Todos fueron asesinos Aquellos que llevan mal todo lo relacionado con la memoria histórica se han visto obligados a reconocer el derecho de la gente a dar sepultura digna a sus familiares enterrados en fosas comunes. No hacerlo les hubiera dejado en muy mal lugar. Curiosamente, aunque no se diga, este reconocimiento generalizado a honrar […]
Todos fueron asesinos
Aquellos que llevan mal todo lo relacionado con la memoria histórica se han visto obligados a reconocer el derecho de la gente a dar sepultura digna a sus familiares enterrados en fosas comunes. No hacerlo les hubiera dejado en muy mal lugar. Curiosamente, aunque no se diga, este reconocimiento generalizado a honrar a las víctimas del fascismo es fruto en exclusiva del movimiento pro memoria, que desde fines de los 90 y concretamente desde el año 2000 logró mostrar a la sociedad una realidad oculta y prohibida durante el franquismo y también a partir de la transición (las exhumaciones de entonces fueron hechas al margen del sistema cuando no en contra). Sin embargo, los enemigos de la memoria, para justificar lo que no se hizo ni en la transición ni después por quienes tenían la obligación y el poder para hacerlo, se agarran a que esto es cosa de los nietos, que ignoran lo que fue el franquismo y la transición y que, por tanto, no pueden calibrar justamente lo que se hizo. Y como para esta gente todo es tan sencillo, no tienen reparo alguno ahora en responsabilizar al Gobierno de no dar solución a este asunto de los muertos y las fosas, que es, según ellos, para lo que se hizo la Ley de Memoria Histórica (LMH). De paso, aprovechan el debate para meter otras cuestiones de más calado relativas a la interpretación de nuestro pasado reciente. Sería el caso de Joaquín Leguina en su artículo «Enterrar a los muertos» (El País, 24/04/2010).
Para el político del PSOE son preocupantes «algunos mensajes de muy dudosa calidad» que se han ido colando en estos años. Así, critica la interpretación que se está dando de la Ley de Amnistía como vulgar apaño amnésico, que considera calumniosa «para quienes se pusieron de acuerdo en traer la democracia a España y para ello prepararon una Constitución consensuada». Todo por un objetivo: la reconciliación, dice Leguina. Porque para él hay algo que no admite discusión y que está en el origen de todo este asunto: «… en los dos bandos se practicó una enfurecida ‘limpieza étnica'». Las palabras lo delatan. No parece caer Leguina en que bando, lo que se dice bando, sólo hubo uno, que fue el sublevado; la otra parte era el Gobierno legal de la República. Si designamos a ambos con la palabra bando estamos igualándolos y situando al Gobierno y a quienes le servían a la altura de las bandas de facciosos que dieron el golpe militar. Éstos, además, traían un plan que pusieron en práctica desde el primer día: no de limpieza étnica sino de exterminio político y social. Como en Chile, caso que el señor Leguina debe conocer bien, pero a lo grande (piénsese en cualquiera de esas provincias en las que el golpe triunfó y la «guerra civil» fue sólo represión: todas superan en muertos a Chile). Los golpistas sabían que iniciaban la cadena de violencia y que, en consecuencia, en el otro lado caerían muchos de los que supuestamente venían a salvar de las garras del marxismo, pero esto no sólo no les importaba sino que venía bien a sus propósitos.
Es vieja la práctica de negar afirmaciones que nadie ha mantenido para lanzar las propias. Mantiene Leguina que tan inexacto fue antes catalogar a unas víctimas de «mártires de la Cruzada» como ahora a otras de «héroes de la democracia y de la libertad». Quizás Leguina no haya caído en la cuenta pero esto de poner en duda a los «héroes» ya lo vienen haciendo los Moas hace tiempo. Con ello muestra su absoluto desprecio por los que dieron su vida por la libertad y por las víctimas del fascismo. Sabiendo lo que fue el golpe y la reacción popular que lo hizo fracasar prácticamente en todo el país, salir además con el ejemplo de Agapito García Atadell entra en el terreno de la perversión moral. ¿Será acaso la historia de García Atadell la que nos lleve a no generalizar sobre los represaliados franquistas o la que nos mueva a equiparar la violencia en ambas zonas? García Atadell representa el terror desatado en zona republicana a consecuencia del golpe militar y del resquebrajamiento del Estado y sus instituciones; también marca las diferencias entre unos y otros: al contrario que los «García Atadell» de la zona franquista, éste tuvo que huir y fue el propio gobierno republicano el que posibilitó a los franquistas su captura. Ni en Madrid ni en el resto del territorio que quedó en zona gubernamental hubo durante meses fuerzas y recursos para controlar enteramente la situación. Lo que hemos demostrado los historiadores es que, a pesar de esto, en gran parte del territorio primó el respeto a la vida por deseo de las autoridades republicanas y de los comités que se constituyeron por todas partes en representación del Frente Popular. Fueron miles de presos de derechas los que salvaron la vida en aquellas terribles circunstancias gracias a lo que quedó de la República.
Pero el golpe no triunfó en todo el país y lo que se planeaba como una marcha triunfal hacia la capital se convirtió en una marcha plagada de obstáculos que se prolongó durante casi cinco meses. Además había que limpiar el territorio. Para colmo Madrid consiguió heroicamente frenar al ejército de África en sus mismas puertas y el golpe devino en larga guerra. No encontrará el Sr. Leguina a historiador alguno que justifique el terror que asoló ciudades y pueblos de la zona gubernamental; mucho más fácil le será lo contrario, ya que, como bien debe saber, abundan los justificadores del terror que acompañó en todo momento a las columnas franquistas. Sin embargo, uno formaba parte del programa y el otro no. Los historiadores sabemos que para las víctimas de los rojos hubo mucha memoria histórica, pero, a pesar de ello, no hemos olvidado en nuestros trabajos ni uno de sus nombres.
Ahora bien, lo que carece de sentido alguno, cuando ni siquiera sabemos aún el número y la identidad de todas las víctimas del franquismo, es que los tratemos por igual. Pide Leguina «ampliar el mutuo perdón y hacer que todos los muertos sean también de todos». Pero ¿cómo que todos? ¿Ignora Leguina que sólo podemos hablar de todos los de un lado? ¿Desconoce que ha costado tres décadas de arduo trabajo recuperar parte de los nombres de las otras víctimas? ¿No sabe que, fiel a sus orígenes recientes e imbuida de espíritu de transición, la Universidad tardó años en ocuparse de esa etapa? ¿Ha olvidado ya que su partido gobernó durante catorce años y nunca tuvo voluntad ni tiempo de mirar atrás? Sin ir más lejos, ¿no tuvo tiempo él mismo entre 1983 y 1995, cuando fue presidente de la Comunidad de Madrid, de dedicar un poco de atención a los hombres y mujeres que perecieron a manos del fascismo en su comunidad, fueran o no héroes de la democracia y de la libertad? Evidentemente no, ya que debía de pensar como sus superiores. La historia nos enseña que el primer deber de la democracia es la memoria pero, en aquellos años rutilantes, al PSOE, como a buena parte de la sociedad surgida de la dictadura, la memoria le estorbaba. Así acabó él y así acabó el PSOE.
Todos los muertos son iguales
El artículo de J. Leguina fue rebatido en el mismo periódico por Almudena Grandes, «La condición miserable» (09/05/2010), Teodulfo Lagunero, «Enterrar a los asesinados por los fascistas» (29/05/2010) y Javier Cercas, «La puñetera verdad» (06/06/2010). En todos ellos, por diferentes que sean, se pueden encontrar ideas interesantes que ha costado y está costando mucho transmitir a la sociedad y que hoy sean cosa aceptada para muchos, aunque no para los que aún funcionan dentro de esquemas heredados de la propaganda franquista, que no son pocos.
De orden muy diferente fue «Los muertos de todos», artículo de Jorge M. Reverte que vio la luz en el mismo periódico citado el 18 de junio. Aquí volvemos otra vez a los dos bandos. Reverte, para quien todas las víctimas son iguales, las de Paracuellos como las de Badajoz, reconoce la responsabilidad de los golpistas y su plan de exterminio, pero para mostrar que los otros actuaron igual remite a Paracuellos (su documento encontrado por la documentalista Diana Plaza), Barcelona (Miquel Mir y Diario de un pistolero anarquista), La Solana (Fernando del Rey y Paisanos en lucha) y las matanzas finales de la guerra en Cataluña (J. Cercas).
No sé si será consciente Reverte de dónde se mete al asumir los más que dudosos escritos de Mir y a un historiador como Del Rey que considera esto de la memoria histórica «como una losa que ha caído sobre los historiadores profesionales» y que lamenta lo que llama «la irrupción de la historia militante». Tampoco parece muy serio poner como ejemplo la conocida novela de Cercas. Yo podría mostrar a Reverte otros muchos casos que prueban que, por más que se cometieran crímenes en todo el territorio, nunca cabrá igualar ambos terrores. Podremos estar con las víctimas y despreciar a los asesinos, pero ni ambos bandos fueron iguales ni lo fueron todas las víctimas.
De entrada, no tenemos por qué asumir ni una sola víctima de los franquistas, ya fuera provocada en enfrentamiento armado u otros actos bélicos como por los bandos de guerra o los sumarísimos de urgencia. Sólo la investigación permitirá identificar a los asesinos. Efectivamente García Atadell era un criminal que mereció su final, pero no hay que olvidar que estos monstruos dan vía libre a sus instintos cuando la situación lo permite, y, en este caso, lo que lo permitió fue el golpe militar. Sin embargo, nuestra actitud, aunque cautelosa, debe ser diferente con las víctimas causadas en su defensa por la República y por quienes la apoyaron en todo momento, desde el 17 de julio del 36 hasta el 1 de abril del 39 y desde las acciones iniciales que hicieron fracasar la sublevación en lugares clave hasta las penas dictadas por los tribunales populares.
Lo que no cabe justificar en modo alguno, por más que entre los afectados cayeran elementos responsables y colaboradores del golpe, es el terror salvaje que durante varios meses causó miles de víctimas en numerosos lugares del territorio republicano. Podemos explicarlo, mostrar sus causas y retratar a sus responsables, pero no asumirlo. A estas alturas sabemos que, además del terror implantado por los comités, muchas de las matanzas que tuvieron lugar en zona republicana fueron consecuencia directa de bombardeos franquistas sobre objetivos civiles. ¿Justificaremos con ello el crimen? No, pero sí ofreceremos la secuencia completa, que la propaganda franquista tuvo buen cuidado en ocultar.
Reverte puede hacer suyos todos los muertos, los de Badajoz y los de Paracuellos; yo no creo que se puedan ni deban mezclar. Badajoz precede a la matanza de la Cárcel Modelo, en la que sin duda influyó; la de Paracuellos, por el contrario hay que relacionarla con el asedio a Madrid en noviembre del 36. Es fundamental la contextualización de estos hechos, ya que lo contrario sólo favorece a la propaganda y a la manipulación. Por ejemplo: falta una investigación sobre los brutales bombardeos a que fue sometida Madrid por la aviación fascista en esos meses. No para justificar la actividad criminal de las checas sino para saber por qué, cómo y dónde se gesta el odio asesino que conduce a algunas de esas masacres. De hecho, muchas de las matanzas ocurridas en zona republicana no se entienden sin la violencia previa derrochada por los golpistas, bien fuera por acciones de exterminio como por bombardeos, ocupaciones salvajes, etc. No es conveniente olvidar quién agredió primero, sin que esto suponga justificar crimen alguno. Pero recordémoslo una vez más: no podemos equiparar en modo alguno la violencia del que agrede con la violencia del que se defiende. Mención aparte merecen los elementos que en zona republicana derrocharon igual desprecio por la vida ajena que el que venían practicando los fascistas desde que se sublevaron.
Hechos de las dimensiones de Paracuellos hay muy pocos en la zona republicana; hechos como Badajoz hay muchos en el territorio controlado por los fascistas. Yo estoy a la espera de que se investigue a fondo lo ocurrido en Madrid desde el 18 de julio hasta bien entrados los años cuarenta. Una vez que esto ocurra sabremos a qué atenernos. No obstante, la gran diferencia entre las matanzas de Badajoz y Paracuellos es que la primera nunca fue investigada y la segunda sí. Compararlas para mostrar que todos fueron iguales mientras no conozcamos a fondo ambas constituye una aberración.
Franco nos salva del Soviet
Y llegamos a Santos Juliá (SJ) y su «Duelo por la República Española» (El País, 25/06/2010), en la misma línea que el de Leguina pero menos basto. Para SJ la revolución social latente tras las matanzas de la cárcel Modelo hubiera acelerado la derrota y acarreado el fin de la República. Además, en zona republicana, «durante los primeros meses de la guerra, [se cometieron] crímenes en cantidades no muy diferentes y con idéntico propósito que en el territorio controlado por los rebeldes: la conquista, por medio del exterminio del enemigo, de todo el poder en el campo, en el pueblo, en la ciudad». Para SJ sólo a partir de mayo del 37 «comienza la verdadera diferencia en la que tanto insisten quienes califican de desmanes los crímenes de unos y de genocidio o crimen contra la humanidad los de otros». Para Juliá en territorio republicano no se mató más porque ya no había dónde ni a quién. Dejemos de lado las referencias a Dionisio Ridruejo, nuestro pequeño Goebbels convertido ahora en «ideólogo de la democracia» (vivir para ver), quien por cierto murió sin contarnos lo mucho que debía saber sobre la época dorada del terror azul a pesar de haberse comprometido a ello en Escrito en España (seguimos a la espera de que su hagiógrafo J. Gracia nos cuente sus años fascistas). También preocupa a SJ «la creciente argentinización de nuestra mirada al pasado y la demanda de justicia transicional 35 años después de la muerte de Franco».
Sin duda lo más llamativo del texto de Juliá es la idea, nada novedosa por cierto, de que, de haberse inclinado la situación a favor de la República, la revolución social hubiera ido llevando el terror a todo el territorio para terminar devorando a la propia República. Desde este punto de vista cabe agradecer que los golpistas impidieran con su incesante victoria tan negro futuro, posibilitando así que veinte años después los hijos de vencedores y de los vencidos -esa increíble generación a la que pertenecen Leguina y Juliá- iniciaran el camino hacia la democracia. Conste, al menos, que la idea esta es franquista y no ha dejado de circular. No en vano L.P. Moa recibió el artículo de SJ que comentamos con otro titulado «Santos Juliá va enterándose».
Aparte de esto debe quedar claro que la represión en ambas zonas no fue en absoluto equiparable ni en cantidad ni en objetivos. Una era fruto de un golpe militar que incluía un calculado plan de exterminio; otra de un proceso revolucionario abierto precisamente a consecuencia de lo anterior. No vale despachar de un plumazo, como hace SJ porque a él no le interesan, una serie de hechos objetivos como quién inició la agresión, de dónde partía, y qué plan y dimensión tuvo en cada zona. Que todo tenga «lógica propia» no significa que todo sea igual. Asusta un poco este relativismo.
Además, habrá que recordar a Juliá que las diferencias entre la represión en ambas zonas no empiezan en mayo de 1937 sino el mismo 17 de julio. La razón es simple: al contrario que los sublevados, tanto el gobierno de la República como los partidos que integraban el Frente Popular, carecían de plan alguno para acabar con nadie. Esta situación cambió tras el golpe. De ahí que sea algo admitido que, por más que en algunos lugares las ramificaciones del terror alcanzasen ciertos espacios del poder político y sindical, nunca se trató de un proyecto planificado con implicación de las más altas instancias del Estado ni del Frente Popular. Las tesis de SJ, como antes las de Leguina, suponen un total desprecio hacia aquellas personas, la mayoría, que, en todo el país y desde diversos ámbitos, hicieron todo lo que estuvo en sus manos para evitar el derramamiento de sangre. Nada de esto ocurrió en zona franquista, por la sencilla razón de que el derramamiento de sangre constituía la médula del plan.
Al tratar el asunto como lo tratan -los dos bandos que de pronto se lanzan por la pendiente de la guerra civil dirimiendo sus diferencias a garrotazos en medio de una orgía de sangre y terror- SJ y sus seguidores están ocultando y tergiversando la realidad con un claro objetivo: la memoria de la República y de quienes dieron la vida por ella desde el primer día, tanto civiles como militares, tanto en el frente como en los paredones, debe ser sacrificada en beneficio de la Transición. Esto es tan antiguo como la propia transición pero, a medida que ha ido saliendo a la luz la realidad de eso que llamamos «guerra civil», a sus defensores se les ve más la tramoya de su argumentación. Así, no se dejan de lanzar sombras sobre la baja calidad de la democracia republicana o sobre la escasa validez de las elecciones de febrero del 36 (buen partido están sacando algunos, sin haberlos visto, a los «papeles» de Alcalá Zamora), y día llegará en que alguien desempolve de nuevo los «papeles» de la conspiración comunista, que vendrán bien a unos para demostrar una vez más que el «18 de julio» estaba justificado y a otros para probar que la República estaba ya carcomida por la hidra revolucionaria.
Veamos finalmente esa argentinización de la mirada al pasado que tanto preocupa a SJ. Debe referirse sin duda al tratamiento de la cuestión represiva y a la petición de verdad, justicia y reparación que se ha hecho desde el movimiento social a favor de la memoria. No debe extrañarse SJ de que haya gente que pida eso. Para argentinización pionera la del franquismo con sus víctimas. No parece muy justo que sólo haya habido «verdad» (Causa General), «justicia» (la represión judicial militar) y reparación (los muchos derechos y privilegios de que gozaron los Caídos y sus descendientes) para unos, y silencio, olvido y limosnas para los otros. Y ya que no es posible llevar al banquillo a los responsables, qué menos que exigir Verdad, Reparación y que la Justicia defina lo que realmente fue aquello.
La tesis central del artículo de Juliá fue rebatida por Josep Fontana («Julio de 1936», Público, 29/06/2010). En su respuesta SJ, como siempre, eludió el debate, recurriendo a su estilo habitual. Curiosamente -esto suele pasar- el «estilo» que lo caracteriza viene a ser una mezcla de dos de los insultos obsesivos que lanza sobre los demás: Vishinsky y Torquemada, es decir, estalinismo e inquisición. El resultado ya sabemos cuál es: alguien que no deja de sermonearnos desde sus muchos púlpitos y tribunas pero que, fiel a la máxima Roma locuta causa finita, no admite no ya sólo crítica alguna sino simplemente puntos de vista diferentes al suyo. De seguir así no habrá quien le chite urbi et orbi. Unos por temor reverencial, otros por puro miedo y los demás por débito o vasallaje. En realidad, la sensación que da es que sería un magnífico secretario de la Conferencia Episcopal Española.
Y al final del camino… la Tercera España
Dejó tan alto el listón Juliá que una de dos, o acabó con el debate en su periódico o bien el periódico, con la ayuda inestimable de alguno de sus manipuladores profesionales como el tal Javier Valenzuela, decidió desechar otras opiniones. Luego ya sólo vimos un «análisis» de José Juan Toharia titulado «La tercera España, 74 años después» (El País, 18/07/2010). De entrada y dado el día, aludía a «la irreconciliable fractura entre las dos Españas dispuestas a extirparse mutua e inmisericordemente de la convivencia nacional». Para Toharia lo ocurrido en el 36 no fue un enfrentamiento entre «buenos y malos» sino «un choque entre dos fanatismo extremos que utilizaron el régimen republicano, legal y legítimamente existente, bien como pretexto en un caso, bien como coartada en otro, para intentar imponer sus respectivos radicalismos excluyentes». Pero había otra España, dice Toharia: «… una mayoritaria tercera España que braceó, sin éxito, para evitar el desgarro. No lo logró y quedó finalmente laminada». Aquí no podía faltar la referencia a Trapiello, el gran fustigador del rojerío hispano desde la República a la transición. A éste igual le da tirar contra uno de la generación del 27 que contra los maquis o los antifranquistas de los 70. Algunos parece que buscan así matar al rojo que alguna vez llevaron dentro.
Pues bien, Toharia ha descubierto, porque para eso es presidente de Metroscopia, que según dicen ahora los españoles, sus familias se posicionaron entonces de la siguiente manera: un 17% con «el bando franquista o nacional», un 26% «con el bando republicano» y un 57% con la «Tercera España». Y hay más, porque Toharia aporta un dato sensacional: la mayor parte de los votantes del PSOE y del PP «proceden de familias integradas en la tercera España». ¡Acabáramos! ¡Haber tenido que esperar tanto tiempo para saber que ya en el 36 España no era ni de derechas ni de izquierdas sino de centro! Como ahora, qué casualidad. Bien es verdad que esto no cuadra mucho esto con los resultados de las elecciones de febrero del 36, pero seguro que Toharia tendrá alguna explicación. Igual es que fueron fraudulentas, como mantuvo «el bando franquista o nacional» (¿pero qué sociólogos son éstos que aún hablan de «nacionales»?). Quizás esos resultados hablen más de ahora que del 36 y resulte que hay una mayoría social que se siente desvinculada de «los dos bandos». Lo cual no es de extrañar después de la incesante y machacona campaña que desde la transición se viene haciendo para relegar el pasado reciente al olvido y situar la amnistía del 77 y la Constitución del 78 como nuestros únicos referentes históricos.
Sin duda, este «análisis» contiene méritos para engrosar los desvaríos «científicos» del clásico de Cipolla (Allegro ma non troppo). Lo curioso y lo que me hace traerlo aquí son las conexiones de las teorías de Toharia con las de Leguina, Juliá, Trapiello y, cómo no recordarlo, con Muñoz Molina, otro cantor de la «tercera España». Todos ellos y otros muchos están empeñados en convencernos de que «los dos bandos» eran, en el fondo, iguales; que la República contenía el germen de su propia destrucción y hubiera sido engullida por sus propios hijos (ya decían los franquistas que el Frente Popular conducía directamente al Soviet), y que es mejor que olvidemos todo aquello, incluidos los muertos, pues maldita sea la hora en que se empezó a mover todo esto de la represión y las fosas. Si hiciéramos caso de la encuesta de Toharia y pensáramos en la representación de los tres grupos en el actual panorama de los medios de comunicación veríamos que los de la «tercera España» están bien representados; aquellos cuyas familias se alinearon con los franquistas están sobrerrepresentados, y, finalmente, el 26% que se posicionó con la República es el que peor escapa, ya que apenas cuenta con medio alguno para exponer sus ideas (Internet sigue siendo prácticamente la única vía y ya sabemos sus limitaciones: un 80% de la población nunca lo usa para obtener información).
Seguramente a algunos debe molestar que se les diga que sus ideas coinciden con los Moas o que han sido gratamente recibidas por Intereconomía o Libertad Digital. No debe ser muy agradable para aquellos que pasan por ser referentes ideológicos de nuestro tiempo que sus ideas sean bien acogidas por los sectores más reaccionarios de la sociedad española. Al final va a resultar que, en lo fundamental, todos están de acuerdo. Ocurre que es la fuerza del movimiento por la memoria histórica la que ha obligando a estos señores a decir lo que de otra forma ni se hubieran atrevido a decir ni hubiera hecho falta que dijeran. Ha sido la decisión de mostrar lo que fue realmente el «18 de julio» y de exigir que el Estado cumpla con su deber, la que ha llevado a esta gente a exponer públicamente lo que piensan de la República, de «la guerra civil» y de la dictadura. De paso nos han dado las claves de por qué actuaron como lo hicieron en la transición; incluso de por qué están tan contentos de conocerse: según parece, les debemos todo.
Por lo demás, pensando como pensaban de la anterior experiencia democrática, qué otra cosa iban a hacer. Se entiende que lleven tan mal las investigaciones sobre el golpe de julio del 36 y sus consecuencias, y, sobre todo, el movimiento pro memoria histórica. En realidad hubieran preferido que todo quedara como en la transición o como en los tiempos de Felipe González, aquellos del nosotros decidimos no mirar atrás. Pero fue en vano: de pronto, la «guerra civil» se fue mostrando como lo que realmente fue: la matanza fundacional del franquismo, y la tierra, mero paisaje, dejó ver las pruebas: un país sembrado de fosas comunes.
Francisco Espinosa Maestre es historiador y Director Cientifico de www.todoslosnombres.org