Quieren los «demócratas» occidentales y, en especial, los españoles también los vascos que si muere Fidel Castro sobrevenga en Cuba la «ruptura democrática» que no consiguieron imponer en la llamada «transición española de la dictadu- ra a la democracia» conformándose con el barro de la «reforma» que trajo el lodo actual. Una burguesía pusilánime, que […]
Quieren los «demócratas» occidentales y, en especial, los españoles también los vascos que si muere Fidel Castro sobrevenga en Cuba la «ruptura democrática» que no consiguieron imponer en la llamada «transición española de la dictadu- ra a la democracia» conformándose con el barro de la «reforma» que trajo el lodo actual. Una burguesía pusilánime, que medró bajo el franquismo y acudió en su socorro cuando se desmoronaba con estrépito, se autoinviste de autoridad moral y legitimidad ética para dar lecciones de democracia a Cuba y, por supuesto, dar una «salida democrática», pacífica y sin traumas y, a ser posible, con reconciliación entre revolucionarios y «gusanos», al país que ha «sufrido» una larga «dictadura» bajo la bota del abogado Castro. En otras palabras: quieren que en Cuba haya una «democracia» como aquí, a la occidental manera, es decir, con partidos, elecciones, parlamento, sindicatos y liga nacional de fútbol amén de las libertades de opinión, expresión, reunión, manifestación como dictan los usos de una democracia burguesa. Que luego todo degenere en corrupción, mafias, escándalos financieros, pelotazos, telebasura y subcultura rosa… es lo de menos porque ello forma parte de las «libertades democráticas» y, si me apuran, de su folklore y quintaesencia. Es el «precio político» que tiene que pagar la «democracia» en aras del «bien común» dizque uso y disfrute de las libertades por parte de todos. ¿Todos? Dejémoslo. Ya lo han conseguido en la extinta Unión Soviética, convertida en un mercado de latrocinio y casi en un país «tercermundista», lo están consiguiendo en China y ahora van a por Cuba. Y ello enarbolando cínicamente la bandera de los derechos humanos y sus libertades políticas. Sobre todo estas últimas. Porque los «derechos humanos», vistos desde la perspectiva imperialista, no tienen en cuenta «hechos humanos» como el derecho al trabajo, a la salud, a la educación, a la vivienda y demás conquistas realizadas de facto y no de palabra en Cuba. El problema es que en Cuba los «derechos humanos» son «izquierdos humanos». Y las libertades políticas no contemplan que un ciudadano pueda votar y elegir cada cuatro años a quien lo va a explotar con más o menos saña o engañar con más o menos arte y habilidad. Este es el problema que hay en Cuba, que no hay «democracia», al menos homologable a la occidental. Democracia, como es sabido desde que la sociedad está dividida en clases, es sinónimo de elecciones y representatividad política. En una sociedad sin clases no tendría por qué haber este tipo de democracia, pero dejemos también esto. Como se supone que Cuba es una feroz dictadura (ni siquiera «autoritaria» como la franquista, sino la peor según la sociología norteamericana: totalitaria), también va de suyo que en Cuba no hay elecciones ni las ha habido nunca (no como en el régimen franquista donde los falangistas organizaban referéndums y paripés electoreros por el tercio familiar, el municipio y el sindicato vertical, la «democracia orgánica»), lo cual es mentira. En Cuba no sólo ha habido elecciones, y hasta oposición, sino que las han convocado jugándose el tipo. Ocurre que nunca han sido co- mo las quisiera el «mundo libre» (o los «caucus» yankis) y así le fue a Nicaragua. Una revolución tiene derecho a organizarlas como mejor reconvenga y defenderse como mejor sepa. Lo que no va a hacer es suicidarse. Y Fidel no es un estúpido y el Partido Comunista de Cuba tampoco. Antes de seguir, haré una digresión. Es lugar común hacer equivaler democracia y pluralismo. Tengo para mí que son términos opuestos, tal como los entiende la sociología burguesa. Y digo que no pueden votar aunque es obvio que se hace los obreros con sus patronos, los carceleros con sus presos, los objetores con sus generales, los torturadores con los torturados, las víctimas con los verdugos. Para votar hay que tener los mismos intereses, las mismas necesidades. Y hoy en día, para que no parezca que estoy defendiendo un anacrónico «guildismo», el corporativismo, el gremialismo, que eso sería un poco la «democracia orgánica» de Franco, la mayoría es la clase trabajadora, la clase obrera, que es la que impera en Cuba. Rousseau, que es el padre teórico de la democracia burguesa, entonces algo progresista, decía que no bastaba que las leyes fueran expresión de la «voluntad general» sino que, además, debían estar destinadas al «bien común». No obstante, no puede haber voluntad general (Rousseau pensaba en su pequeña Ginebra natal) ni intereses comunes entre clases enfrentadas. Lo que hoy se califica de «mayoría» no es sino una minoría oligárquica económicamente dominante. Esto lo sabe perfectamente quien luego man- dará a sus esbirros y turiferarios a defender lo contrario de lo que acabo de decir pagándolos espléndidamente, claro. Pero, ¿hay elecciones en Cuba? ¿Se vota o todo es un «trágala»? En octubre de 1992, el Parlamento cubano aprobó por unanimidad («a la búlgara», diría el amoral José María Calleja) una nueva ley electoral que, por primera vez, establece el voto directo y secreto (casi como en «occidente») en las elecciones provinciales y nacionales. La ley preveía que los candidatos a las asambleas municipales y provinciales y a la Asamblea Nacional fueran nominados por organizaciones sindicales, sociales o de masas como la Central de Trabajadores de Cuba, los comités de defensa de la Revolución (serían los temibles «comisarios políticos» del ínclito Calleja et alli) y la Federación de Mujeres Cubanas (por supuesto, todas putas y lesbianas). Los candidatos deben ser elegidos con más del 50% de los votos válidos, lo que implica que los ciudadanos pueden expresar su posible descontento absteniéndose de votar a algunos de ellos. Hasta entonces, sólo los miembros de las asambleas municipales eran elegidos directamente por la población y, desde estas instancias, se formaban después las asambleas provinciales y, por último, la nacional. Una democracia, pues, indirecta (que no tiene por qué ser, por cierto, mala). La decisión de modificar la Constitución aprobada en referéndum en 1976 para elegir por el voto directo y secreto de la población a los miembros del Parlamento y las asambleas provinciales del Poder Popular fue sugerida en el IV Congreso del Partido Comunista celebrado en octubre de 1991. O sea, en la difícil coyuntura económica que vive la isla tras la desarticulación de la URSS y el campo socialista europeo. En febrero de 1993 se celebraron elecciones a las que estaban convocados siete millones y medio de cubanos votando un 97%. Los grupos opositores internos llamaron a votar blanco o nulo como fórmula de rechazo al gobierno de Castro esperando obtener más de un 30% de voto nulo o blanco y sacando sólo un 10%. La presencia policial en las urnas fue discreta y la única «vigilancia» corrió a cargo de escolares. Fidel Castro era uno de los 589 candidatos a diputados que, por primera vez desde la revolución de 1959, se sometió al voto directo y secreto de los ciudadanos, junto con 1190 delegados a las 14 asambleas provinciales. Castro votó en la provincia oriental de Santiago de Cuba, por uno de cuyos distritos era candidato a diputado (o sea, igual que Franco, diría otro cuento de Calleja). Vale. P.D. También acusan (como si fuera un delito) a Cuba de ser un «régimen comunista». Personalmente no lo tengo por tal y sí por «nacionalista», no en el sentido de nuestra burguesía nacional compradora, sino enfrentada al Imperio que la quiere volver a convertir en una colonia y un garito. –