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Guevara en Bolivia

Cuarenta años después

Fuentes: Rebelión

Una de las cosas curiosas de eso que llamamos Historia es la de vueltas que da sin que quienes la vivimos, pensando en ella, acabemos de darnos cuenta de en qué giro de la noria nos hallamos. Digo esto a propósito de la fortuna de Ernesto Guevara de la Serna, por todos conocido como el […]

Una de las cosas curiosas de eso que llamamos Historia es la de vueltas que da sin que quienes la vivimos, pensando en ella, acabemos de darnos cuenta de en qué giro de la noria nos hallamos. Digo esto a propósito de la fortuna de Ernesto Guevara de la Serna, por todos conocido como el Che. Y no tanto a propósito del mito o la leyenda, que eso es algo universalmente reconocido, sino más bien pensando en sus ideas sobre el socialismo.

Hace diez años, cuando se cumplían treinta de la muerte del Che en Bolivia, los maestros del pensar en la Academia se hacían una composición de lugar más o menos como esta que sigue. Guevara fue parte de una historia finiquitada, la de la ilusión del socialismo marxista que atrajo a tantos allá por la década de los sesenta. Y si algo queda de él –se decía entonces– es, en el mejor de los casos, el espíritu utópico, el idealismo, el romanticismo, el espíritu aventurero, aquel espíritu crítico tan suyo que le llevó a alejarse del poder y a denunciar dogmatismos y ortodoxias.

Vivíamos entonces una época en que la mayoría de los filósofos europeos habían decretado el fin de las utopías y por lo general (siempre hay excepciones, claro está) de las ideas del Che sólo se hablaba o se escribía con una sonrisa misericordiosa, la que se suele poner al hablar o escribir de las personas que, habiéndose equivocado en todo (o casi todo), muestran con su propia vida que son mejores que nosotros: más libres, más críticos de la realidad existente, más valientes.

Eso, y no las hagiografías hechas por encargo, es la base espiritual (porque también hay bases espirituales, y el joven Marx lo sabía) de la universalización de la leyenda del Che. Eso, el que fuera más libre, más crítico y más valiente en los años que a él le tocó vivir, es lo que explica algo que siempre se suele presentar como contradictorio: el que un marxista-leninista (vade retro!) aparezca como icono en las camisetas en serie de jóvenes que se supone que no tienen ni idea de la cosa y que se cruzan sin reconocerse con otros (pocos) para quienes el Che es un símbolo de la revolución.

Han pasado otros diez años y ahí sigue, por supuesto, el mito, el icono, la leyenda. Lo que era sorprendente en 1997 después de todos las tentativas desmitificadoras realizadas en nombre de todas las banderas de los poderosos es hoy objeto de sesudas investigaciones sociológicas ya no sobre los desvaríos del héroe de ayer sino sobre los desvaríos de los jóvenes de hoy, tan despolitizados y desideologizados, que se dice. Pero eso no es nuevo: es parte del mismo giro de la noria de siempre.

Lo nuevo, el chorrito de agua que sale de los cangilones y que ahora brota de la noria de siempre, movida por los asnos que somos, ay, nosotros, debemos buscarlo en otra parte. ¿Y qué es lo nuevo, por lo que hace al Che, en 2007? Algo tan elemental como que su leyenda vuelva a vincularse, en algunos países y lugares, al socialismo. Algo tan elemental como que vuelva a hablarse no sólo de su figura sino de sus ideas en relación con lo que podría ser el socialismo del siglo XXI. Nadie sabe a ciencia cierta qué puede ser eso. Pero quienes hacen el esfuerzo de saberlo intuyen, creo que con razón, que lo que pueda llegar a ser el socialismo del siglo XXI tiene mucho que ver con lo que dijo, escribió e hizo Ernesto Guevara.

Lo nuevo, y llamativo, para los aficionados a la historia de las ideas y para los amantes de las utopías (en el mejor sentido de la palabra) es que hoy se hable y se escriba sobre Guevara y la construcción del socialismo precisamente en el país (no sólo en él, pero sobre todo él) en el que Guevara fue derrotado y murió: Bolivia. Y que hablen y escriban sobre él, no como sobre un icono sino como de alguien cuyas ideas hay que volver a tener en cuenta, personas que no eran ni fueron nunca guevaristas, aunque sí socialistas.

Digo que eso es llamativo y se puede argumentar en una frase: nadie que leyera el Diario del Che en Bolivia cuando éste fue publicado, ni siquiera quien lo leyera treinta años después de su muerte, podía imaginar que allí, justamente allí, donde Ernesto Guevara debió sentirse tan solo y aislado, su ideario volvería a reaparecer años más tarde. Parece una paradoja histórica. Y, sin embargo, no es tan rara. De las (buenas) utopías, como de las profecías, se puede decir que, con el tiempo, acaban cuajando en un lugar distinto y muy alejado de aquel para el que fueron pensadas. Ya pasó eso con la primera utopía moderna, la de Thomas More, que fue pensada para la Inglaterra de la época y acabó cuajando, décadas después, en Michoacán, México de la mano de Vasco de Quiroga. Pasó también con algunos de los falansterios socialistas inicialmente imaginados, en el siglo XIX, para Francia o Gran Bretaña y que migraron a América.

Si eso ocurrió, ¿qué de extraño tendría el que una utopía de la que casi todo el mundo dijo en su momento que había elegido para su realización el lugar equivocado acabara cuajando precisamente en el lugar equivocado? No estoy diciendo, por supuesto, que si hay socialismo en el siglo XXI en Bolivia ese socialismo vaya a ser un calco de lo que Guevara intuyó equivocándose en vida. Lejos de mi semejante concepción aseadilla de la historia. Lo que quiero sugerir, modestamente, es que en este giro de la historia hay algo nuevo, a lo que se ha prestado poca atención hasta ahora. Y que, si se la prestamos, tal vez aún estamos a tiempo los marxistas (guevaristas o no) de aprender algo de los procesos reales de la historia, tan sorprendente, tan inesperados, más allá del viejo cuento aquel que el poeta satirizó recordando el recurrente y ocioso «mi Marx tira de la barba a tu Marx y el tuyo de la barba al mío».