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Participan Roberto Veiga, Julio César Guanche, Rafael Hernández y Monseñor Céspedes

Cuba: hacia un redimensionamiento de los derechos humanos

Fuentes: Espacio Laical

La temática de los derechos humanos ha sido una constante que ha marcado, durante muchos años, los debates sobre Cuba. La construcción de versiones particulares sobre el tema, desde diferentes puntos del espectro político-ideológico nacional, nos muestra la existencia de una gran contraposición de opiniones. Se trata de un tema crucial que, más temprano que […]

La temática de los derechos humanos ha sido una constante que ha marcado, durante muchos años, los debates sobre Cuba. La construcción de versiones particulares sobre el tema, desde diferentes puntos del espectro político-ideológico nacional, nos muestra la existencia de una gran contraposición de opiniones. Se trata de un tema crucial que, más temprano que tarde, cobrará mayor fuerza en los procesos de transformación que vive el país. Por este motivo nuestra revista ha convocado a un grupo de expertos para debatir sobre este asunto trascendental. Participan en el dossier el jurista Roberto Veiga, editor de la revista Espacio Laical; el politólogo Rafael Hernández, director de la revista Temas; el jurista Julio César Guanche, ensayista y pensador cubano; monseñor Carlos Manuel de Céspedes, vicario de la Arquidiócesis de La Habana, pensador y ensayista; y el politólogo Arturo López-Levy, académico y activista cubano radicado en Estados Unidos. (Nota introductoria de Espacio laical)

Las preguntas que se responden dentro del dossier:

1-¿Puede hacer una reseña sobre los imaginarios históricos de nuestra nación acerca del tema de los derechos de la persona?

2-En las últimas décadas, ¿cuáles concepciones han conseguido en nuestro país una mayor elaboración y difusión? ¿Alguna noción ha prevalecido?

3-¿Cuánto han avanzado en materia de derechos las generaciones que hoy comparten el país?

4-¿Cuánto nos queda por avanzar? ¿Cuáles podrían ser los mejores mecanismos para lograrlo?

 

 

1-¿Puede hacer una reseña sobre los imaginarios históricos de nuestra nación acerca del tema de los derechos de la persona?

Roberto Veiga. En nuestros imaginarios sobre el tema de los derechos de la persona han estado presentes los ideales de libertad y de justicia. Estos han ido desarrollando una noción bastante compartida que considera la libertad en estrecha vinculación con la igualdad. En tal sentido, la inmensa mayoría entiende la relación de este binomio como una igualdad en la libertad. Para nosotros la libertad ha de resultar el mejor garante en aras de conseguir la igualdad social, siempre que se desempeñe desde la solidaridad.

Por eso hemos llegado a anhelar un universo bastante integral de derechos. Entre estos encontramos: las libertades de religión, de garantías ante todo tipo de discriminación, de imprenta, de reunión pacífica, de privacidad de la correspondencia, de sufragio universal, de protección del domicilio, de facultades para expresar las ideas, de asociarse pacíficamente, de irretroactividad de las leyes, de no ser detenido arbitrariamente, de entrar y salir del territorio de la República, de propiedad, de acceder a todos a los cargos y empleos del Estado, y de disfrutar del habeas corpus. También nos hemos aferrado a defender los derechos sociales relacionados, por ejemplo, con la familia, la cultura, la educación, la salud, el trabajo, la seguridad social, y la vivienda. Esto resulta un aporte importante, ya que los derechos de la persona humana constituyen un universo único e indivisible. No es posible el disfrute verdadero de unos derechos sin la garantía de los otros.

Sin embargo, se hace necesario destacar, además, que dentro de nuestros ideales sobre la materia se encuentra, con fuerte arraigo, el derecho a la independencia nacional. Muchas veces los mecanismos establecidos en el entramado de normas para establecer los órganos de poder y su funcionamiento, han estado condicionados a la necesidad de conquistar y preservar dicho ideal.

En Cuba, desde sus inicios como nación, estos ideales se vienen dibujando en nuestro imaginario. Están presente en la obra escrita y en la práctica social de nuestros fundadores: los sacerdotes José Agustín Caballero y Félix Varela, y en casi todos sus discípulos y seguidores, así como en José Martí, quien proyecta de manera inconmensurable la síntesis del universo de ideales y valores que debemos realizar cada vez más y mejor durante el curso de toda la historia. Resulta imprescindible destacar que dicha creación intelectual y práctica de la nación han sido enriquecidas posteriormente por el desempeño patriótico de sucesivas generaciones de cubanos.

Desde entonces la nación dibuja e intenta concretar el disfrute creciente de todos los posibles y reales derechos de la persona humana. Pero para conseguir esto de manera equilibrada también ha intentado dibujar y concretar fundamentos sobre los cuales cada persona, cada familia, cada grupo social, y la sociedad toda, habrán de ejercer tales derechos. En este empeño, la gran mayoría de los cubanos de diversas generaciones ha delineado un conjunto de deberes. Entre ellos se encuentran: la consolidación de la soberanía nacional, la promoción del ejercicio responsable de la libertad, el continuo crecimiento humano de cada cubano, el anhelo de ir construyendo una democracia cada vez más plena, la debida socialización de toda la riqueza económica que seamos capaces de alcanzar y el progreso de los desfavorecidos. Estos constituyen algunos de los presupuestos que anhelamos ejercer para concretar nuestra vocación solidaria, sin la cual podríamos atrofiar el disfrute de la libertad y la edificación de la igualdad.

 

Rafael Hernández . Esa pregunta es interesantísima y totalmente desmesurada. Para empezar, si se trata de aterrizar ideas como libertad, igualdad y fraternidad entre los seres humanos, y el derecho a una vida digna y sin cortapisas, al margen incluso de su condición ciudadana, estamos frente a uno de los temas menos consensuados entre naciones y grupos sociales diversos. Tampoco los cubanos hemos estado históricamente de acuerdo sobre cuáles son y cómo deben ser interpretados estos derechos. En buena medida, la historia de Cuba ha transcurrido en la búsqueda de proyectos políticos y sociales que articulen esos valores, y vías prácticas para conseguirlos (obsérvese que toda la frase anterior está en plural).

La Revolución, efectivamente, dividió las aguas, pero como en el Antiguo Testamento, fue el momento en que más gente pudo dar pie en el mar de los derechos humanos. Y no solo gente de abajo, sino también buena parte de la clase media. Se olvida demasiado que esta no fue solo la revolución de los obreros y campesinos, como se repite, sino también la de esa clase media, sobre todo baja y media, identificada en gran medida con una agenda que entronizaba los derechos de la persona como programa político y cívico. Es verdad que la mitad de los médicos se fue; pero la otra mitad no solo se quedó, sino se entregó a hacer realidad ese programa, junto con la inmensa mayoría de los maestros de escuela y otros profesionales, incluso en muchos casos ajenos a la ideología comunista, quienes abrazaron la revolución, no simplemente por sus beneficios materiales o ascenso en nivel de vida (muchas veces fue al revés), sino por sentirse parte de un momento excepcional, cuya grandeza histórica consistía precisamente en la exaltación de los derechos de la persona.

Fue esa dimensión tangible de los derechos humanos la que sirvió de pegamento al consenso socialista en Cuba, no el marxismo-leninismo ni el ateísmo científico instalados después. Ese consenso ha sido lo más cercano que hemos tenido nunca al cuerpo visible de la nación. Porque, aunque le pongamos cara de diosa griega con un gorro frigio, ese otro cuerpo que flota sobre las aguas representando a «la república con todos y para el bien de todos» resulta levemente irreal. La nación real se parece más a una fábrica, que produce seres diversos y contradictorios, y que –con todo respeto a la Santísima Trinidad–, son a la vez sus hijos, su espíritu y ella misma. A diferencia de la Trinidad, sin embargo, la nación no es una suma de perfecciones, sino también de nuestros errores y defectos como pueblo. Más bien lo que somos como nación se ha ido levantando sobre las sucesivas capas geológicas de esos excesos y disparates, también los que hemos cometido en nombre de la justicia, la libertad y otros derechos de la persona. Esa fábrica donde cabrían prácticamente todos los que tuvieran la (buena) voluntad de asumir determinada convivencia implica normas, sobre las cuales no hemos alcanzado un completo acuerdo, y que al parecer no están a la vuelta de la esquina.

Haber aspirado a toda la justicia en momentos anteriores de nuestra historia podría juzgarse demasiado solo si olvidamos que gracias a ese exceso ya no violan nuestros derechos los españoles ni los norteamericanos, pero tampoco los hacendados azucareros, y a pesar de nuestras desigualdades actuales, ahora mismo estamos entre las sociedades más justas del mundo.

Julio César Guanche. No solo en esta, sino en el resto de mis respuestas, partiré de un tipo de reconstrucción de uno de esos imaginarios, y mostraré, en referencia con él, como dialoga o discute con otros imaginarios existentes en Cuba sobre este tema.

En 1957, en el sur del Bronx, en un club al que asistían principalmente cubanos y puertorriqueños «de color», Arsenio Rodríguez estrenó el bolero «Adórenla como Martí». En ese tema, el músico califica el proyecto común por el que pelearon El Apóstol, Carlos Manuel de Céspedes, Ignacio Agramonte, Quintín Bandera, Antonio Maceo y Guillermón Moncada como la búsqueda de «democracia y libertad».

Es útil pensar hoy que, entre ambas palabras, parece existir sinonimia. ¿Qué tienen de disímil la democracia y la libertad, para que el autor del bolero las haya colocado como diferentes en el texto de su canción?

Una hipótesis plausible puede ser esta: aludían a un horizonte de interdependencia de los derechos, distinto al que separa, y prioriza, un tipo de derechos (los políticos) sobre otros (los sociales).

Cuando las constituciones de Jimaguayú ( 1895 ) y de La Yaya ( 1897 ) afirman en su texto que persiguen la «república democrática», recogen el mismo problema reflejado por Arsenio Rodríguez: la república no es solo el mando «civilista» y «legalista» que organiza el ejercicio de la decisión política según procedimientos democráticos -no se trata solo, para empezar, de la «libertad» contra el «militarismo» de Céspedes-, sino que deviene democrática con la prohibición de la esclavitud y el combate contra las jerarquías dentro de una nueva comunidad de ciudadanos. En ello, «la República no reconoce dignidades, honores especiales, ni privilegio alguno». Con la abolición, el sufragio universal encontraba el punto de partida para asegurar la igualdad de «todos los cubanos» tanto en la esfera política como en la social.

La demanda del abolicionismo incorporaba asimismo otras voces en la «democracia» cubana. Era un requerimiento forzado desde abajo, defendido también por capas bajas de blancos, negros y mulatos: campesinos, obreros, artesanos, exesclavizados y profesionales de ingresos bajos y medios. Máximo Gómez describió este horizonte dando voz a una parte de tales actores: «Mis negocios de madera y otros me llevaron a distintos ingenios y en uno vi, por primera vez, cuando con un látigo se castigaba sin compasión a un pobre negro (…) No pude dormir en toda la noche (…) yo fui a la guerra llevado por aquellos recuerdos, a pelear por la libertad del negro esclavo; luego fue mi unión contra lo que se puede llamar la esclavitud blanca y fundí en mi voluntad las dos ideas, a ellas consagré mi vida».

La «cuestión social» encontraba en el abolicionismo el punto más alto de un programa, más general, de aseguramiento político de las condiciones materiales necesarias para poder reproducir la vida cotidiana bajo un régimen de libertad. Martí expresaba así ese programa. La República debía satisfacer «el anhelo y la necesidad de cada ciudadano, sin distinción de razas ni de clases, mediante la abolición de todas las desigualdades sociales y de una equitativa distribución de la riqueza». El «suelo -agregaba Martí- es la única propiedad plena del hombre y tesoro común que a todos (…) iguala y enriquece, por lo que, para la dicha de la persona y la calma pública, no se ha de ceder, ni fiar a otro, ni hipotecar jamás». A partir de ese juicio, Céspedes luchó por destruir el aparato de la economía sacarócrata cubana.

Ahora, si la abolición de la esclavitud marca el contenido social de la democracia, como punto de partida de la posibilidad del acceso a una misma comunidad de iguales -dígase los ciudadanos «de hecho y de derecho»- ella no agota el carácter democrático de la República. Es necesaria una ética cívica y un conjunto de procedimientos políticos por los cuales las decisiones tomadas puedan ser calificadas de democráticas.

Para Antonio Maceo, los principios de lo que él llamaba la «república democrática» se oponían al servicio político a favor de «las miras políticas particulares». En una carta dirigida al «Ciudadano Presidente de la República» en Armas, Tomás Estrada Palma, Maceo rehusaba la doctrina de «sobreponer los hombres de color a los hombres blancos». Maceo protestó enérgicamente ante ella, pues formaba parte «y no despreciable, de esta República democrática, que ha sentado como base principal, la libertad, la igualdad y la fraternidad y que no reconoce jerarquías». Así, e l alcance atribuido a la legalidad -como recurso de toma de decisiones legítimas- se vivía en la Cuba del XIX como valor de la guerra de «métodos republicanos», como le llamaría Martí. A Maceo sus soldados le escribieron que respetaban su «valor en el combate» tanto como su «amor a la ley».

Esos contenidos pueden apreciarse desde el programa de la fraternidad masónica Gran Oriente de Cuba y las Antillas (GOCA) que en sus liturgias preludió contenidos del programa ideológico de 1868. GOCA proclamaba «la libertad del linaje humano, la libertad del pensamiento, la libertad de examen, la libertad religiosa, la libertad personal, la libertad política, la libertad de reunirse, la soberanía de las naciones, la libertad de imprenta, la libertad de cambio, el Hábeas Corpus, el juicio por jurado y la igualdad social».

Este programa era compartido por la exigencia de Carlos Manuel de Céspedes de abolición de la esclavitud, sufragio universal, gobierno elegido por el pueblo, enseñanza laica y derecho al levantamiento armado en defensa de la patria, contenidos que se encuentran asimismo en el constitucionalismo de Ignacio Agramonte y en el pensamiento de Antonio Maceo, formado inicialmente en el ideario de GOCA, que desarrolló luego sobre la base de las ideas de independencia nacional, democracia republicana, libertad de conciencia, libertad de prensa, tolerancia política y religiosa y Estado laico.

Con lo dicho, es suficiente para reconocer una tradición «fuerte» que no opone los derechos políticos a la democracia social sino que imagina que unos son condiciones de los otros: la existencia de unos necesita, pero también incentiva, la presencia de los demás. No se trata, entonces, de oponer una concepción «material» a una «formalista»: ambas dimensiones se entrecruzan en una misma visión interdependiente de los derechos. Desde ella, la democracia y la libertad no son lo mismo, pero la cuestión social y el valor primordial del derecho legítimo se reúnen en un mismo horizonte.

En esta tradición, la democracia tiene como definición mínima ser un ideal igualitario, empujado por sujetos que no oponen la libertad a la igualdad. Como asegura Arsenio Rodríguez, luchaban, nada menos, que por democracia y libertad.

Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Me resulta difícil esbozar imaginarios que abarquen «nuestra Nación». ¿Cuándo podemos aplicar a Cuba el concepto de Nación, y ya diferenciada en diversos estratos sociales, con opiniones propias? Me parece, aunque esto es discutible, que hacia fines del siglo XVIII o, a más tardar, en el primer tercio del XIX, ya se podría hablar de al menos una semilla o un esbozo de «nación cubana». Empero, desde su prólogo, en el período anterior, sabemos que lo que calificamos de «conciencia nacional» no es igualmente participado por los habitantes de la Isla. Muchos de los que nacieron en Cuba, vivieron en Cuba de manera estable y murieron en ella dentro del siglo XIX, nunca adquirieron esa conciencia como algo propio.

Tengo la impresión de que muchos habitantes de la Isla, de origen español o criollos de primera generación, así como los negros esclavos, no se consideraron «cubanos» (como nacionalidad) en fecha temprana. Los primeros siguieron siendo españoles, en todo sentido, hasta la muerte; los segundos, se consideraban africanos de su región de origen, su verdadera patria (tierra de los padres) y soñaban con que la muerte, al menos ella, les permitiera el regreso, aunque fuese solamente en un sentido espiritual. La expansión de la Ilustración, el decurso del tiempo cargado de experiencias diversas (rebeliones de esclavos, levantamientos de diversa coloración, pésimos gobernantes e inseguridad política en la Metrópoli, etc.) el desarrollo económico de Cuba, la independencia política de las naciones del continente -las ibéricas y la norteamericana-, etc. estimularon el desarrollo, en amplitud y profundidad, de la conciencia de «nacionalidad cubana». Lo que a fines del XVIII era solamente un puñadito de fermento, ya en la segunda mitad del XIX era, por lo menos, una porción muy significativa: en número y en peso social. La mayoría de los negros, libertos y esclavos, algunos de los cuales eran ya cubanos de varias generaciones. Los negros y mestizos constituían por esa época, numéricamente, la parte mayoritaria de la población, y sabemos que, tanto en la Guerra Grande cuanto, con mayor evidencia, en la de Independencia, formaron parte más que significativa en el ejército mambí.

La situación interior con respecto a la identidad de Cuba (o nación con identidad propia o región ultramarina de España o isla en la que los han establecido a la fuerza), condiciona inevitablemente el «imaginario» acerca del tema de los derechos humanos, individuales y sociales, tanto en el orden personal, como en el participado por los que vivían, casi siempre, en condiciones análogas.

En principio, por razones existenciales, más que de un pensamiento filosófico-social, para los negros, esclavos y libertos, el componente mayor de ese imaginario era la libertad, entendida como liberación de la situación de esclavitud y como desaparición de las discriminaciones sociales legales.. Ya en el siglo XIX hubo negros, libertos casi en su totalidad, incorporados al ejército mambí. No faltaron los negros y mestizos que tuvieron responsabilidades de dirección en el mismo. Aunque las diversas formas de discriminación racial han disminuído sensiblemente, no han desaparecido del todo y su superación, en cierto modo, sustituye y equivale como componente del imaginario propio, a la condición de la esclavitud en los siglos anteriores a la Independencia. Me parece que la situación colectiva que más ha contribuido a la desaparición -todavía no lograda totalmente, insisto -, de la discriminación racial, es nuestra Revolución Socialista.

Desde el último tercio del siglo XVIII y a todo lo largo del siglo XIX, la clase de criollos intelectualmente cultivados, casi en su totalidad, compartía la Filosofía de la Ilustración y sus valores. Ello incluía un concepto de nación más preciso, la abolición de la esclavitud -concebida esta abolición de diversas formas- y, progresiva aunque rápidamente, la aspiración a la independencia politica de España. Todo ello exigía un régimen interior sazonado por los derechos tradicionalmente sostenidos por la Ilustración.

A pesar de las limitaciones a la independencia política (soberanía), impuestas por los norteamericanos durante la ocupación (decir «intervención» es un eufemismo débil) posterior a la Guerra Cubano-hispano-americana y que nos son conocidas, el imaginario nacional de los derechos humanos se homogeneizó a la sombra del pensamiento liberal del siglo XIX. Hoy se enfatizan los llamados derechos sociales, que ya estaban incluidos en el proyecto vareliano del primer tercio del XIX, y fueron más claramente iluminados por José Martí en el último tercio del mismo siglo. Posteriormente, han sido puestos en un primer lugar -de enunciación y de realización- por la Revolución Socialista contemporánea, aunque frecuentemente esto ha sucedido con detrimento de los derechos individuales de corte más bien liberal. Lo cual, a mis ojos -de observador atento, no experto politólogo-, no siempre está suficientemente justificado. Me parece que tales errores -y también «pecados», que no es lo mismo- han sido causantes de heridas no todavía restañadas. Algunas, quizás, nunca cicatricen.

Es posible que en el momento de los «errores» o «pecados» no haya habido otras alternativas históricamente válidas y posibles, pero estimo que ya ha llegado la hora de la búsqueda del equilibrio indispensable entre los derechos sociales y los de corte individual (que, por supuesto, tienen indefectiblemente una densa proyección social). La hora de Cuba es hoy hora de graves dificultades económicas, pero es la hora de su mayor independencia en toda la historia republicana. Nadie nos «paga» con derechos de exclusividad; por lo tanto, nadie tiene los derechos de exclusividad de ponernos la música al compás de la cual hemos de bailar, Los cambios que se postulan hoy por la dirección del Estado van en esa línea, aunque el ritmo es excesivamente lento. Quizás el camino de la concertación necesaria para evitar el caos socio-cultural resulte más difícil y cuesta arriba de lo que pensábamos anteriormente.

Arturo López-Levy. Para responder esta pregunta me gustaría definir Derechos Humanos pues este concepto ha sido muy tergiversado en el contexto cubano y ha encubierto agendas menos altruistas. Por derechos humanos entiendo el conjunto de normas legales e internacionales contenidos en lo que se ha dado en llamar el modelo de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada el 10 de diciembre de 1948 por la Asamblea General de las Naciones Unidas. Ese modelo está compuesto por la Declaración y otros siete tratados fundamentales que implican compromisos a adoptar por todos los estados en la protección legal de sus ciudadanos. Esos siete tratados son: Los dos convenios de 1966 sobre Derechos Civiles y Políticos, y de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, la Convención Internacional contra la Tortura, la Convención para la Eliminación de la Discriminación Racial, la Convención para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer, la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio y la Convención de los Derechos del Niño.

La Declaración Universal propone implícitamente un Estado democrático, liberal y de bienestar, con gobierno de las mayorías, respeto a las minorías y una meseta mínima de garantías sociales y económicas, sin la cual los derechos políticos son una ficción. Ese paradigma no es la única respuesta a la pregunta de cómo deben los Estados tratar a sus ciudadanos. Hay otras, como el comunismo, la economía de comando, o de libre mercado, el fundamentalismo islámico, el fascismo y el liberalismo clásico. La distinción es que todas esas respuestas clasifican como meras ideologías mientras el modelo de la Declaración es un paradigma legal y universal refrendado por la mayoría de los Estados en ejercicio de sus prerrogativas soberanas. Además de universales, esos derechos son indivisibles e interdependientes. Son una canasta, no un menú del que se pueda escoger o no escoger.

Las leyes internacionales sobre derechos humanos, por tanto, no son meras invocaciones a «la libertad», «la democracia», «el socialismo» u otras palabras bellas, sino normas insertadas en el derecho internacional. La promoción de los derechos humanos está consagrada en la Carta de la ONU dentro de una tensión saludable con los principios de soberanía y no intervención en los asuntos internos de los Estados. Esa tensión se resuelve a partir del reconocimiento del derecho a la autodeterminación de los pueblos, consagrado en el primer artículo de los dos convenios de 1966 e invocado por el movimiento descolonizador como plataforma indispensable para la realización plena de todos los otros derechos, nunca como protección para la violación de los mismos.

A la vez, los derechos humanos no constituyen pretexto para que unos Estados se inmiscuyan en asuntos que son de la exclusiva soberanía de otros. El derecho internacional establece normas sobre qué puede y no puede contener una política de promoción de derechos humanos, incluyendo reglas relativamente claras sobre las sanciones y acciones que pueden tomar los Estados y otros actores internacionales con ese propósito.

Desde esa perspectiva de los derechos humanos como normas legales, existen varios imaginarios históricos que sirvieron de inspiración a su adopción internacional y por el Estado cubano. En una corta lista habría que empezar por aquellas fuentes mencionadas por el delegado cubano Guy Pérez Cisneros en su argumentación del voto cubano a favor de la Declaración Universal en 1948. Pérez Cisneros señaló en primer lugar el pensamiento del Apóstol José Martí, en el cual la independencia nacional era apenas el paso inicial imprescindible para crear una república de conciliación social, para todos los ciudadanos y con concepciones de equidad social más profundas que el liberalismo de los próceres de 1868.

También Pérez Cisneros mencionó la Constitución de 1940, que refrendaba un modelo de Estado, y de relación entre este y la sociedad civil, muy afín a los postulados de la Declaración Universal, con derechos políticos y civiles, así como económicos, sociales y culturales. Esa Cuba posterior a la Constituyente de 1940 tuvo varias iniciativas diplomáticas en el sistema interamericano que sirvieron de precedentes a la adopción en la ONU de la Declaración Universal. La más importante fue la elaboración del anteproyecto para la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre, aprobada en Bogotá en 1948. No es casual tampoco que haya sido el diplomático cubano Ernesto Dihigo quien presentó el primer proyecto en la Asamblea General de la ONU en Londres con los lineamientos generales para la elaboración de la Declaración Universal.

Dada la centralidad de la Revolución en la historia cubana, que es más de la mitad de nuestra historia post independencia, incluiría el alegato «La historia me absolverá». En este documento el abogado Fidel Castro, en nombre de «la Generación del Centenario», postuló una visión de Estado y sociedad con los derechos políticos y civiles, económicos, culturales y sociales recogidos en la Declaración Universal. Como expone el alegato, esos derechos estaban recogidos en el orden constitucional de 1940 y la Revolución buscaba realizarlos.

La promesa de «La historia me absolverá» creció en la historia post-1959. La realización progresiva de algunos de los derechos en áreas como la salud, la educación y la autodeterminación frente a poderes externos resaltó la importancia vital que tiene un desarrollo económico sustentable para gozar de esos derechos. El bienestar de un pueblo depende de la riqueza que es capaz de producir. Cualquiera que lea el alegato constatará que falta todavía bastante camino por recorrer en materia de libertades civiles y políticas, vivienda, transporte, igualdad racial y de género, aun cuando no haya niños sin escuelas.

Un movimiento de derechos humanos ajustado a las condiciones cubanas construiría plataformas de promoción de los mismos a partir de las promesas de «La historia me absolverá». Las razones para esto son por lo menos dos: 1) la centralidad de la Revolución en la narrativa nacionalista y en la historia de Cuba, que nunca fue más soberana e independiente de poderes externos que después de 1959. 2) Ninguna de las visiones adoptadas por el gobierno y la oposición política en Cuba, incluyendo el orden constitucional posterior a 1976, tiene más coincidencia con el paradigma de Estado independiente, liberal-democrático y de bienestar recogido en la Declaración Universal que el programa originario de la Revolución.

2-En las últimas décadas, ¿cuáles concepciones han conseguido en nuestro país una mayor elaboración y difusión? ¿Alguna noción ha prevalecido?

Roberto Veiga. Si apreciamos la práctica social que establece el modelo vigente, podríamos sostener que prevalece una concepción que privilegia la igualdad y los llamados derechos sociales. Ambos ideales resultaron ser aspiraciones que no se estimaban satisfechas por los modelos de sociedad y de Estado que definieron nuestra época histórica conocida como republicana. La sociedad cubana alcanzó importantes cuotas de libertad, pero sin las ambicionadas garantías para que todos, o la mayoría, tuvieran análogas posibilidades. Había garantías de igualdad, pero no las suficientes según las pretensiones de la nación y las exigencias de la más auténtica justicia.

Atentaban contra dicho propósito ciertas visiones que privilegiaban los denominados derechos individuales, en detrimento innecesario de los derechos sociales y de la igualdad. Asimismo, quebrantaba tal propósito un intenso vínculo con los sectores de poder en Estados Unidos, que imponían una relación muy asimétrica entre los dos países en perjuicio de importantes proyecciones que abogaban por una política que nos condujera hacia un mayor equilibrio en todos los ámbitos de la nación. Explica muy bien esta problemática la reconocida académica Marifeli Pérez-Stable, cubana radicada en Estados Unidos, en los capítulos 1 y 2 de su libro La revolución cubana. Orígenes, desarrollo y legado.

El forcejeo entre todas estas tendencias provocó que -con el triunfo de la Revolución el 1° de enero de 1959, que contó con el apoyo de los más amplios sectores populares, ávidos de igualdad y derechos sociales- comenzará un proceso de exclusión de las visiones liberales y de los mecanismos que les ofrecían poder, así como de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Esto favoreció el establecimiento cultural, formal y material de importantes derechos sociales y de sólidos marcos de igualdad. Sin embargo, obligó a limitar ciertas libertades, así como las relaciones de la Isla con países importantes para nuestra sobrevivencia.

Esto último, como es lógico, contribuye a la supuesta prominencia de los discursos de cubanos que proponen el restablecimiento de un status que privilegie los derechos individuales y desestime los sociales, y/o propongan una relación sin equilibrios políticos con Estados Unidos. Dichos reclamos son enarbolados por nuevos y viejos liberales, unas veces con mayor éxito intelectual y político y en otras ocasiones con menos éxito. El peligro, para algunos, es que esta visión pudiera ser asimilada por extensos segmentos de la población agotados ya por las insuficiencias y carencias que impone el actual modelo, sesgado por restricciones a determinadas libertades que afectan la vida nacional y transnacional del ciudadano.

Estas dos posiciones, que se pueden catalogar de extremas -aunque tengan las justificaciones que quieran-, han estado presentes en nuestras últimas décadas, aunque cada una de diversas maneras y con distintas posibilidades. No obstante, es innegable que ambas han influido en el imaginario nacional. Sin embargo, me atrevo a certificar que prevalece un imaginario popular que aspira a integrar lo mejor de estas posturas. En tal sentido, se hace necesario subrayar que, según parece, el pueblo aspira y necesita mayores cuotas de libertad, pero no desea retroceder un ápice, sino avanzar, en materia de derechos sociales y de igualdad.

Para lograrlo, el gobierno cubano y la sociedad civil toda tienen que vencer una resistencia que diversas circunstancias, internas y externas, han impuesto al proceso revolucionario. La Revolución radicalizó la cuestión de la independencia y estableció un modelo que procura mayor igualdad, y esto ha sido positivo. Sin embargo, para hacerlo tuvo que restringir en demasía las relaciones con otros países, en especial con Estados Unidos, así como postergar el diseño de mayores libertades y de una democracia lo más plena posible -porque pueden utilizarse para la subversión y poner así en peligro las proyecciones legitimadas por la generalidad de la población aquel 1° de enero y apoyadas posteriormente por la mayoría, o al menos por sectores muy significativos. No obstante, ahora es el momento de completar aquella obra, so pena de ser defenestrada por sus carencias.

Rafael Hernández. Si hablamos de las ideas sobre esos valores llamados derechos humanos en todas partes (no hay razón para no llamarles así aquí en Cuba, a no ser que estemos dispuestos a cederles el lenguaje a los otros), y si se trata en particular de las últimas dos décadas, los vasos comunicantes de la sociedad cubana han puesto en circulación un flujo heterogéneo y contradictorio, como nunca antes, al menos desde enero de 1959. Lo que ha distinguido estos años ha sido la descentralización de la producción ideológica y la rápida transformación de determinados patrones de razonamiento.

El mainstream en la Cuba de hoy, es decir, los referentes con los que se construye el sentido común, no solo han sacado de quicio la manera de pensar de la sociedad cubana de los 80, en particular un cierto «simplismo socialista» que ahora aparece cuestionado a todos los niveles, sino que lo han ido reemplazando por una especie de «simplismo privado», que se extiende no solo por la sociedad civil sino por el mundo institucional. Esta corriente se expresa en la devaluación de lo político, la inclinación hacia fórmulas más particulares que colectivas, el prestigio de lo privado sobre lo público, la reevaluación de normas y ceremoniales sociales relegados hace 50 años, y una creciente muestra de manifestaciones conservadoras (por ejemplo, nuevas sectas que prosperan muy por encima de religiones aculturadas o vernáculas). Nada de esto estaba ahí hace un cuarto de siglo, al menos con esa virulencia.

Me desconcierta escuchar que no ha habido cambios en esta esfera de los valores políticos (es decir, cívicos), pues es obvio que todo el mundo piensa y habla con referentes distintos -incluso los que insisten en afirmar lo mismo. ¿Es posible figurarse que la política y la ideología están al margen de los patrones de comportamiento y de pensamiento que se han ido extendiendo cada vez más a lo largo de este periodo? Naturalmente que no se trata de concepciones fundamentadas, sino de nociones con carta de circulación, otra cosa completamente distinta, más propia de la ideología que de la teoría política. Y desde luego que esa licencia no se las otorga nadie en particular, lo que no las hace menos pregnantes.

En medio de este desplazamiento de los énfasis, el pensamiento crítico, el intercambio de ideas y el conocimiento científico conocen, sin embargo, un momento de apogeo, con un nivel y una circulación difícil de encontrar en ninguna otra época de nuestra historia. Un debate como este que Espacio Laical convoca sobre los derechos de la persona tiene apenas antecedente en este medio siglo, y hubiera sido inviable aun en los prodigiosos 60, o hubiera arrojado otros resultados muy distintos.

A pesar de todo, no aprecio que el conservadurismo se haya vuelto hegemónico en Cuba. Cuando se observa detenidamente nuestro espacio público, donde navegan ese sentido común reconfigurado por la crisis y el nuevo pensamiento crítico, uno puede presenciar el intercambio de disímiles nociones, que van y vienen en la resaca del periodo especial. No hay que alarmarse demasiado, es lo propio de una época de transición, como la que vivimos. Más bien, como diría Alfredo Guevara, la cuestión consiste en aportarle lucidez a ese flujo.

Julio César Guanche. El paradigma «fuerte» sobre los derechos, que he descrito antes, se vio notablemente combatido por la Constitución de 1901, que al calor del constitucionalismo liberal típico del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, privilegió el reconocimiento formal de los derechos políticos contra el no reconocimiento, o la minimización, de los derechos sociales, hecho que permitía defender una economía mercantilista y un orden político oligárquico.

En esa dinámica, l a expansión de la lógica oligárquica se asentaba sobre la contracción de la lógica de la ciudadanía. Ese Estado liberal tenía nula capacidad y ninguna vocación para habilitar la ciudadanía material: la capacidad efectiva de ejercer los derechos consagrados por la ley por parte de una comunidad ampliada, cada vez más numerosa, de ciudadanos «de hecho y de derecho». De este modo, la ciudadanía liberal, entendida como estatus jurídico formal -ciudadanos «de derecho»-, por ser condición y resultado de la república oligárquica, era compatible con procesos de desposesión material y política de enormes mayorías sociales. El Estado liberal aseguraba de este modo su dominación sobre la expropiación de la soberanía popular: prometía que la soberanía radicaba en el pueblo cuando en realidad radicaba en la Enmienda Platt.

La concepción interdependiente de los derechos fue recuperada en las primeras décadas del siglo XX por los críticos de la República liberal. Este es el horizonte, por ejemplo, del Partido Independiente de Color (PIC). En Previsión , el periódico de dicho partido, puede leerse. «¿Somos los cubanos de hecho y de derecho ciudadanos de una república democrática o no? ¿Tenemos iguales derechos los nacidos en Cuba a sentirnos libres, respetuosos y respetados en el orden político? (…)». La plataforma del PIC -demanda de derechos obreros, derechos ciudadanos, nacionalismo, instrucción pública y tierra para los campesinos- era una denuncia contra el orden de exclusión de la República liberal oligárquica.

El ideario, y la acción de Antonio Guiteras es un aporte específicamente socialista a esta tradición, que la habilitará para identificar los recursos de la libertad en un contexto diferente al de la Independencia, frente al despliegue expansivo de relaciones capitalistas de mercado más «modernas» [i] . Su programa comprendía uno de los grandes aportes de la tradición socialista a la democracia: si el Estado se encuentra, también, en las relaciones de producción -porque las regula- entonces el control democrático del mundo del trabajo habilita el control «desde abajo» del poder político. Si bien el constitucionalismo -republicano o liberal, por ejemplo- ha prometido servir como dispositivo de control «desde afuera y desde dentro» sobre el poder político, pretendiendo poner límites al ejercicio arbitrario del poder político y buscando su dispersión, el socialismo recuerda que la fuente de este poder no es solamente político y que tiene sus raíces en el mundo «patronal» de la producción y de la concentración de la riqueza. Por este camino, el socialismo guiterista prometía luchar contra la concordancia entre el despotismo privado y el político. Con su énfasis decidido en los derechos sociales y en la democratización del mundo del trabajo, aportaba así una condición imprescindible para el autogobierno en tanto el proyecto mismo de la ciudadanía: una comunidad de seres libres y recíprocamente iguales que tienen capacidad y poder para construir en conjunto el orden en que viven.

La Constitución de 1940 recoge el horizonte de interdependencia de los derechos. No por casualidad, el primer acto político subversivo de la conocida como «Generación del Centenario» fue, precisamente, el entierro simbólico de ese texto, que iluminaba lo que se enterraba con ella en Cuba: otra vez la libertad y la democracia. Ese texto recogía la apuesta por una república que, recogiendo parte de las demandas revolucionarias de 1930, pretendía disputar un espacio democrático -a través de una vasta legislación del trabajo junto a derechos y garantías políticas como el habeas corpus– contra la nueva oligarquía instaurada por la dictadura de Fulgencio Batista. Por todo ello, merece lecturas más comprehensivas tanto de los factores que llevaron a la inaplicabilidad de una parte importante de sus contenidos, como de los enunciados que imprimieron en ella una energía que la hizo ver como uno de los horizontes a defender en la época.

La Constitución socialista de 1976 fue aprobada en un momento de auge de la crítica marxista-soviética a la «democracia burguesa». Por el decurso histórico que tuvo Cuba entre 1959 y 1976, bajo un orden institucional «provisional», hacia este último año se había desvalorizado, en amplios sectores sociales, el papel de la institucionalidad específicamente jurídica «formal» de protección de derechos, al tiempo que se valorizaba extraordinariamente el papel de los derechos sociales. Entre las causas de este hecho pueden encontrarse la crisis de la institucionalidad de 1952-1958, la rápida defección del nuevo proceso social de los sectores medio y alto de la burguesía y el repudio de sus instituciones, la crisis de resolutividad del derecho existente para dar cuenta de nuevas necesidades y la obra social desarrollada por la Revolución.

Para la Constitución de 1976 el Estado era la encarnación misma de «los intereses colectivos de toda la población trabajadora». Esto es, el Estado no era una agencia de defensa de la ciudadanía trabajadora y de regulación de conflictos sociales en un espacio político y social que le fuese favorable a dicha ciudadanía, sino que solo podía actuar en su interés, era su «representante»: la principal instancia de representación de lo político y de lo social. Por tanto, para la regulación constitucional no era una necesidad privilegiar los mecanismos de defensa de derechos individuales frente a ese Estado.

Siguiendo ese camino, la Constitución cubana no usa la distinción entre los derechos económicos, culturales y sociales, y los civiles y políticos presente en la doctrina sobre derechos humanos posterior a la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, pero tampoco aclara si los derechos serán de igual jerarquía y fuerza. Con ello, el ordenamiento y la práctica legales siguieron la filosofía de hacer prevalentes los derechos sociales sobre los individuales. El énfasis puesto en los segundos constituye una garantía material de inclusión social y política, pero no hace explícitamente deseable la interdependencia con derechos políticos «sospechosos» de «liberalismo burgués» como la huelga, el derecho de reunión, de expresión, o de garantías como el habeas corpus o el amparo constitucional.

Resulta, por lo demás, una ironía que sobre estos derechos recaiga tal sospecha, cuando su origen histórico se debe, precisamente, a luchas centenarias de movimientos obreros y de perseguidos políticos de toda laya, precisamente, contra «democracias burguesas». Se olvida que Batista, como no podía ser menos, combatió derechos del trabajo y utilizó instrumentalmente el habeas corpus, derogándolo al momento del golpe y permitiéndolo puntualmente con fines electoralistas y de distensión de la opinión pública. Se olvida por igual que aun así, estas ocasiones fueron aprovechadas por luchadores revolucionarios, como fue el caso de detenidos por el alzamiento del 5 de septiembre de 1957 en Cienfuegos, que fueron liberados tras la gestión de habeas corpus interpuesta por Osvaldo Dorticós; o se olvida que las huelgas obreras, en Cuba, tuvieron como sujetos a una abigarrada multitud de anarquistas, anarcosindicalistas, socialistas democráticos, comunistas, trostkistas, socialdemócratas, y un largo etcétera de diferentes clases de trabajadores, y a muy pocos «burgueses».

Este recuento no me autoriza a observar una noción claramente hegemónica sobre los derechos en el siglo XX cubano, pero sí a apostar por una conclusión: los derechos políticos y legales solo pueden existir sobre una base económica, pero los derechos sociales por sí solos no son suficientes para dar cuenta de necesidades políticas. Al mismo tiempo, ambos no son suficientes para dar cuenta de necesidades culturales: la ciudadanía con derechos sociales no resuelve de modo mecánico, por ejemplo, problemas asociados a la diferencia cultural. En pocas palabras, el racismo no se soluciona solo con derechos políticos y con derechos sociales, sino también con derechos de reconocimiento.

Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Me parece evidente que, en el ámbito al que se refiere el cuestionario, las concepciones más elaboradas y difundidas son las que tienen un denominador común con esa concepción sociopolítica, económica y cultural que identificamos como socialismo. Sabemos que el abanico de posiciones que se sitúan bajo el mismo amparo es muy amplio: va desde un socialismo suave (light, diría un norteamericano), hasta formas extremas que sobrepasan las concepciones marxistas «clásicas», para llegar hasta las formas leninistas y estalinistas, acerca de las cuales nos preguntamos hoy, a la altura de las reflexiones filosófico-políticas contemporáneas, si pueden ser calificadas todavía como marxistas. El socialismo se nos ha vuelto algo parecido a aquellos enormes abanicos de nuestras abuelas, conocidos como pericones: ampara muchas realidades. Hoy tengo la impresión -se trata de eso, una impresión, pues no he hecho encuesta- de que lo que prevalece en el cubano medio es, precisamente, una concepción media -cercana a las orientaciones del joven Marx, de Jean Jaurés, de Mariátegui, de Gramsci, etc.-, que se esfuerza por articular los derechos individuales con los sociales y con los más genuinos valores espirituales y éticos, tanto con los trascendentes (de carácter religioso) como los naturales (culturales). Insisto en que tengo la impresión de que a ese tipo de socialismo estamos enderezando nuestros pasos: como Nación, como proyecto de la Casa Cuba.

No resisto la tentación de mencionar, sea muy brevemente, dos realidades que no deberían dejar de estar presentes en esta etapa de cambios hacia ese socialismo que he calificado como concepción media y como equilibrio social, que no excluye una gran intensidad y efectividad e incidencia en la nación. Esas dos realidades, en mi «imaginario personal», son la cultura en todas sus vertientes, y la religión, con todos sus valores, sin pretensiones hegemónicas, por una parte, y sin reducciones folklóricas por otra. Volveré un poco más adelante sobre el tema.

Arturo López-Levy. Lamentablemente las concepciones cubanas sobre derechos humanos que han tenido mejor elaboración no han sido las más difundidas y viceversa. Ese es uno de los problemas mayores que una auténtica agenda de derechos humanos debe enfrentar en Cuba.

La polarización política en el contexto cubano y en torno a Cuba en el sistema internacional ha creado terrenos muy áridos para que un debate no partidista, basado en el modelo de la Declaración Universal, fructifique. Desde el gobierno del PCC y los medios controlados por el mismo, los derechos humanos son presentados como una especie de «derecho al socialismo» que todo el que lea los instrumentos legales del modelo de la Declaración Universal, y las opiniones de los comités encargados de interpretarlos, encontrará que no es el caso. Desde la exigua oposición política, los derechos humanos son presentados como todo lo que sirva para atacar al gobierno, sin un análisis matizado sobre la situación real del país, su historia, los acosos externos que lo limitan, sus luces y sus sombras.

A ambos fenómenos contribuye la política norteamericana de cambio de régimen, presentada como de promoción de derechos humanos, pero que es una negación de los mismos. Como han denunciado las Naciones Unidas, y múltiples organizaciones de derechos humanos como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, el bloqueo comercial y financiero contra Cuba no solo es contraproducente en la promoción de esos derechos sino que es una violación en sí misma de estos.

La polarización descrita obstruye la labor de las fuerzas relevantes de la sociedad civil cubana como las comunidades religiosas, de juristas, intelectuales, artistas y activistas de género, raza, orientación sexual, libertad de expresión, etc. Esas fuerzas, algunas con agendas elaboradas a tono con el modelo de la Declaración Universal y el derecho internacional, han tenido que arar en terreno minado, atenazadas por la excesiva ideologización de todo debate sobre derechos humanos en Cuba. Han tenido que navegar entre el Escila de un gobierno suspicaz ante el tema, con férreos controles sobre la discusión del mismo en la educación y los medios de prensa, y el Caribdis de la manipulación externa más atroz, subvencionada con millones de dólares del presupuesto estadounidense para imponer el plan plattista recogido en las secciones 205 y 206 de la ley Helms-Burton, y que nada tiene que ver con la declaración universal. ¿Es necesario recordar la complicidad de Jesse Helms con el régimen del apartheid, un crimen de lesa humanidad?

Frente a esa adversidad, han ido ganando fuerza en algunos sectores intelectuales, y publicaciones de la sociedad civil como Palabra Nueva, Espacio Laical, Caminos, varios blogs como «La Joven Cuba», «La Polémica Digital», o el Observatorio Crítico, múltiples visiones menos sesgadas sobre los derechos de la ciudadanía y la importancia de hacerlos parte de una agenda patriótica de futuro. Como en las mejores prácticas del resto del mundo, se enfatiza el carácter legal del modelo de la Declaración Universal como un programa práctico de implementación de justicia.

 

3-¿Cuánto han avanzado en materia de derechos las generaciones que hoy comparten el país?

Roberto Veiga. Las generaciones que hoy comparten el país han vivido en un contexto que, como en muchos otros lugares, se enaltecen unos derechos y se restringen otros. En nuestro caso, como ya he apuntado, se ha sublimado un conjunto de derechos sociales. Entre los derechos enaltecidos se encuentran: el acceso de todos a la educación, la atención universal a la salud y la posibilidad general de ascender en la escala social cuando no se manifiesta discrepancia política con el gobierno. Aunque esto último resulta una limitante, no ha sido un gran obstáculo para quienes han decidido disfrutar de esa prerrogativa. Estos derechos, junto a otros, han servido para sustentar una propuesta de igualdad social que se ha enraizado bastante en la sociedad y ha contribuido a promover cierta dignificación, tanto personal como comunitaria. Este es el aporte más significativo en materia de derechos. Hemos conseguido compartir un sentido de igualdad y de dignidad, aun cuando se mantienen ciertos límites y padecemos el deterioro de muchos de los derechos sociales que han sustentado dicho crecimiento. Disfrutamos, sobre todo, de un sentido más que de derechos tangibles, y ello puede ser un sólido fundamento para el rediseño de nuestro catálogo de derechos.

Dicho sentido de dignidad y de igualdad implica también el mantenimiento de esa noción de defensa de la independencia que ha existido durante toda nuestra historia. Sin embargo, ahora resulta entendido, sobre todo, desde el concepto de soberanía ciudadana. La inmensa mayoría de los cubanos anhela la integración de Cuba al mundo, a los mecanismos internacionales, pero desea conservar la posibilidad de orientar y gobernar tanto sus vidas personales como las familiares y la nacional. Para esto, como el lógico, el proceso de integración debe tributar al empoderamiento cultural, económico y político de cada cubano. Solo entonces podremos poseer intensos vínculos con todos los países, por poderosos que sean, y asegurar el mantenimiento del sentido de dignidad y de igualdad que hemos conseguido. Este proceso de empoderamiento ciudadano ha ser un imperativo que debe preocuparnos y ocuparnos intensamente.

Algunas propuestas particulares desestiman la cuestión de la soberanía. Sostienen que bastan los derechos individuales y no hacen faltan otros, como la educación y la salud, pues estos han de conseguirse por medio de transacciones mercantiles. También argumentan que no es importante ocuparse del control del país, pues los cubanos debemos desintegrarnos en una vida planetaria porque ya las naciones no tienen sentido. Haciendo un esfuerzo podría encontrar alguna noción valida en estos postulados, pero no puedo dejar de afirmar que están muy lejos de la manera como los cubanos estiman el asunto y de los reclamos reales de Cuba y del mundo.

Rafael Hernández. Han avanzado más que ningunas otras generaciones en la historia anterior. Si tomáramos un índice ecuánime para juzgar el contexto real de los derechos humanos, como por ejemplo el desarrollo humano, basado en datos como esperanza de vida, alfabetización, educación, estándar y calidad de vida, veríamos que, según el IDH de Naciones Unidas, Cuba integra el grupo alto de desarrollo humano, con el 59 en el ranking mundial, por encima de México, Costa Rica, Brasil, Colombia, Venezuela, en América Latina; muy por arriba de China y Vietnam, India o Sudáfrica, que vienen en el grupo medio.

Si tomáramos como ejemplo a las mujeres, la mitad de la sociedad cubana que ha avanzado más, veríamos que tiene un nivel incomparable no solo al resto de América Latina y el Caribe, sino al de numerosos países desarrollados. Escribo estas notas desde Tokyo, en la nación de Asia con mayor desarrollo humano y el número 10 en el ranking mundial. Con todo, las japonesas me cuentan sobre sus pertinaces desventajas respecto a los varones. Las cubanas son independientes, han roto con atavismos y supersticiones, encabezan familias, y no hay quien les quite el control sobre sus cuerpos, sus derechos reproductivos o la decisión de tener hijos.

Ellas desbordan las universidades, los cargos profesionales en la educación, la salud, la investigación científica, se han desplegado en la literatura y el arte. Aunque todavía no alcanzan a la tercera parte del gabinete, tenemos más ministras que nunca. Es verdad que no llegan a mandar en la mitad del territorio nacional, sin embargo, nunca ha habido tantas secretarias del Partido Comunista al frente de las provincias como ahora. Nada de eso ha sido una dádiva otorgada desde lo alto, lo han conquistado ellas mismas, sin discursos apocalípticos ni proponerse crear el Partido de las Mujeres. No hablan de sus derechos, los ejercen, contra todas las resistencias, incluidas las de la vida familiar. Son un ejemplo de disciplina, dedicación, laboriosidad, capacidad, organización, responsabilidad. Desde una perspectiva de género, ha habido una revolución en los derechos ejercidos por esa parte de las personas llamadas mujeres.

Si bien los derechos humanos no son una cuestión generacional (aunque ahora está de moda verlo todo con esos espejuelos), no cabe duda de que los cubanos más jóvenes ejercen naturalmente derechos que sus padres apenas imaginaron y por los que muchos se batieron, pagando un alto costo, como suele ocurrir con las cosas de valor. Pero ellos, los más jóvenes, ven hoy la mayoría de esos premios como parte de lo cotidiano, y es lógico que así sea. Hay que tener presente, sin embargo, que si estamos hablando de libertad, igualdad, etc., no se trata de medidas fijas, como las dosis de una vitamina. Cada época (concepto más explicativo que la mística de las generaciones) trae consigo nuevas visiones sobre estos valores, los recrea, los transmuta en prácticas diferentes. Y en cada época, el valor de los valores y su índole se miden por la determinación de luchar por ellos, de conquistarlos, no de asumirlos como parte de un orden preestablecido.

Julio César Guanche. Los informes respectivos en materia de derechos, de las autoridades cubanas y de Amnistía Internacional, muestran con claridad la polarización del debate que otorga, respectivamente, privilegio a un tipo de derechos frente a otros.

En los informes de las autoridades cubanas se aprecia el siguiente tipo de fundamentación. Cuba ratificó, en 2009, la Convención Internacional para la Protección de Todas las Personas contra las Desapariciones Forzadas. Aprobó el Decreto Ley 302 (2012), que favorece los viajes de cubanos hacia y desde Cuba. Ha asegurado estar trabajando en su sistema penal hacia la preservación de las garantías procesales en el juicio oral y en el proceso ordinario en general, que incluye la fase de instrucción. Se han aprobado resoluciones que mejoran la defensa del interés del niño en casos de controversias familiares. La seguridad social cubana protege, de modo diferenciado, a madres con hijos discapacitados. Se mantienen políticas penales severas contra la explotación sexual de menores y contra el consumo y tráfico de drogas ilícitas. Existen cátedras universitarias del adulto mayor e indicadores favorables en la disponibilidad de medicamentos específicos para ancianos. Las instituciones nacionales se han comprometido con una progresiva incorporación de la Clasificación Internacional del Funcionamiento de la Discapacidad y de la Salud, y han asumido las «Reglas de Brasilia» en lo relativo a la accesibilidad de estas personas al sistema de justicia. Atletas discapacitados participan en competencias nacionales e internacionales, y varios son medallistas de primer nivel mundial -como la extraordinaria Yunidis Castillo. En 2011 las mujeres cubanas alcanzaban 42,4 por ciento en cargos de dirección y representaban el 65,6 por ciento de la fuerza profesional y técnica del país, mientras que en la fuerza laboral activa son el 47,3 por ciento. Cuba cumplió los compromisos adoptados para la fecha respecto a los primeros cuatro Objetivos del Milenio -erradicar la pobreza extrema y el hambre, lograr la enseñanza primaria universal, promover la igualdad entre los géneros y el empoderamiento de la mujer y reducir la mortalidad de los niños menores de cinco años. Para 2015 debe haber cumplido los objetivos 5 y 6: mejorar la salud materna y combatir el VIH/ SIDA , el paludismo y otras enfermedades. Cuba ocupa el lugar 51 entre 187 países en desarrollo humano. Según el «Índice de Desarrollo Humano No Económico», se encuentra en el puesto 17 a nivel mundial y es el primero de los «países en desarrollo». En 2012 tuvo una tasa de mortalidad infantil de 4.6 por cada mil nacidos vivos, la más baja de América Latina y el Caribe. Para inicios de 2012 estaba prácticamente eliminada la transmisión materno-infantil de la sífilis y el VIH. En 2011 el país alcanzó la más alta cifra de pruebas de VIH realizadas en un año.

Por otra parte, se ha permitido la compraventa de casas y carros de uso, y se mantiene un alto índice de propiedad por parte de quienes las habitan, casi 85 por ciento de las viviendas del país. Amén del consumo social, en centros de estudio y trabajo, por ejemplo, se autorizó el acceso de cubanos a internet mediante pago, a alto precio, del servicio. No existe hoy en Cuba ningún condenado a pena de muerte. Se experimenta libertad de cultos religiosos. Existen b uenas prácticas en la prevención y mitigación de los desastres originados por causas naturales. Se mantiene amplia cooperación internacional en materia de salud y educación. Cuba presentó su primer informe al EPU en el año 2009 y ha presentado a continuación los informes a los que se comprometió. En 2007 la ONU borró a Cuba de su lista de Estados que violan los derechos humanos. Cuba es Estado Parte en 42 instrumentos en materia de derechos humanos.

Me parece muy difícil considerar que los contenidos de esta lista no sean «avances verdaderos» en materia de derechos -aunque el acceso público y trasparente a las cifras que permiten algunas de esas evaluaciones, o la calidad de algunos de esos servicios, sean un campo de discusión.

Ahora bien, a la misma vez pueden considerarse otro tipo de datos. En el informe de 2013 la síntesis que presenta Amnistía Internacional sobre la situación de derechos humanos en Cuba es la siguiente: «Aumentó la represión contra periodistas independientes, líderes de la oposición y activistas de derechos humanos. Según los informes recibidos, cada mes se practicaba una media de 400 detenciones de corta duración, y eran frecuentes las detenciones de activistas que viajaban a La Habana desde las provincias. Se siguió condenando por cargos falsos o sometiendo a prisión preventiva a personas que Amnistía Internacional consideraba presos de conciencia». Los ítems de este informe son el «d erecho a la libertad de expresión», la «asociación, circulación y reunión», los «presos de conciencia» y la «detención arbitraria». El historial de derechos sociales en Cuba es reducido a este párrafo: «La Organización Mundial de la Salud (OMS), UNICEF, el Fondo de Población de la ONU (UNFPA) y otros organismos de las Naciones Unidas informaron sobre los efectos adversos del embargo en la salud y el bienestar de la población cubana, especialmente en los miembros de grupos marginados. En 2012 las autoridades cubanas responsables de la atención de la salud y los organismos de la ONU no tuvieron acceso a equipos médicos, medicinas ni materiales de laboratorio fabricados bajo patente estadounidense». Aquí, la situación «verdadera» de los derechos se remite a las referidas a los derechos políticos.

Aun así, como afirma David Harvey: «La tradición que encuentra sus mayores exponentes en Amnistía Internacional, Médicos sin Fronteras, y otras organizaciones próximas a ellas, no puede ser desechada como un mero accesorio del pensamiento neoliberal. Toda la historia del humanismo (tanto en su versión occidental -clásicamente liberal- como en sus diversas versiones no occidentales) es demasiado compleja como para permitirlo.» El problema está, otra vez, en desvincular un tipo de derechos de otros, y considerar, como hace el paradigma desde el que opera Amnistía Internacional, «principales» los de libertad y «accesorios» los de justicia. Es esta desvinculación la que ha permitido el uso liberal, y hoy neoliberal, de un tipo de derechos.

En general, el sistema jurídico cubano cuenta con gran número de reconocimientos de derechos. La Constitución cubana dispone un capítulo para los derechos fundamentales, en el cual se plasman todos los consagrados por la Declaración Universal de 1948, con excepción de tres: el derecho a la vida, al reconocimiento de la personalidad jurídica y a la libertad de circulación y emigración, que aparecen regulados en leyes específicas -Código Penal, Código Civil y Decreto Ley 302 de 2012, además de disposiciones de los organismos de la Administración Central del Estado, respectivamente.

La Constitución cubana establece un conjunto de principios que deben considerarse como derechos: la igualdad, la participación y el derecho de petición. Varios de ellos son extraíbles del cuerpo constitucional, algunos corresponden a los llamados de «tercera generación» -como el derecho a un medio ambiente sano- y derechos al deporte, a una vivienda confortable, a la defensa de la patria, entre otros. Los derechos civiles, políticos, económicos, sociales y culturales consagrados en los respectivos pactos de la ONU se encuentran mayoritariamente reconocidos. Están consagrados todos en el caso de los derechos sociales, económicos y culturales.

Por ello, la declaración constitucional cubana de derechos no es atrasada para el año 1976, pero lo es respecto a 2013, si se compara no solo con los pactos internacionales antes mencionados [ii] , sino con los derechos introducidos por los constitucionalismos contemporáneos de signo transformativo, que reconocen como derechos colectivos los ambientales, los étnicos, los de los consumidores y otros derechos sobre los que se discute a cuál «generación» pertenecen: acceder de modo universal a las tecnologías de la información; buscar, recibir, intercambiar y producir información veraz; la libertad estética; acceder al espacio público como espacio de deliberación; rebajas en los servicios públicos y privados de transporte y espectáculos para los adultos mayores; la objeción de conciencia para el servicio militar u otras actividades, celebrar matrimonio entre personas del mismo sexo; migrar, estimular el retorno voluntario de los nacionales emigrantes y reconocerles derechos políticos; el derecho a la soberanía alimentaria, la prohibición de armas químicas, el sometimiento a la ley del uso de transgénicos y la declaración de la naturaleza como sujeto de derechos.

El fundamento y la práctica socialista de los derechos en Cuba han garantizado una concepción desmercantilizada de una vasta red de derechos -salud, educación, infraestructura y de derechos sobre el cuerpo (aborto, elección libre sobre la fecundidad, operaciones de cambio de sexo), que garantizan su disfrute- con diversos grados de calidad en su prestación -en tanto derechos de los ciudadanos y no de los consumidores que puedan pagarlos con exclusividad en el mercado. Han dotado a la sociedad cubana de un gran número de bienes de uso y beneficio común esenciales para la pacificación de la existencia, como la seguridad pública -contra el crimen organizado, el narcopoder, la presencia de actores armados irregulares, el pandillerismo juvenil etc- y para el consumo universal de bienes -como una amplia red de instituciones culturales, teatros, cines, festivales de música y cine, casas de cultura- al alcance de grandes mayorías sociales. Asegurando los derechos del trabajo, aun con la paupérrima cuantía de los salarios, ha evitado por décadas que millones de personas sufran la tragedia horrible de ir a parar a la calle sin trabajo y sin techo. Ha evitado la plaga de la mendicidad -y la más dura entre ellas, la infantil- que ha asolado históricamente a América latina, así como otros flagelos, propios del teatro del espanto, como las ejecuciones extrajudiciales por motivos políticos. Ha permitido combatir los extremos de las jerarquías sociales discriminatorias -haciendo convivir a mucha gente diferente entre sí en espacios sociales no estratificados. Ha permitido que derechos se conviertan en costumbres, como cuando mucha gente reclama que el Estado debe imponer preciosa los alimentos básicos. Ha hecho posible considerar que el debate, la deliberación y la participación tienen un lugar en la construcción de lo público -a diferencia de otros contextos donde las «leyes de la economía», la «necesidad del ajuste» y la «situación de crisis» arrasan con esos valores. Más recientemente, se han abierto derechos de participación económica con el aumento del cuentapropismo y del cooperativismo y la venta directa de productos del agro por parte de campesinos privados a entidades estatales, etc., aunque con ello se hayan introducido amenazas, como el aumento de los precios de los alimentos y mantenido inseguridades, como la prohibición de los cines en 3D.

Estas dos últimas situaciones recuerdan, otra vez, la necesidad de vincular los diversos tipos de derechos. Así, ambas son antidemocráticas: se toman sin derecho a réplica por los afectados y lesionan derechos sociales y económicos. El aumento de los precios de alimentos afecta derechos sociales a la salud y la alimentación cuando no se aseguran precios fijos a una amplia gama de productos de primera necesidad, y la clausura de los cines en 3D, sin consulta que tomase como base el criterio popular, cerró actividades que generaban empleos -exhibiendo las mismas películas ofrecidas por la televisión-, que no recibirán compensaciones por las inversiones realizadas.

Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Las últimas generaciones, las juveniles, pero también las que no son tan juveniles, pues vienen del pasado y nos parece que resucitan en el recuerdo, coinciden -en términos generales- en profesar hoy una afirmación más contundente de los derechos sociales. Muchos mayores, es decir, esos que vienen de un pasado en el que era una excepción la afirmación contundente de derechos sociales, que siempre deberían haber sido irrenunciables, en ocasiones suelen estar más «penetrados» por una concepción social, del hombre y de la sociedad, que lo que ellos mismos creen. Apostrofan negativamente, con los labios, a todo los que «huela» a socialismo, y afirman, simultáneamente, como ideal de sociedad, un enchumbamiento socialista de más que mediana intensidad. Cuestión de cultura politica, de lenguaje y… de contradicciones que cargamos con frecuencia. En cuestión, pues, de concepción de un proyecto nacional de carácter socialista, realista y equilibrado, más o menos intenso, hemos avanzado.

Disculpo más fácilmente a los muy jóvenes que, al parecer, no han tenido experiencia de otras realidades sociales que los errores y pecados que carga consigo nuestra historia de los últimos cincuenta años. Los asfixian los errores y pecados, cierran los ojos o malinterpretan los aciertos, y tienden entonces a mitificar lo que no conocen por experiencia. Se exasperan con las dilaciones y lentitudes de los cambios que ansían y que, en principio, deseamos casi todos los cubanos. Llegan a concebir -en número, lamentablemente, muy significativo- hasta la auto-punición del exilio, la pena considerada la más odiosa por nuestros Padres. No solo por los cubanos. Recordemos al romano Virgilio y su verso nostálgico –…illa tristissima noctis imago– escrito y repetido cuando rememoraba su expulsión por decreto imperial de Roma: «imagen de la noche más triste», la llama. Tampoco perdamos de la memoria la imagen del florentino Dante Alighieri, deambulando por los caminos de Italia para tratar de regresar a su ciudad, Florencia, de la que lo expulsaron los Medici, y a la que nunca pudo volver. Esto, la apatía social, la perplejidad ante la Patria y el consecuente proyecto -si es que puede ser llamado así- de punición por auto-exilio -en la juventud, es explicable. Me cuesta más trabajo tolerar actitudes análogas en las personas ancianas, en los que peinan canas y, viniendo del pasado, lo conocieron todo, y han vivido nuestro proceso, tan cargado -es cierto-, de errores y de pecados, pero también portador de los trofeos de sus logros, deseados durante toda la historia republicana anterior, pero siempre frustrados por una u otra esquina de la cuestión.

Arturo López-Levy. Los actores que tienen en Cuba una agenda basada en los principios de la Declaración Universal procuran una crítica responsable y madura al gobierno cubano y también a la política estadounidense. Su metodología no anatemiza a ningún actor patriótico y acompaña el anuncio y la propuesta a cada denuncia. Más que condenar a priori, se buscan avances posibles en temas menos ideologizados como género, raza, acceso al internet, derechos de viaje, formas económicas viables para una vida digna y ampliación de opciones en la educación. Es una estrategia que busca remover las estructuras de hostilidad y aislamiento que perpetúan los conflictos y sirven de razón para restricciones de emergencia, que tendrían que desaparecer una vez que las causales argumentadas para aplicarlas cesen.

Hay progresos en los últimos años en áreas como el reconocimiento del derecho a la propiedad privada, incluyendo la posibilidad de vender casas y autos, la libertad de viaje para la parte de la nación residente en la Isla, la libertad de culto, que es un componente esencial, aunque no es toda la libertad religiosa. Esos avances en esas tres áreas, de derecho de propiedad, religión y viaje, son muy importantes, pues tienen efectos multiplicadores sobre la situación de otros derechos como la educación, el trabajo, la libertad de expresión, acceso a información, etc.

A partir de 2007, el gobierno ha eliminado prohibiciones ultrajantes a la dignidad de los cubanos, como las regulaciones contra su estancia en hoteles e instalaciones turísticas basadas en el absurdo de pretender una falsa igualdad. Especial mención merece el tema del acceso a la telefonía celular y la expansión todavía muy lenta y cara del acceso de la población a internet, lo que es un derecho humano en el siglo XXI. Mantener el sistema universal de salud y educación, aun con sus deterioros, ha sido un logro importante en medio de tantas carencias económicas. El sistema general de educación, al cual concurren personas de todos los orígenes, ha sido un componente importante -pero no suficiente- de cohesión social contra los prejuicios sociales, de raza, género y preferencia sexual. Cuba ha sido reconocida internacionalmente por sus esfuerzos en la implementación del articulado de la Convención de los Derechos de Niño. Desde hace casi una década se ha implementado una moratoria en la aplicación de la pena capital.

En materia de adhesión a los tratados de derechos humanos, Cuba es signataria de todos los instrumentos principales y del Estatuto de Roma sobre la Corte Penal Internacional. La firma de los convenios de 1966 fue un progreso importante en el camino a su ratificación y aceptación de los mecanismos de monitoreo internacional. Último, pero no menos importante, es la adhesión de Cuba en el Consejo de Derechos Humanos al mecanismo de Evaluación Periódica Universal.

 

4-¿Cuánto nos queda por avanzar? ¿Cuáles podrían ser los mejores mecanismos para lograrlo?

Roberto Veiga. Como he anotado, pienso que hemos de completar la obra. Para ello, se hace preciso conseguir la altura política necesaria y la audacia suficiente con el objetivo de poder sobrepasar las condiciones que mantienen límites y rigideces en el tema de los derechos. Comprendo que puede resultar difícil, pero estoy convencido de que es impostergable e ineludible. Esto demanda un camino social dirigido a redefinir nuestro catálogo de derechos, y un Estado y un gobierno en función de promover, garantizar y facilitar el empoderamiento de los ciudadanos en el desempeño auténtico de los derechos cincelados por toda la nación. Es posible encontrar un conjunto de análisis profundos y diversos acerca de ese posible nuevo catálogo de derechos en un dossier publicado por la revista Espacio Laical, en su número cuatro del año 2009, titulado Desafíos constitucionales de la República de Cuba, en el cual participé junto a otros especialistas en la materia.

Por otra parte, los ciudadanos, la sociedad civil y el Estado deben comprender que será muy difícil enrumbarnos por estos senderos sin conseguir un clima de confianza política. Se hace forzosa una apertura entre todos aquellos cubanos enfrentados, o con potencialidades para enfrentarse, que sean aptos para lograrlo, pues únicamente entonces seremos capaces de considerarnos mutuamente todos los derechos. Nadie concede posibilidades a quienes les prometen a priori el aniquilamiento. La redefinición de nuestro catálogo de derechos que propongo y todos los cambios socio-políticos que hacen falta en el país reclaman de una activa y diversa participación ciudadana, pero hemos de hacerlo siempre con fines y a través de metodologías que no impliquen daño a otros. Esto debemos tenerlo en cuenta todos, sin distinción. Deseo que estos propósitos formen parte de la agenda ciudadana de mis compatriotas y, de alguna manera, sean incorporados por el gobierno al camino de cambios que pretende liderar en estos momentos.

Rafael Hernández. Las respuestas a esas preguntas dependen de cómo nos veamos y del traje que nos propongamos.

Si miramos el futuro como una reedición del pasado, entonces se nos puede ocurrir que las respuestas están en la Constitución del 40.

Si se trata de «preservar las conquistas», de poner en hibernación lo alcanzado en materia de política y seguridad social, de formular la compleja problemática de la persona (y el socialismo) en términos de tasa de mortalidad infantil y alfabetización, de productos subsidiados y universidades para todos, no es mucho lo que hay que avanzar, sino más bien deberíamos ir hacia atrás.

Aunque no lo parece a primera vista, los que añoran los 80 y los que se quedaron parados en la segunda República comparten una misma visión nostálgica e ineficaz de la situación nacional.

Esta sociedad y este mundo son otros, y más vale que nos hagamos cargo de esto, a riesgo de confundir proyectos con fantasías estériles. Lo que necesitamos no son tanto palancas y «mecanismos», sino pensarnos con otra cabeza. «También la verdad se inventa», pedía Antonio Machado, o sea, encontrar nuevas verdades (por oposición a la falsedad derivada de la poca imaginación, decía él.)

Llevamos más de dos décadas copiándonos a nosotros mismos; ahora parece que queremos clonar lo que han puesto en práctica sociedades con otras historias, culturas y otros problemas. Los nuestros nunca han sido la falta de modernidad ni la poca familiaridad con el capitalismo. Somos una sociedad profundamente secularizada, implantada en Occidente, aficionada al contacto con el exterior y el mercado, la vida urbana y las cosas útiles, que admira la chispa mental y la falta de pelos en la lengua, que detesta los cuentos y los sermones, los mandamientos y la solemnidad, los saltos atrás y la incertidumbre, y que necesita asegurar un orden social que satisfaga esas demandas, un traje que le sirva.

La medida de ese traje son nuestros derechos humanos. No hay derechos reales fuera del socialismo, ni hay socialismo sin democracia ciudadana, ni democracia sin igualdad y justicia.

¿Y qué nos queda por avanzar? Pues prácticamente todo.

Julio César Guanche. Las garantías jurídicas establecidas constitucionalmente en Cuba son, entre otras, las del debido proceso, las de limitación a la confiscación, la irretroactividad de las leyes, la aplicación de la norma penal favorable al reo, y la genérica que regula «[n]inguna de las libertades reconocidas a los ciudadanos puede ser ejercida contra lo establecido en la Constitución y las leyes, ni contra la existencia y fines del Estado socialista, ni contra la decisión del pueblo cubano de construir el socialismo y el comunismo» (art. 62).

La Ley de Procedimiento Penal regula el hábeas corpus como garantía del derecho de libertad. La Ley de Procedimiento Civil, Administrativo, Laboral y Económico (LPCALE) garantiza derechos patrimoniales y familiares mediante procedimientos ordinarios y especiales, regula el amparo en la posesión, y el uso del procedimiento administrativo y del procedimiento laboral. La Fiscalía General de la República tiene el mandato constitucional de velar por el cumplimiento de la legalidad y es la encargada de responder jurídicamente por el derecho de queja.

Sin embargo, en la práctica algunas de estas garantías jurídicas tienen eficacia muy limitada. Existe escasa posibilidad para hacer justiciable la actuación estatal, el régimen de las garantías jurídicas de los derechos tiene carencias y no existe, en la práctica, el control sobre la constitucionalidad -el existente no ha sido activado una sola vez desde 1976.

El recurso de hábeas corpus es muy escasamente utilizado en los tribunales y el amparo se limita solo a la posesión, sin extender sus atribuciones al amparo constitucional. La LPCALE dispone que la jurisdicción administrativa conocerá en todo caso de las cuestiones que se susciten sobre la responsabilidad patrimonial de la administración, aún cuando esta se derive de la ejecución de cualquiera de las disposiciones y cuestiones excluidas del conocimiento de la propia jurisdicción, pero la mayoría de la legislación de los últimos años (salvo algunas decisiones de autoridades de la vivienda) bloquea esta actividad y cierra la posibilidad para la utilización de esta vía, con lo que reduce la posibilidad de hacer justiciable la actuación gubernamental. No pueden tampoco reclamarse por la vía jurisdiccional cuestiones constitucionales.

La Constitución establece el derecho de dirigir quejas y peticiones a las autoridades, sin más especificaciones ni correspondientes salidas procesales a esta garantía. En la práctica de las instituciones cubanas, no se distinguen las solicitaciones entre quejas, reclamaciones de derechos y peticiones, por lo que se generan diversos problemas: número extraordinario de documentos a procesar, seguimiento de los mismos requisitos y lapsos para tramitar asuntos de diferente naturaleza, falta de inmediatez en la reposición del derecho y falta de efecto vinculante de la disposición de la Fiscalía. (La Contraloría General de la República cuenta con un recurso de atención a las quejas inédito y singular respecto al resto del ordenamiento jurídico cubano, pero restringido a su ámbito de actuación: «evaluar, atender, investigar y responder las quejas y denuncias de la población que reciba vinculadas con el descontrol y mala utilización de los recursos del Estado, así como de posibles actos de corrupción administrativa» (Ley 107, de 2009))

Por todo lo anterior, parece existir consenso en que el sistema de garantías antes descrito debe ser actualizado y completado, que puede hacerlo según prácticas contemporáneas destacables en la materia encaminadas a la protección diferenciada a grupos o personas vulnerables, el reconocimiento normativo de los derechos consagrados por la Constitución, aunque no exista la ley reglamentaria que los desarrolle; el otorgamiento de jerarquía constitucional a los tratados, pactos y convenciones sobre derechos humanos -que resulten por tanto directamente aplicables-; el procedimiento de amparo constitucional oral, público, breve, y no sujeto a formalidad, con acción interpuesta por cualquier persona para defender la libertad y la seguridad; la acción de protección contra políticas públicas o particulares que provoquen daños; acción de hábeas corpus para recuperar la privación ilegal de libertad, para proteger la vida y la integridad física; acción de acceso a la información pública; acción de hábeas data para conocer de la existencia y acceder a documentos, datos genéticos y archivos de datos personales; acción por incumplimiento para garantizar la aplicación de las normas, las sentencias o informes de organismos internacionales de derechos humanos y la acción extraordinaria de protección contra sentencias o autos definitivos en los que se haya violado algún derecho constitucional.

Ahora bien, además de argumentar siguiendo la línea de derechos y garantías sobre los «que falta por avanzar», creo que, además, es necesario encarar una cuestión de tipo «político-intelectual». Para mí es un problema de la mayor importancia. Estoy convencido de que los derechos, además de estar reconocidos, deben encuadrarse en un marco que los haga operativos y funcionales. Si se introduce un derecho sin un marco político, social y cultural apropiado para su despliegue resulta luego «letra muerta». Por ello, creo en la necesidad de habilitar, con la contribución de muchos actores, un cuadro intelectual, ideológico y político, con comunicaciones fluidas entre sí, que haga viables y efectivas las adquisiciones de derechos y de los usos con que se les implemente.

En ello es preciso reconsiderar una lectura teórica e histórica sobre el liberalismo, y sobre el socialismo, que existe aún hoy en buena parte de las ciencias sociales y del discurso político cubanos, que entiende que muchas de las tradiciones históricas sobre los derechos que aquí he reconstruido, son subsumibles bajo un solo calificativo, que lo unifica y descalifica todo: «la democracia burguesa». Contra esa lectura, haría bien atender a la historia de los sujetos concretos que pugnaron por sucesivas y crecientes democratizaciones, y escuchar sus palabras para entender mejor el horizonte de sus luchas. [iii]

Quien quiera llamar a Martí, a Maceo, a Céspedes, a los campesinos del Realengo 18, a los dirigentes del PIC, a Guiteras, a todos los intereses que confluyeron en 1940, y así al resto de la humanidad, de «demócratas burgueses» es libre de hacerlo. Como es libre de hacerlo quien quiera calificar de ese modo los programas del Movimiento Revolucionario 26 de Julio y del Directorio Revolucionario 13 de Marzo, que fusionaban la democracia política con la revolución social en los años 50. Sin embargo, con ello se termina por reducir las luchas en Cuba por democracia y libertad a una gritería excluyente e intolerante que confunde y aniquila la diversidad, el valor y la fuerza de los sentidos de esas luchas.

Si bien son criticables específicas concreciones en la práctica de los derechos individuales en cualquier contexto -lo que sucede por igual con todo tipo de derechos, también para el caso de los «derechos rojos», como algunos les llaman a los derechos sociales, es un completo error impugnar la importancia que tienen en sí mismos los ideales de tolerancia religiosa, libertad de expresión, gobierno de la ley, igualdad formal, legalidad procedimental y voto universal, que han sido tenidos en los últimos dos siglos por «liberales». Es mucho lo que aportan los derechos «formales». Pregúntesele a los «orientales» que viven en la Habana sin la autorización requerida por el Decreto-Ley 217 para residir en la «capital de todos los cubanos», cuánto significa para ellos figurar en «ese papel» (como qué significa «el papel» para «una mujer negra que está intentando asegurar derechos de ciudadanía desde la oficina local del Departamento de Seguridad Nacional», como ejemplifica Stuart Hall). Es mucho lo que aporta el ideal de «debido proceso». Pregúntesele a los que, en Cuba y en cualquier lugar del mundo, son detenidos por un año, o más, sin que se le presenten cargos. Es mucho lo que aportan los beneficios legales a los reos. Pregúntesele, en Cuba y en cualquier lugar del mundo, a aquellos que han sido privados, sin causa justificada, del beneficio de la libertad condicional. Sea dicho con fuerza: en ningún caso el problema está en los derechos, sino en poder concretarlos.

Con esto solo afirmo que resulta impostergable la necesidad de la afirmación plena, aquí y ahora en Cuba, con entusiasmo, firmeza, dignidad y energía, de todos los derechos «formales», tanto como la demanda de su expansión efectiva. Por lo mismo, no se trata tampoco de hacer la apología, por separado, de los derechos sociales. Si bien estos, como decía Marshall, permiten «a los excluidos entrar en la corriente de la sociedad y ejercer efectivamente sus derechos civiles y políticos», su ejercicio, si se desconecta de valores de responsabilidad y autogobierno, puede promover un criterio asistencialista de inclusión social y paternalista de participación política. Otra vez la cuestión no radica en rehusar este tipo de derechos sino en encuadrarlos en políticas que promuevan tanto la inclusión como la participación. [iv]

Desde este horizonte, pienso que es necesario escandalizarse cuando se plantean violaciones de derechos, pero sin dejar de preguntarnos cómo y desde qué marco político se denuncian. Por ello, para mi resulta irónico apreciar cómo se denuncian delitos contra los derechos humanos en Cuba al tiempo que se calla los cometidos en Guantánamo; o se defienden los derechos políticos de los cubanos y se acepta al mismo tiempo el derecho del gobierno norteamericano a intervenir en la política insular, aceptando, por ejemplo, el bloqueo. Además de inconsistente como política hacia los derechos humanos, e inaceptable desde el punto de vista de la soberanía nacional, es también falaz como política en sí misma: diversos actores reciben financiamiento público del gobierno norteamericano para sostener su actividad contra el credo de la política (neo)liberal que defienden en materia económica. De este último credo cabría esperar que defiendan que el Estado se desentienda de los costos de la participación política, pero aceptan que un Estado extranjero financie en particular la suya propia.

Ya en otro lugar más general, creo que sería deseable avanzar en direcciones que favorezcan, por ejemplo, un tipo de respuesta a las críticas dirigidas contra el ejercicio de la autoridad estatal que no pase por la descalificación a priori y menos por la penalización. No tengo dudas de que es más deseable un Estado sensible ante la crítica social, que aquel que directamente la repele o la coopta según su propio e impertérrito patrón de decisión. Pero esa «sensibilidad» se «educa» a través de estrategias concretas, dispuestas por las propias autoridades, y, sobre todo, por la organización popular, para abaratar hasta el máximo posible el costo de las discrepancias -por ejemplo, desvinculando radicalmente el ejercicio de la opinión política del disfrute de un puesto de estudio y de trabajo, puesto que estos son bienes públicos. Ese escenario haría posible procesar las diferencias sobre un suelo firme de derechos reconocidos; garantizar que las decisiones estatales puedan ser discutidas, resistidas, disputadas por la sociedad a través de canales legítimos y desde cualquier esquina de la sociedad y por parte de las personas «más comunes». Dicho marco necesita, asimismo, de la autoorganización política y del desarrollo de garantías sociales de autotutela, encaminadas a crear un marco económico de independencia personal, como serían las cajas de ahorro, las empresas comunitarias, las comunas y cualquier otra forma asociativa socialistas guiadas por los valores de mutua cooperación y solidaridad, entre otros caminos posibles.

Por lo dicho, me asisten todas las razones para luchar por la expansión de todos los derechos en la Cuba de hoy y para aspirar a colocar esta discusión en el centro del debate público que necesita la reforma constitucional a la que estamos abocados.

Como es difícil que alguien se oponga de plano a esta afirmación, es preciso radicalizar la cuestión y plantear rectamente que el reconocimiento de un derecho no es completo hasta que cuenta con garantías materiales e institucionales para concretarlo: la existencia de políticas desde el Estado -en forma de una nutrida red de garantías específicamente jurídicas destinadas a su protección, como defensorías del pueblo-; y desde la sociedad -en forma de grupos de defensa de derechos.

Por último, quiero concluir recordando a Karl Polanyi, un crítico radical del capitalismo. Este podía asegurar: «la economía de mercado, bajo la que crecen estas libertades [las que llamaba las «malas libertades», las vinculadas a la acumulación y el monopolio «que condicionan unilateralmente el gobierno democrático y degradan los derechos civiles»], también produce libertades de las que nos enorgullecemos ampliamente. La libertad de conciencia, la libertad de expresión, la libertad de reunión, la libertad de asociación, la libertad para elegir el propio trabajo».

Se trata, en todo caso, de que las «buenas» libertades (como la libertad de no sufrir penurias y la libertad de vivir sin miedo) sean las que estén en el poder: esto es, el recurso de la resistencia frente a formas arbitrarias y despóticas de autoridad no se encuentra en la oposición de un tipo de derechos frente a otros, sino en la lucha, precisamente, por una concepción diferente de los derechos, que garantice más y mejores libertades.

Monseñor Carlos Manuel de Céspedes. Carezco de una «regla de medidas» para responder con exactitud al cuánto. Sí tengo, sin embargo, algunos señalamientos que responden, con toda probabilidad, a mi escala de valores. Estoy pensando, más que en normas o instituciones concretas, en actitudes «espirituales» básicas (culturales, en su sentido más amplio que es, al mismo tiempo, el más preciso), en talantes y estilos existenciales, etc. Otros hombres y mujeres, tan cubanos como yo y quizás más capaces, añadirían otros y podrían no incluir algunos de los que yo incluyo y presento a continuación:

a . Racionalidad y amor; razón y corazón, existencial y ontológicamente imbricados. Vivir con una conciencia clara de que la racionalidad y el amor nos tipifican como criaturas humanas, nos distinguen de las bestias; si tenemos una visión antropológica pendiente de los datos de la fe judeo-cristiana, expresada en la Biblia, esas son las realidades que nos asemejan a Dios (cf. narraciones genesíacas, Gen.1, 26ss.). Lamentablemente, entre nuestros paisanos abundan las actitudes irracionales, impulsivas, instintivas, carentes de razón y de corazón. La educación de nuestro pueblo, y la de todos los pueblos, debería incluir siempre el cultivo de la razón y del espacio insustituible del amor en todas sus dimensiones (fraternal, paterno-filial, amical, matrimonial…), del corazón, que no debería asimilarse a la atracción impulsiva o a la simpatía espontánea, que puede ser pasajeras.

b . La superación del choteo, en el sentido en que lo entendió Jorge Mañach (cf. Indagación del choteo), acerca de lo cual yo he hablado y escrito en más de una ocasión. Me atrevo a parodiar al padre José Agustín Caballero, quien en el siglo XVIII, afirmó que «la esclavitud era nuestra mayor lepra social«; pues bien, para mí, desde la segunda mitad del siglo XIX y durante toda la República, a partir de los inicios del siglo XX, o sea, en la Primera y en la Segunda República, el choteo, el relajo criollo ha sido y lamentablemente sigue siendo nuestra mayor lepra social, en amplios sectores de nuestra sociedad. Ese tipo de choteo, es el que consiste fundamentalmente en no tomar en serio lo que sí lo es, de verdad; en «tirar todo a relajo», sin discernimientos acerca de la entidad genuina del asunto en cuestión; y también en la actitud contraria: conferir una seriedad ridícula a lo que carece de peso específico sustancial. El discernimiento existencial se impone y, para ello, no se puede prescindir ni de la razón ni del corazón. Son ellos dos, en conjunción, los que nos entregan la verdad entera de las cosas.

c. Formación humanística. No creo necesario insistir en cuál es el contenido de una formación humanística, o sea, el estudio de las disciplinas relacionadas más directamente con la persona humana. Ausentes o minusvaloradas, en términos generales, en nuestros curricula académicos. Y este estilo de formación debería iniciarse desde el primer grado de la escuela primaria, al elegir los textos con los que el niño se iniciará en la lectura. No pretendo que todos los cubanos nos equiparemos a los humanistas del Renacimiento, al estilo de Tomás Moro, Erasmo de Rotterdam, Juan Luis Vives o Pico de la Mirándola. Aspiro a que la formación humanística, a tenor del siglo XXI, ayude a nuestro pueblo a asimilar una estética genuina y esta, por los senderos que le son propios, nos conducirá a la mejor formación ética.

d. Interiorización de una Ética articulada con la realidad cubana, amparada con una genuina estética abarcadora, ecuménica, incluyente de los valores que nos permiten la convivencia fraterna dentro de una misma comunidad humana (Casa Cuba). Imposible pretender la asimilación de una sanación de costumbres, o sea, la supresión de la corrupción en todas sus formas y matices, por medio de sanciones, que no deben faltar en su caso: la impunidad genera vicios; o sea, el hábito de lo que es malo. La sanación de las costumbres -pretensión irrenunciable- se edifica solamente sobre la base de una ética interiorizada. Ella no se levanta sobre el barniz, ni es ella misma un barniz. Por ejemplo: -la «educación formal», apetecible sin lugar a dudas, debería levantarse sobre la ética interiorizada y la estética imbricada en ella;- todos deseamos que mejore sensiblemente la situación económica del País y la personal, pero, ¿para qué? ¿Para gozar egoístamente de los bienes acrecentados? ¿Para obtener mejores réditos de la corrupción? Si tenemos una ética genuina, enraizada en lo más profundo de nuestro ser, sabemos que los mayores ingresos nos permitirán un mayor bienestar ordenado, pero nos permitirán también servir más y mejor a quienes lo necesiten. ¡Y son muchos!

e. Valoración muy cuidadosa, sumamente cuidadosa, fraternalmente cuidadosa, de la dimensión religiosa de la persona humana. Dimensión que durante un tiempo demasiado prolongado se pretendió borrar del alma cubana y de nuestra propia identidad, lo que causó heridas muy difíciles de sanar. Ahí están, ante nuestros ojos, los de la mirada interior, las llagas y las cicatrices. Esta atención a lo religioso demanda un gran cuidado, cercano a la ternura. Cuidado y atención para evitar la folklorización y la manipulación política o turístico-económica de lo religioso. Trátese de alguna forma de cristianismo, de la abundantosa religiosidad sincrética o del espiritismo, del judaísmo o -ahora también- del creciente islamismo.

EPÍLOGO MUY PERSONAL

¿Cómo podrá suceder todo esto? Se aprende a nadar tirándose al agua o, mejor, como dijo el poeta español Antonio Machado, patriota entero, republicano, el del lirismo más profundo: «Caminante no hay camino. Se hace camino al andar«. Un cierto camino ya existe, pero no está exento de riesgos, que debemos correr si queremos subir al monte para ampliar nuestro horizonte. Esos caminos son, siempre, cuesta arriba. Pero si tenemos fe, sabemos, como el mulo de la Rapsodia de Lezama, que hay quien nos faja con faja protectora y nos da la mano para ahuyentar la caída fatal e irreversible. 

Nuestro enorme poeta dramático, Don Pedro Calderón de la Barca, aquel español del siglo XVII, armado con su genio y su pasión por el honor, en aquella época en la que todos éramos todavía españoles, nos dejó en una de sus mejores obras los siguientes versos, que aprendí siendo adolescente y nunca he olvidado; tienen que ver con todo lo que estamos reflexionando ahora: «Al Rey, cuenta de vida y hacienda has de dar,/ pero el honor es patrimonio del alma/ y el alma solo es de Dios.» 

Sea mi punto final la mención del Amor Patriae. Es el substrato de todo lo que he escrito, como ya realizado o como tarea por realizar. Amor genuino de entrega, de servicio, amor que profesa el que sabe que la Patria no le debe nada, sino que somos nosotros, todos, los que le debemos todo a la Patria. Hasta la vida, si necesario fuere. Nuestro José Martí, en frase demasiado repetida y manoseada por muchos que no la han tomado en serio, nos dejó dicho que la Patria es ara y no pedestal. Y hacia el final de Abdala, su obra de juventud, firmada el 28 de octubre de 1869, cuando Martí tenía 16 años, en el diálogo de Espirta (la madre) y Abdala, nos dejó los versos que cierran mis reflexiones de hoy y que también aprendí siendo adolescente. Tampoco los he olvidado. Nunca. Ni los versos, ni a Martí: «El amor, madre, a la patria/ no es el amor ridículo a la tierra,/ni a la hierba que pisan nuestras plantas;/ es el odio invencible a quien la oprime,/es el rencor eterno a quien la ataca; y tal amor despierta en nuestro pecho/el mundo de recuerdos que nos llama/ a la vida otra vez, cuando la sangre,/ herida brota con angustia el alma; la imagen del amor que nos consuela/ y las memorias plácidas que guarda».

Y dos versos más adelante, agrega: «¿Acaso crees que hay algo más sublime que la patria?»

Arturo López-Levy. Para medir cuanto queda por avanzar es importante clarificar lo que el modelo de la Declaración Universal es y no es. No es una compilación de todo lo deseable. Es una canasta relativamente pequeña de derechos, un sistema legal con mecanismos de implementación que funciona dentro de normas internacionales, entre ellas el respeto a la soberanía de los estados.

El derecho internacional define con suficiente claridad que los derechos humanos en cualquier país son de la incumbencia de toda la comunidad internacional, así como que hay normas legítimas a respetar en su promoción. No es de extrañar entonces que a pesar de todas las invocaciones a los derechos humanos por parte del gobierno de Estados Unidos para justificar su política de acoso contra Cuba, la Asamblea General de las Naciones Unidas haya condenado el embargo como violación en sí misma de los derechos humanos de cubanos y norteamericanos. Un progreso importante para los derechos humanos en Cuba sería que Estados Unidos acabe de abandonar su política contraproducente, que es inmoral e ilegal.

Toda estrategia de derechos humanos debe tener prioridades y secuencias óptimas. En un contexto de reformas económicas y liberalización política, con argumentos válidos de emergencia política desde el gobierno debido al embargo estadounidense, la promoción de derechos humanos debe concentrarse en ampliar las libertades de la mayoría de la población, particularmente sus derechos sociales, civiles, económicos y culturales. Los derechos políticos, particularmente los referidos a la realización de elecciones multipartidistas como es el estándar regional e internacional de libertad de asociación y participación política, deben ser parte del paradigma de normalidad, pero centrarse en ellos ahora es comenzar por el final. No hay que olvidar nunca el sentido político de la lucha por los derechos humanos. Como en el pensamiento chino que inspira el logo de Amnistía Internacional (una vela encendida): encender una luz es más importante que maldecir la oscuridad. La propuesta positiva es más importante que la queja.

En los tratados de derechos humanos se establecen normas que no son derogables bajo ninguna circunstancia, como la prohibición de la tortura, el derecho a un juicio justo, la protección legal de los prisioneros, y otros. Que se adopte una secuencia óptima, no implica dejar al gobierno cubano sin el escrutinio saludable de la sociedad y los organismos internacionales.

Existen derechos cuyo ejercicio puede ser suspendido en condiciones de emergencia. El argumento de emergencia producto del acoso estadounidense contra la soberanía cubana no es un cheque en blanco, sino una situación extrema en la que las autoridades tendrían que presentar el vínculo causal entre cada derecho suspendido y la amenaza al orden público. Las emergencias demasiado largas son lógicamente sospechosas. En ese sentido, sería conveniente precisar qué derechos específicos son reconocidos por el gobierno comunista, pero que hoy están suspendidos en virtud de la emergencia presente. Una discusión más amplia y exhaustiva a nivel social de los reportes cubanos y las críticas a los mismos, como parte del mecanismo de evaluación universal periódica, sería útil a ese propósito.

En términos de la construcción de un Estado de derecho hay mucho de qué preocuparse, incluso si el enfoque actual de reformas tuviese éxito. Las transformaciones en curso han dado un mayor relieve a la legalidad en la lucha contra la corrupción y el fortalecimiento de las instituciones. El gobierno parece tener un enfoque instrumental al tema de la legalidad y promueve una gestión más predecible y un aparato administrativo más organizado, regulado y eficiente. Eso no es insignificante, pero se queda corto con respecto a los intereses nacionales y no alinea a las instituciones y leyes cubanas con las normas del modelo de la Declaración Universal y el tipo de Estado que postula. Es tiempo de iniciar un sendero hacia una democracia representativa con todas las libertades y derechos consagrados en la declaración universal.

Otra área importante en la que habría que crecer institucionalmente es la creación de instrumentos no partidistas de escrutinio sobre derechos humanos desde la sociedad civil. En ese sentido se necesitan mecanismos que no solo registren las decisiones tomadas y sus responsables, sino también tener una legislación que las haga transparentes al análisis público, por lo menos un tiempo más tarde, y que establezca una preminencia de lo civil sobre las dependencias de las Fuerzas Armadas Revolucionarias y el Ministerio del Interior, incluyendo el sistema penitenciario. El repudio a la manipulación del tema de derechos humanos por organizaciones alineadas con el embargo estadounidense o con el pago de ese gobierno, no es pretexto para que no existan instituciones patrióticas, comprometidas con esa tarea.

Es importante poner el debate sobre los derechos humanos en el contexto de la búsqueda nacionalista del desarrollo y las buenas prácticas internacionales para esos propósitos. La sociedad civil debe poseer mecanismos de investigación independiente, no necesariamente confrontacionales, sobre abusos de funcionarios del Estado, que son siempre posibles. Para ese propósito, la creación de una comisión de derechos humanos integrada por comunidades no políticas de la sociedad civil, como la unión de juristas y las universidades, que eduque a la población y alineé las legislaciones existentes con los convenios sobre esta materia firmados por Cuba, es una propuesta a estudiar.  

 

Publicado por http://espaciolaical.org/



[i] El programa de Guiteras buscaba, en el ámbito social, que el Estado organizara la escuela pública, fundar la Banca Nacional, crear formas cooperativas de producción, estimular la pequeña industria y fomentar otras nuevas, socializar la producción de las fincas del Estado mediante un sistema de planificación, ejecutar la Reforma agraria, establecer la función social de la propiedad, ampliar los servicios de sanidad a los menesterosos y no pudientes y abaratar sistemáticamente el costo de la vida. En el ámbito político, pretendía declarar la igualdad civil, económica y política de la mujer, garantizar la representación de las fuerzas productoras en el gobierno tanto nacional como municipal -lo que en la época se llamaba «democracia funcional» contra las carencias de la representación formal de la ciudadanía-; amnistiar a todos los sentenciados por cuestiones político-sociales; defender la autonomía universitaria; convocar a la celebración de una Asamblea Constituyente, entre otros propósitos que vinculaban demandas sociales y políticas.

[ii] Los dos pactos fueron aprobados por el Gobierno de la República de Cuba en 2008, y no han sido r atificados por la Asamblea Nacional del Poder Popular.

[iii] Recuerdo aquí, además, a los campesinos del Realengo 18. En defensa de su tierra, resistieron durante varias décadas con machetes y escopetas al «ejército constitucional», pleitearon en juicios legales y se negaron a votar en elecciones locales. Las principales consignas que esgrimieron expresaban valores como estos: esa tierra «era suya porque la habían conquistado para la República y la República se la debía». «¡Vivan las tierras del Estado Cubano!… ¡Viva la libertad de cultivarlas!». «¿Por qué vamos a pelear? ¿Con quién vamos a pelear?… ¿Con el Estado?… ¡Si nosotros somos el Estado!». Esas consignas ponían en práctica el ideario de «república democrática» por el que habían luchado en las guerras de independencia: podían ejercer sus derechos solo si contaban, primero, con tierra propia sobre la cual sostener por sí mismos la materialidad de sus vidas, sin depender de favores de terratenientes y caciques que los obligasen a prestarles lealtad.

[iv] Alerto aquí sobre cómo el peligro de críticas sobre la concreción de derechos sociales pretenden llegar a su fundamento mismo. La crítica de la «cultura de dependencia» que según la nueva derecha neoliberal inculca en la ciudadanía el ejercicio de derechos sociales «asistenciales», lo que busca, en realidad, es desarmarla de posibilidades de participación real en la política. Es muy preocupante observar cómo la crítica de algunos sectores cubanos a lo que llaman una cultura de «pichones», que aguardan con el pico abierto a que le den desde arriba «la comida», se comunica con esta visión de la nueva derecha (neoliberal).