medias inferiores a la de Laponia, y el 48% del territorio en riesgo demográfico según los umbrales de la UE. De esta forma, el número de activos en el sector primario no llega a las 900.000 personas, al tiempo que se está produciendo una disminución del número de explotaciones debido al proceso de concentración, fundamentalmente hacia fondos de inversión y empresas transnacionales. Es posible potenciar modos de producción alternativos, que tenemos que saber no van a ser apoyados desde las estructuras estatales. Desde el sindicalismo combativo, el ecologismo de base y aquellos colectivos que quieran trabajar en esa línea se pueden impulsar proyectos de compras colectivas de tierras para crear empleo, poner en funcionamiento experiencias de producción ecológica y ayudar a potenciar o crear mercados locales de consumo. También está funcionando la compra de bosques para protegerlos de una explotación industrial altamente destructiva. Cada escuela taller de agricultura ecológica para ayudar a recuperar las habilidades, cada huerto urbano o rural, no deja de ser una forma de desobedecer, como Scott defendía en El arte de no ser gobernado. Es posible y necesario abrir esta vía en todos los territorios posibles sin esperar a la ruptura de las cadenas logísticas y a seguir siendo envenenados por los productos de los grandes centros comerciales. Suficientes PFAS (sustancias perfluoroalquiladas y polifluoroalquiladas) y microplásticos que no podemos evitar ya tenemos en nuestro entorno, como para alimentarnos con los productos plagados de pesticidas y otros venenos que nos ofrecen empaquetados en plástico. Esta línea de desenganche del consumo industrial no requiere grandes desembolsos, solo apoyar a aquellos sectores minoritarios que están dispuestos a trabajar estos proyectos.
Respecto al tema energético, hay autores que defienden que son posibles vidas dignas e incluso más saludables con el 10 % del consumo energético actual. Hace dos generaciones nuestros abuelos vivían con 20 veces menos consumo energético y con una esperanza de vida que en 1975 ya alcanzaba los 74 años. De 1975 a la actualidad se ha incrementado en diez años, y no ha sido precisamente gracias al incremento del consumo energético, ni a la alta tecnología sanitaria, sino a las condiciones de vida. Sin embargo, estamos asistiendo a un estancamiento, y en algunos países a un descenso, producto en parte, del incremento de las nocividades aparejadas derivadas del modelo termoindustrial. Contra el derroche energético, garantizar prioridades sociales. Ante un modelo en manos de grandes compañías, centralizado y que además no garantiza la energía a los sectores excluidos, es posible, por lo menos fuera de las conurbaciones, un modelo de producción local, descentralizado y en manos de las personas, para garantizar las necesidades básicas, lo que supone necesariamente vidas más austeras, pero más saludables.
Un golpe de timón ante el cambio de corriente
Gran parte del consumo energético actual se nos va no solo en actividades contrarias al interés general, sino en la producción de elementos innecesarios. Por ejemplo, si tuviéramos que elegir entre sistemas sanitarios descentralizados, que cubran todo el territorio y garanticen la igualdad en el acceso, y el ejercito o la policía, que aparte de no ser neutrales, consumen grandes cantidades de combustibles fósiles, no parece que la elección sea difícil. El papel de los ejércitos es un punto por el que suelen pasar de puntillas las ONG medioambientalistas para no cuestionar los fundamentos de quienes les financian. Pero es importante. El ejército de EEUU emite más carbono que 140 países juntos. En 2017 compró alrededor de 269.230 barriles de petróleo por día y emitió más de 25.000 kilotoneladas de dióxido de carbono al quemar esos combustibles. De los ejércitos de otras potencias (China, Rusia, etc.) no parece haber datos, pero ya en 1992 se estimaba que las fuerzas armadas mundiales eran responsables de 2/3 de los gases de efecto invernadero. Países como Costa Rica o Islandia no disponen de ejército y siguen existiendo como los mayores estándares de paz mundial. La opción contraria será que el Estado mantenga y refuerce los aparatos represivos, mientras la mayor parte de la población es obligada a reducir el consumo energético, incluso por debajo del nivel de garantía de sus necesidades básicas. Realmente el ecofascismo y el tecnofeudalismo solucionan esos problemas a costa de millones de excluidos.
Aparte, ya vamos forzados a renunciar a muchas de las cosas innecesarias que impregnaron nuestras vidas: publicidad, vuelos aéreos low cost, consumo de productos exóticos o de fuera de temporada, electrónica con fecha de caducidad, textil indiscriminado, a cualquier asunto que tenga que ver con la comodidad de nuestras vidas imperiales, de lo cual somos cada vez más conscientes. Pero no es completamente aceptado por la inmensa mayoría de la población, incluida la clase trabajadora y los excluidos. En cierto modo, mantener este estilo de vida es defendido por una buena parte de los adoradores del Nuevo Pacto Verde, que prometen mantener este tipo de consumo suicida en el Norte (a costa del robo de los recursos del Sur), simplemente añadiendo las falsas renovables al mix energético, cuando no son más polígonos eólicos, fotovoltaicos, de baterías, pantanos, o plantas de biomasa o hidrógeno verde, lo que necesitamos, sino dejar de bombear, lo que implica la reducción drástica del consumo energético, quizás hasta el 20% del actual, para acercarnos a uno similar al de los años 60 del siglo pasado. No es fácil, pero va a ser innegociable, aunque no sea lo deseado por la inmensa mayoría de la población occidental como reconoce Fressoz: «es más difícil salir del carbono que del capitalismo».
Asumamos que no habrá soluciones tecno-optimistas, que hemos entrado en una fase histórica de declive de la disponibilidad energética y que ya no es posible mantener este tipo de sociedad intensiva en energía y residuos, también que incluso una sociedad mucho menos compleja necesitará aun emitir CO2, pues somos incapaces de construir o mantener nada sin combustibles fósiles. Hace años que deberíamos haber puesto sobre la mesa el debate social sobre las necesidades energéticas para una vida digna. Para ello sería necesario plantear sin contemplaciones las preguntas que la gran mayoría de nuestra sociedad no se quiere hacer: ¿Cuánta energía y para qué? ¿Qué podemos dejar de hacer? Se trataría de considerar la energía como un elemento estratégico para el bien común y fomentar el despliegue de dispositivos de captación de energía descentralizados, es decir, en manos de las propias comunidades y no en el actual oligopolio corrupto del que participan partidos políticos, sindicatos y algunas asociaciones ambientalistas patrocinadas por las empresas más depredadoras y contaminantes de la historia.
Cualquiera de estas líneas de acción se topará con la realidad de la distribución poblacional. Con políticas que aceleran aún más el proceso de urbanización en el arco mediterráneo y las grandes ciudades, hablar de reivindicar un proceso de desurbanización puede parecer utópico, sin embargo, es tan inevitable como necesario. Ha ocurrido en otros momentos históricos y no parece descartable en un futuro dada la situación actual. La otra alternativa es seguir incrementando el crecimiento de las conurbaciones, imaginar provincias como Madrid o Barcelona con 10 millones de personas en pocos años y dilapidar miles de millones de euros en mantener e incrementar sus infraestructuras, sus cadenas de aprovisionamiento de todo tipo de recursos, así como de evacuación de sus ingentes cantidades de desechos diarios.
Lógicamente, ni el Estado ni sus satélites medioambientalistas van a promover el freno al crecimiento urbano y la planificación de una repoblación de las zonas vaciadas. Entre otras razones porque, para seguridad del poder, es más fácil controlar a la población situándola en grandes núcleos y no desperdigada, y porque gran parte de los recursos minerales que aún no han sido extraídos, o el agua y los bosques, se sitúan en zonas prácticamente vacías, donde entrar a saco destruyendo todo lo necesario para arramplar con esos recursos es más fácil si no hay poblaciones fijadas.
Es meridianamente claro que los sistemas de gestión realmente democráticos y el crecimiento libre son incompatibles con las megaurbes, solo parecen posibles en poblaciones más reducidas. Sabemos que las conurbaciones van a ser desmanteladas, no van a poder mantenerse dado el cenit de la civilización industrial, pero la mayor parte de la población evita planteárselo.
Es por ello por lo que no debemos esperar nada desde el Estado ni de quienes desde dentro de él alimentan la caldera global o viven, en sus ONG medioambientalistas en las grandes urbes, de elaborar estudiados discursos que mantengan esa línea de ambigüedad que les permita un poco de tiempo más para seguir captando fondos y publicar documentos que les vuelva a permitir captar fondos. Han ido abandonando a los colectivos que están enfrentando numerosas luchas locales por conservar la salud y la fertilidad del territorio. En cambio, tienen excelentes vínculos con el entramado del capitalismo verde y muchas de ellas dependen directamente de las subvenciones de fundaciones privadas, como la Fundación Europea del Automóvil Eléctrico, por ejemplo, y del Estado, participando incluso en sus órganos de gestión del desastre como es el Consejo Asesor Medio Ambiente.En demasiadas ocasiones se publicitan como vendedores de humo que tan pronto aplauden las acciones de los Soulèvements de la Terre, redescubren el comunal (cuyo últimos coletazos desgraciadamente se dieron en el Estado español en el siglo pasado con el proceso de vaciamiento), elaboran manuales de transición ecosocial justa sin ninguna voluntad de proyección hacia la población o comparten reuniones con los altos cargos del Ministerio para la Destrucción Ecológica y la Reducción Demográfica Rural mientras reciben cuotas de difusión a través de los medios de formación de masas.
Históricamente ha habido un debate entre los colectivos de izquierdas respecto a si es posible la autonomía si tu funcionamiento depende de fondos del gobierno de turno, o peor aún de ciertas empresas. La respuesta es NO. Los hechos históricos lo demuestran: desde el sindicalismo institucional, hasta las organizaciones de pacientes, pasando por los grupos medioambientalistas, todos ellos, en el momento que su funcionamiento depende de fondos externos, pasan a ser una muleta de los intereses del poder más destructivo. El ecologismo institucional es imprescindible para el Estado capitalista, forma parte de su estrategia. Estos profesionales vinculados a los partidos verdes y ONG ambientalistas hoy le son más necesarios que nunca. Su conversión en los técnicos para la gestión del desastre, se ha producido ya en las últimas décadas, como ya avanzaron varios autores desde la l’Encyclopédie des Nuisances.
Hace unas décadas, los trabajadores se desprendían de la camisa de fuerza capitalista al salir del centro de trabajo y se integraban en sus espacios obreros, ateneos, escuelas racionalistas, sindicatos. Ahora el capitalismo está instaurado en nuestro interior, forma parte de nuestras vidas las 24 horas. El capitalismo es, por encima de todo, individualismo y consumo, y aceptación del despilfarro como algo natural, aunque sea a costa de la destrucción de la naturaleza, de las vidas de otras comunidades, de los que están por venir, de nuestra propia herencia cultural e incluso de nuestras vidas. Sin embargo, la historia no está cerrada, en momentos de crisis y grandes catástrofes es cuando mejor se recompone la solidaridad entre iguales y el apoyo mutuo o auzolan.
No es posible cuestionar el capitalismo desde estructuras financiadas por el capitalismo. Al margen del Estado, al margen de quienes forman parte de problema y por ello no pueden formar parte de la solución, la historia nos ha enseñado que desde las estructuras del poder no se puede construir nada para el bienestar general, siempre estará mediatizado por los intereses de los poderosos, no hay caminos intermedios. Solo parece sensato ver que podemos hacer desde nuestras propias fuerzas, y en ese sentido es necesaria una visión amplia que permita el trabajo con todos los colectivos alternativos posibles, partiendo de una necesaria autonomía derivada de su no dependencia del Estado. El debate sobre si estamos ya en una situación de pre-colapso, colapso, declive energético y de consumo, o cualquier otro adjetivo, no nos debería de entretener demasiado. Sí sería inteligente por nuestra parte comenzar a diseñar y a poner en marcha medidas que permitan su enfrentamiento para adaptarnos a través de comunidades autogestionadas. El sistema productivo debería estar centrado en la satisfacción de las necesidades humanas fundamentales en coherencia con los limites biofísicos del planeta. Priorizar el valor de uso frente al valor de cambio.
Remar a favor de corriente
Partiendo de que no estamos aportando nada nuevo, ya que desde hace décadas diferentes autores han defendido estas líneas de actuación, no se trata de rebautizar propuestas ya existentes para hacerlas pasar como novedosas, sino de recuperarlas. Resumiríamos algunas ideas:
– Descomplejización. Ante la actual avalancha de productos de alta complejidad tecnológica, lo que supone más vulnerabilidad, necesitamos asumir que dichas innovaciones no son neutrales, en muchas ocasiones cumplen la función de reforzar las viejas relaciones de poder. La puesta en marcha de técnicas democráticas (Mumford), convivenciales (Illich), tradicionales (Monesma) permiten adaptar tecnologías para la producción a pequeña escala, o de baja tecnología (Kris Decker) y al alcance de la mayoría de la población y no solo en manos de expertos, lo cual es un paso importante en el proceso de democratización, pero no perdiendo de vista que la extensión de dichas “tecnologías liberadoras” sólo serán posibles dentro de una sociedad libre (Bookchin).
– Aceptación de que la reducción del consumo energético y de materiales es innegociable, lo que no supone volver a las cavernas. El consumo de energía per cápita se ha multiplicado por 20 en el Norte desde la Revolución Industrial, no así la calidad de vida. Aunque hipotéticamente fuera factible técnicamente mantener este modo de vida imperial mediante energías renovables, arrasaríamos por sobreexplotación todo tipo de vida y recursos en el planeta. No se trata solo de cambiar la matriz energética, el problema es el Sistema.
– Recuperación de sistemas colectivos de producción que ya existieron en nuestro territorio, como es la rica tradición rural comunal, o las experiencias de gestión colectiva urbanas puestas en marcha durante la guerra civil.
– Recuperación de la agricultura y la ganadería regenerativas. Agricultura periurbana y urbana. Las zonas rurales despobladas adquieren gran valor de cara al futuro. Búsqueda de las capacidades de carga de esos centros demográficos y difuminado de la frontera rural-urbana.
– Limitar la movilidad a lo básico, e implantar movilidad colectiva, reduciendo al mínimo, o incluso suprimiendo lo innecesario.
– Relocalizar la producción a nivel biorregional, y el consumo de proximidad mediante supermercados cooperativos, para enfrentar posibles rupturas de cadenas de suministros suprarregionales. El mayor obstáculo entre el productor y del consumidor es el intermediario.
– Democracia directa, que implica la toma de decisiones colectivas, lo que es imposible en la sociedad urbana actual.
– Las megaurbes, aparte de ser un agujero negro de absorción de todo tipo de recursos, materiales y energía, solo producen residuos. Su alta complejidad las sitúa además en un grado alto de posible fallo multisistémico aparte de ser profundamente antidemocráticas. Núcleos de 20.000 habitantes podrán soportar mejor la nueva situación, aparte de garantizar sistemas de democracia horizontal (ver la iniciativa Life de la UE Lugo Biodinámico).
Adelantándonos a los peores escenarios, que sin duda se acelerarán con la creciente militarización, entendemos que es necesario poner en marcha, junto con los movimientos no cooptados por el poder, proyectos locales financiados mediante sistemas de recaudación colectiva, como compras colectivas de tierras para retirar de la especulación explotaciones agrícolas, centros de recuperación de saberes tradicionales desde los que se pueda ofrecer formación básica en diferentes actividades, que pueden servir para satisfacer parte de las necesidades básicas de la población. Aparte de la lucha reivindicativa, que en la mayor parte de las ocasiones es defensiva, a remolque de las agresiones capitalistas contra el territorio, buscamos experiencias prácticas, las que solucionan problemas concretos, que sirven de ejemplo y pueden ser replicadas avanzando en la necesaria autonomía. Nuestros hijos, nuestras nietas guardarán un mejor concepto de nosotros si no seguimos endeudándolos para garantizar los obscenos beneficios actuales de las grandes empresas que nos empujan al consumo sin fin, y lo hacemos socavando las bases naturales que garantizan su propia actividad y nuestras vidas.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de los autores mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.