Los anuncios de una planta nuclear en la costa atlántica de la Patagonia (o donde hubiera agua) generaron legítima alarma en la sociedad, con mensajes que varían desde una superficial animosidad nacionalista, por tratarse de tecnología supuestamente china llave en mano, hasta la crítica profunda a la matriz energética en su totalidad, un enfoque ecológico, […]
Los anuncios de una planta nuclear en la costa atlántica de la Patagonia (o donde hubiera agua) generaron legítima alarma en la sociedad, con mensajes que varían desde una superficial animosidad nacionalista, por tratarse de tecnología supuestamente china llave en mano, hasta la crítica profunda a la matriz energética en su totalidad, un enfoque ecológico, con el que coincidimos, que incluye el rechazo a la actividad nuclear y a la minería de uranio, nacida con el intento de instalar un basurero de material radioactivo en Gastre, Chubut, a principios de los 80. Esa última vertiente de la lucha social, pues con escasas excepciones nadie más debatió ni debate seriamente del tema, logró crecer y establecerse firmemente, con una distribuida base de información, vínculos nacionales e internacionales y capacidad de presentar argumentos. Esta es la perspectiva que contempla consecuencias a corto y largo plazo sobre la salud, incluyendo la radiación externa («accidentes» como Chernóbil o Fukushima, entre muchos otros menos publicados, bombardeos sobre ciudades en Japón, o «pruebas» nucleares en «desiertos» y «zonas remotas») e interna, mucho más difundida pues penetra al cuerpo humano y de otros seres vivos por diferentes vías: respiración, piel, alimentación. Uno de los referentes de ese movimiento es (pues lo sigue siendo) el fallecido Javier Rodríguez Pardo, cuyo legado se continúa en una red de organizaciones sociales y personas o instituciones varias de la región y la Argentina.
Simultáneamente debe considerarse el delirante dibujo sobre las imaginarias y crecientes (!) demandas de energía que, en el discurso economicista «necesita la humanidad», un cuento sin comienzo ni llegada que toma como punto de referencia la enormidad de energía quemada durante la era del carbón, el gas y el petróleo, que está pronto a terminar sea por el irreversible cambio climático, el agotamiento de hidrocarburos o ambas condiciones juntas. Claro que pasear mercancías de un lugar a otro suele ser presentado como síntoma de una floreciente economía, sin embargo no es otra cosa que un enfermizo frenesí que necesita esconder, para no ser visto, el abismo de las externalidades que genera. Ocultar las múltiples consecuencias y ramificaciones, junto al maquillaje verde de gobiernos, corporaciones y no pocas ONGs, es uno de los negocios más lucrativos pero a la vez necio que se conozca, porque vivir «verde y feliz» en una punta del mundo a cambio de destrozar alguna otra no es economía, es saqueo (neo) colonial cortoplacista, aunque se le encargue a «la tecnología» que arregle el futuro. Quien se tome el trabajo de analizar la trayectoria completa, no la de las estadísticas superficiales, de cada mercancía, podrá encontrar respuesta a su curiosidad. En la Unión Europea un pote de yogur viaja en promedio 5.000 km incluyendo, en algún momento, su contenido lácteo, los colorantes, saborizantes y conservantes, desde las pasturas y los tambos hasta la mesa del consumidor, que tampoco es la estación final sino que continúa su recorrido en otro invento de la modernidad llamado basura. Basta con sumar todo el gasto energético de elaboración, envasado, logística de corta y mediana distancia, transporte refrigerado, almacenamiento, distribución, publicidad y el petróleo contenido en cada pote (de plástico) y se podrá convencer que, cada vez que se repite el esquema en productos y servicios, el andamiaje globalizado actual no solo es inviable, es irremediablemente idiota. La fabricación de armas, sin contar los daños y múltiples consecuencias por el uso posterior es, según el SIPRI, Instituto Sueco de Estudios de Estudios sobre la Paz, de 3 millones de dólares por minuto, si nos limitamos -otra vez- al cálculo dinerario. La lista es inmensa, casi no tiene excepciones y supera la capacidad individual de elaboración. ¿Este modelo es realmente una necesidad de toda la humanidad? Afirmarlo sería una temeridad, sin embargo los líderes del G20 insisten, en la Declaración Final de Hamburgo, que el mundo «necesita crecer» a un ritmo del 3% anual, sin aclarar que eso significa duplicar el nivel mundial de consumos, niveles de extractivismo, multiplicación de conflictos, contaminación masiva de cuencas enteras, de mares, de tierras fértiles, de desertificación y éxodo rural a los 20 años y, 20 años más tarde, otra duplicación con la suma compuesta de ambos «índices de crecimiento». Desde hace medio siglo hay claras evidencias y debates sobre los límites que la naturaleza impone a cualquier dibujo sobre lo que, divagando, se llama «desarrollo». En términos del economista Kenneth Boulding; «cualquiera que crea que el crecimiento exponencial puede durar para siempre es un loco o un economista». ¿Cuáles son las soluciones, los caminos, las transiciones hacia sociedades justas, solidarias, sostenibles y posibles? Buena pregunta, que no puede ser respondida al ritmo de fulminantes y adrenalínicos mensajitos tuiteados sino meditada y ponderada en todas sus dimensiones. Se supone que la especie humana tiene la capacidad para aceptar desafíos, o no? Pues el desafío actual es uno de estos, de tipo técnico, científico, político y filosófico, el más grande de la historia. Fragmentar la realidad en pedacitos solo confunde más y quienes proponen seguir con más de lo mismo y más rápido -es decir trabajar para la concentración de la riqueza y publicitar soluciones tecnocráticos («nosotros sabemos, ustedes no se metan») con más o menos «reparto» para calmar los ánimos- están, en el mejor de los casos, asustados por la magnitud de los problemas, se refugian en las multicolores y variantes del neoliberalismo y sus promesas de que no hay otra opción que la lucha entre ganadores y perdedores, y proclaman que ser cómplices del 1% es mejor que ser «perdedor» junto al 99%, cueste lo que cueste.
Para los líderes del G20 y sus fieles seguidores la respuesta a los desafíos actuales de «la humanidad» se lograría incorporando más tecnología a la actividad humana. Pero no cualquier tecnología sino aquellas que permiten más concentración de poder y control corporativo sobre cada milímetro de la existencia humana. Con esos objetivos económicos y financieros en mente, afirman, se podría cumplir las tibias promesas ambientales del llamado Acuerdo (no vinculante, sino voluntario) de París. Una reconocida opositora a la industria nuclear, la Dra. Helen Caldicott, informa que, al margen de los costos y peligros para obtener un minúsculo impacto sobre el cambio climático usando energía nuclear, y sin estimar los problemas posteriores, habría que construir 1600 nuevos reactores, además de reemplazar los 400 existentes. En números concretos: 3 reactores cada 30 días por 40 años, para cuando, dice Caldicott, «las ventanas para frenar el cambio climático ya están cerradas»* .
La nuclear sería una de las fuentes energéticas «renovables», se insiste en gobiernos y negociantes de energía, obviando de plano varios interrogantes centrales, entre otros: energía para qué usos, para quién, para qué exactamente, en qué condiciones y a qué costo social, ambiental y energético a corto y largo plazo. Al parecer tienen dificultades en distinguir entre bienestar humano básico con abundancia, con generación y consumo local de energía en vez de comercio de la misma a grandes distancias, y la devastadora e inalcanzable zanahoria de la «riqueza» y la híper-producción. Otra pregunta relevante surge después: ¿si el Titanic usara energías «limpias» (incluyendo la falsa opción de la nuclear) para navegar a todo vapor hacia el iceberg, dejaría de ser el Titanic?
El no tan ridículo ejemplo del pote de yogur europeo ¿en qué sentido es diferente a lo que muy concretamente ocurre en nuestra región, el país y el MERCOSUR en el contexto de la mega iniciativa de la Ruta de la Seda, que es lo mismo que la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA)*, pero dicho en mandarín?
Andrés Dimitriu, docente e investigador (jubilado), Universidad Nacional del Comahue.
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