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Cine y literatura

Crear arte o ganar dinero

Fuentes: Rebelión

La rápida propagación del uso de medios masivos de comunicación, en el siglo XX, atrapó a los escritores estadounidenses en la radio, la televisión y la prensa. Pero el vehículo que más sedujo a los literatos fue, sin dudas, la cinematografía. El ingenioso H.L.Mencken le escribió a Scott Fitzgerald que Hollywood era el recto de […]

La rápida propagación del uso de medios masivos de comunicación, en el siglo XX, atrapó a los escritores estadounidenses en la radio, la televisión y la prensa. Pero el vehículo que más sedujo a los literatos fue, sin dudas, la cinematografía. El ingenioso H.L.Mencken le escribió a Scott Fitzgerald que Hollywood era el recto de la civilización.

Pese a las advertencias en contra, Scott Fitzgerald sucumbió y de su experiencia de aquellos años dejó una novela trunca «El último magnate», en la cual se hallaba trabajando cuando lo sorprendió su prematura muerte. El caso de Scott Fitzgerald fue trágico, porque pese a ser un valor precoz de su generación y ser famoso y opulento en su primera juventud, su vida de francachelas interminables, su alcoholismo irreprimible y la demencia de su mujer, Zelda, lo llevaron a una depresión que le produjo un infarto a los 44 años.
John Dos Passos escribió, en 1934, un guión para Marlene Dietrich que fue un fracaso, pero la absorción de esa experiencia le permitió, más tarde, escribir «El gran dinero». Escritores de talento como James M. Cain, Raymond Chandler, Clifford Odets, Maxwell Anderson, Dorothy Parker y Lilian Hellman sucumbieron a la tentación. La razón principal de su aproximación era las enormes cantidades que percibían como honorarios.

William Faulkner experimentó la alienación de Hollywood. Su estancia se caracterizó por instrucciones inexplicables, viajes sin sentido y cheques que le llegaban por trabajos no realizados. Le solicitó a la MGM permiso para escribir los guiones en su casa y el estudio demoró seis meses en responderle. Cuando lo hizo la compañía descubrió que el autor ya había emigrado de la Meca del cine.
Nathanael West, uno de los genios desconocidos de la literatura norteamericana llegó a Hollywood en 1933 para realizar el guión de su novela «Señorita corazones solitarios». Murió allí a los treinta y siete años, por un accidente de tránsito, sin haber dejado una huella importante en la filmografía de su tiempo.

El principal problema de los escritores que habían sucumbido a la tentación de la hidra hollywoodense era que aquello era un negocio, más que un arte. La palabra estaba subordinada a la imagen y esta a su capacidad de incrementar ganancias. Es conocida la frase de Louis B. Mayer quien declaró abiertamente que a él no le interesaba hacer arte, sino hacer dinero.
Aquellos que lograban ver sus obras convertidas en películas sufrían al ver sus intenciones estéticas alteradas u olvidadas. Por ello Hemingway bautizó el filme realizado de su obra «Las nieves del Kilimanjaro» como «Las nieves de Zanuck, en alusión al productor Darryl F. Zanuck.

Muchos cuestionan la legitimidad del cine norteamericano como un producto genuino de la creatividad y la imaginación. Poderosos intereses económicos se mueven, pues cada película exitosa tiene garantizada una entrada de centenares de millones de dólares; cada actor o director premiado pasa a una categoría especial y en lo sucesivo habrá que abonarle muchos millones por filme.
En torno a Hollywood se mueven otros intereses. La moda, por ejemplo. Firmas como Versace, Armani, Boss, Dolce & Gabbana, Cerrutti, Gucci, Valentino y Calvin Klein compiten por vestir a las estrellas y dar a conocer los modelos. La publicidad que se genera vale miles de millones. Joyeros como Harry Winston o Tiffany prestan a las figuras del cine, en las grandes noches de estrenos o premiaciones, deslumbrantes diademas, rubíes y esmeraldas que serán exhibidas sólo una noche entre los palpitantes pechos de las bellezas. Un verdadero ejército de sastres, estilistas, manicuras, cocineros, músicos y coristas se moviliza para otorgar mayor esplendor a las celebraciones en los múltiples banquetes y bailes que sirven de promoción a las películas.

Tampoco se puede caer en el extremismo de negar la sal y el agua a los productos del cine estadounidense. Muchas figuras de realizadores, actores y técnicos han hallado la vía para saltar por encima de las estrictas normas negociantes de los empresarios y realizar genuinas obras de arte. Genios como D.W.Griffith, Chaplin y Orson Welles lograron imponer su innovadora visión del mundo, aunque hayan sufrido después las consecuencias de sus audacias. Pero quienes han dictado las normas valederas, los dictadores supremos, han sido los empresarios como Cecil B. de Mille y Adolf Zukor. La norma máxima sigue imperando: allí no se hace arte, se hace dinero.

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