Hoy en día no faltan adjetivos para calificar la crisis: financiera, económica, productiva, social, ecológica, climática, energética, alimentaria, democrática, institucional, ética, existencial, etc… Lo cierto es que estamos viviendo una época de crisis múltiples que se superponen las unas a las otras y se refuerzan mutuamente. Hasta tal punto que hablamos de una crisis sistémica, […]
Hoy en día no faltan adjetivos para calificar la crisis: financiera, económica, productiva, social, ecológica, climática, energética, alimentaria, democrática, institucional, ética, existencial, etc… Lo cierto es que estamos viviendo una época de crisis múltiples que se superponen las unas a las otras y se refuerzan mutuamente. Hasta tal punto que hablamos de una crisis sistémica, es decir que afecta al conjunto del sistema socio-económico vigente, e incluso una crisis de valores y de civilización. En otras palabras ¿estaríamos llegando al final de la sociedad moderna emergida de la revolución industrial? En caso afirmativo, ¿qué futuro nos espera ante este éxodo fuera de la sociedad industrial y qué propuestas para iniciar esta transición hacia otro mundo posible y deseable?
Para responder a estas preguntas cortas pero altamente complejas, intentemos clarificar en grandes categorías las crisis estructurales más importantes que subyacen debajo de la crisis económica nacida en el 2008. Detrás de las crisis financieras y especulativas, siempre se encuentran crisis más profundas que tocan lo que solemos llamar la economía real (también llamada economía productiva) y la economía real-real, es decir la de los flujos de materias y energía (que depende por una parte de factores económicos y por otra parte de los límites ecológicos del planeta). Esta distinción nos permite diferenciar dos crisis fundamentales estrechamente relacionadas: la crisis social y la crisis ecológica.
La crisis social es ante todo, como en la crisis de 1930, una crisis de distribución: una desigualdad abismal entre salarios más bajos y más altos (tanto en un mismo país como entre países del Norte y países del Sur), una remuneración cada vez más alta para las rentas del capital -principalmente la parte correspondiente a los accionistas- en detrimento de las rentas del trabajo, tasas de paro y de pobreza estructurales insoportables (más de 20% para ambas en España, millones de personas precarias), etc.. Esta crisis social se ve atravesada además por la crisis de los cuidados, es decir el desigual reparto del trabajo doméstico y de cuidados (de niño/as, anciano/as u otras personas dependientes) entre mujeres y hombres. Asimismo en España, si sumamos el trabajo remunerado y no remunerado que efectúan las mujeres, ellas trabajan diariamente casi una hora más que los hombres.
La crisis ecológica es por su parte principalmente una crisis de escasez: escasez de materias primas y de energía para mantener el ritmo de la economía actual, y aún menos extenderlo a los países del Sur. El modo de producción y de consumo impulsado por el Norte no tiene en cuenta los límites físicos del planeta como lo deja patente la huella ecológica: si todas las personas de este mundo consumieran como lo/as españoles, necesitaríamos tres planetas. Mientras tanto, la humanidad ya supera en un 50% su capacidad de regenerar los recursos naturales que utilizamos y asimilar los residuos que desechamos. Es interesante constatar que, además de lo que teorizaba gran parte del movimiento ecologista en sus inicios, esta crisis ecológica no solo compromete de manera decisiva a las generaciones futuras sino que nos afecta ahora directamente a las generaciones presentes. De hecho, la crisis de las subprimes que desencadenó la crisis financiera global viene directamente de la insolvencia de personas incapaces de hacer frente a la vez a sus hipotecas y a la subida de precios de la energía y de la alimentación. O de igual manera que las revueltas del hambre de 1848, uno de los detonantes de las primaveras árabes es el aumento de los precios alimentarios debido a un conjunto de factores ecológicos (malas cosechas en los países productores de trigo debidas al cambio climático, presión sobre los precios del petróleo), socio-económicos (mal reparto de la producción agrícola local o importada y economía de la exportación en detrimento de la soberanía alimentaria) y especulativos.
De forma transversal a estas dos crisis, se suma una crisis democrática y ética: la incapacidad del sistema político actual, muy permeable a la corrupción, a responder por un lado a las expectativas siempre más crecientes de una participación real (véase el movimiento 15-M) y por otro lado al imperativo ecológico.
Salir de estas crisis no es tarea fácil, aunque tampoco existe fatalidad. Como lo prueba el caso islandés que decidió plantar cara a la socialización de deudas ilegítimas contratadas por una minoría, cualquier sociedad tiene entre sus manos la posibilidad de luchar por un futuro diferente. Esta lucha en las instituciones y en la calle es imprescindible primero para evitar varios escenarios posibles, pero no deseables, de salida de un modelo insostenible. Primero, el ecofascismo, es decir el reparto autoritario, violento y excluyente de las riquezas sociales y ecológicas, es una posibilidad por desgracia real como lo prueba no solo la historia (el nazismo fue una de las principales consecuencias de la crisis de 1930) sino también el auge cada vez más preocupante de partidos políticos e ideas de carácter xenófobos en toda Europa. Segundo, y aunque todavía de forma más remota, tampoco se puede descartar el colapso, es decir el derrumbe de las instituciones y de la organización social como ocurrió en la civilización maya en el siglo IX o pasa hoy día en Estados fallidos como Somalía. Por último, como principal respuesta a la crisis de las deudas soberanas, nos encaminamos más bien en estos momentos hacia gobiernos de corte tecnocrático que además tienen como particularidad aupar al poder personas procedentes del mundo banquero que provocaron directa o indirectamente la situación actual (como es el caso de Grecia, Italia o del Banco Central europeo).
Antes estos diferentes escenarios, también existen otros que encasillamos como salidas civilizadas y democráticas de las crisis sociales y ecológicas. Como principales rasgos, primero apuesta por la democracia real y la participación social tanto como objetivo como método para decidir entre toda la ciudadanía los esfuerzos a realizar de forma equitativa para repartir la carga de la crisis y plantear de cara al futuro otro modelo de sociedad ecológica y socialmente viable. Además realiza un cuestionamiento existencial a las sociedades modernas: ¿cómo? ¿por qué? ¿para qué estamos produciendo y trabajando? Ante un modo de vida insostenible e injusto para las generaciones presentes y futuras, y para los países del Sur, hay que poner en marcha una auténtica transición ecológica de la economía: potenciar el empleo y los sectores verdes, reducir los sectores contaminantes y especulativos, relocalizar la economía (producir y consumir localmente), repartir el trabajo remunerado y no remunerado, instaurar una renta básica de ciudadanía y una renta máxima, reducir los gastos militares, regular el sistema financiero internacional, apostar por una banca ética, construir un modelo energético basado en el ahorro y las energías renovables, desmantelar la lógica social del consumismo, apostar por un modelo de territorio sostenible, promover la soberanía alimentaria, etc..
Hoy día no faltan alternativas, ni ideas. La crisis, como cualquier punto crítico en la Historia, es una oportunidad para ‘enredar’ todas estas propuestas y poner en marcha el cambio social y ecológico.
Florent Marcellesi es investigador y político ecologista