En el camino trazado por Fidel, líder histórico de la Revolución Cubana, quien hace años convocó a erradicar el llamado «síndrome del silencio», el general de ejército Raúl Castro Ruz ha insistido en la necesidad, o urgencia, de erradicar el secretismo. Lo ha hecho con particular fuerza, pero no solamente en ese foro, en el […]
En el camino trazado por Fidel, líder histórico de la Revolución Cubana, quien hace años convocó a erradicar el llamado «síndrome del silencio», el general de ejército Raúl Castro Ruz ha insistido en la necesidad, o urgencia, de erradicar el secretismo. Lo ha hecho con particular fuerza, pero no solamente en ese foro, en el VI Congreso del Partido Comunista de Cuba, en el que fue repudiado ese mal, como en la posterior Conferencia de la organización. Los Lineamientos acordados ratificaron la necesidad de abonar lo que de hecho sería una cultura informativa a la altura de la instrucción que, obra de la misma brega revolucionaria, empezó a generalizarse en el país desde 1959.
El mismo dirigente impugnó la práctica abusiva en que algunos incurren al evocar la seguridad nacional para ocultar hechos que el pueblo debe conocer y son inocultables. No pueden ser secretos un asesinato cometido en la Autopista Nacional; o malos manejos, de efectos objetivamente contrarrevolucionarios, que causen víctimas mortales en un centro de atención médica cualquiera, no digamos ya en un hospital insignia de los hermosos logros de la Revolución en materia de salud; o incendios que también provoquen muertes o dañen la economía nacional; o un apagón que deje sin luz a medio país; o brotes epidémicos peligrosos para la población.
Ni con mucho se ha querido aquí esbozar un inventario. Apenas se han mencionado algunos ejemplos conocidos de acontecimientos que sería ingenuo considerar secretos. Desde que ocurren devienen, en distintos grados, de conocimiento público: son inocultables, haya o no haya las agilidades de Internet y de la telefonía celular que, no obstante las limitaciones, son una realidad a la cual sería insensato renunciar.
Las causas de los hechos podrán requerir investigación para anunciarlas y enfrentarlas con la debida seriedad, y, a veces, para detectar conexiones con otros episodios y protagonistas delictivos. Pero los acontecimientos se anuncian solos, y los rumores prosperan más si falta la información confiable, necesaria también para impedir que se den velos de silencio o insuficiente claridad tras los cuales pueden prosperar lacras como la corrupción, que, de hecho, es contrarrevolucionaria.
No informar rápida y claramente, digamos, sobre la aparición de enfermedades para impedir que el país sea blanco de campañas enemigas sería, entre otras cosas, ignorar que tal aparición acabará sabiéndose, y que el enemigo no necesita datos reales para difamar a Cuba: los inventa. Sería también, o sobre todo, soslayar que, cuanto más puntual y precisa resulte la información dada, más confiable se vuelve a los ojos de quienes defienden a Cuba en el mundo, o simplemente quieren conocerla, y, en primer lugar, para la propia población nacional.
Conceptualmente y en la práctica la buena cultura de la información sustenta un criterio: la falta de agilidad o claridad informativas sobre una epidemia -física o moral- conspira contra la percepción de peligro, necesaria para generar la conciencia sobre las medidas que se deben aplicar contra la propagación de la enfermedad. Y no es lo mismo una dolencia que produzca manchas en las uñas -aunque tampoco esa deba descuidarse- que otra capaz de causar muertes, por muy controlada que esté. Si el terror se estimula por la propaganda desenfrenada, también o más aún cunde por el ocultamiento.
El propio Raúl ha reclamado que también en la información generemos un cambio de mentalidad. No hacerlo sería nocivo para los ideales revolucionarios, que se afianzan con la civilidad y el funcionamiento de un pueblo participante y bien informado. Esas virtudes son igualmente necesarias para la correcta actualización del modelo económico, con la cual se busca una eficiencia que, lejos de ser un fin, es un medio indispensable para preservar las conquistas justicieras logradas con las banderas del socialismo, y propiciar un mejor funcionamiento del país, civilidad incluida. Pero no todas las mentalidades son dadas a cambiar con la misma facilidad, y, si es saludable estar alertas contra cambios impostados, también puede ser necesaria la sustitución de mentes (de personas) que constituyan frenos para las transformaciones requeridas.
La información es tarea visible de la prensa, que da la cara ante el pueblo, del cual es parte orgánica. Pero la efectividad de esa tarea no depende únicamente de los medios de información. Son también determinantes las instituciones y cuantas personas estén llamadas a exigir y propiciar que la prensa desempeñe cabalmente su papel, sin desbordamientos irresponsables ni cortapisas frustrantes. Es cierto: hay riesgos que enfrentar, y los límites no son siempre fáciles de establecer o percibir; pero nada sería más letal que la resignación y la parálisis propiciadas por prácticas informativas deficientes, basadas en una mesura desmedida . El desprestigio imperante en la prensa capitalista no debe conducir a la prensa revolucionaria a conformismo de ningún tipo. De incurrir en él, correría el riesgo de estancarse en la inoperancia.
Puesto que la prensa pertenece al pueblo, este -para cuya preparación cultural el país ha invertido grandes recursos- tiene derecho a exigirle que desempeñe bien su labor. Y cada colectivo de la prensa debe atender celosamente su labor en su centro de trabajo. Pero ello no es razón para que se desentienda de lo que ocurra fuera de sus límites inmediatos.
Privilegiar, más que el enfrentamiento de los problemas, consideraciones formales o de procedimiento -que deben ocupar su justo lugar-, puede acercarse al espíritu burocrático contra el cual también ha llamado a luchar la dirigencia de la Revolución, desde su más alto nivel. Atascarse en la inmediatez rodeante puede objetivamente conducir a la indiferencia ante lo mal hecho en otros ámbitos, mientras que el país es uno solo y una sola es la Revolución. Esa comprensión es también un acto profundamente cultural.
Si en el terreno de la salud física hay que saber enfrentar enfermedades, en otras esferas es necesario librar a la población de la justa cólera que pudiera generarle el saberse mal informada, o de la resignación pasiva que, ante ello, no sería ciertamente una ventaja. Todos tenemos mucho que aprender en un pueblo beneficiado por el empeño educativo de una Revolución que, desde los primeros momentos, hizo suyo el reclamo de su autor intelectual -«Ser culto es el único modo de ser libre»-, y no lo invitó a creer, sino a leer. Sería un sinsentido apostar por un periodismo gris, cuando lo que se necesita es fomentar la luz, no para usarla de lámpara ornamental, sino para orientarse con ella.
Nota: El texto da continuidad a otros del autor aparecidos en este portal: especialmente al artículo «Información y participación ciudadanas (Detalles en el órgano. VIII)».