El crecimiento se ha convertido en el objetivo último de la economía. Da lo mismo cómo y para qué crecer, eso es incuestionable. Al mismo tiempo, la economía se ha erigido en objetivo central de la política general. Todos los asuntos, incluso los sociales y los ecológicos, son tratados a la luz de las reglas […]
El crecimiento se ha convertido en el objetivo último de la economía. Da lo mismo cómo y para qué crecer, eso es incuestionable. Al mismo tiempo, la economía se ha erigido en objetivo central de la política general. Todos los asuntos, incluso los sociales y los ecológicos, son tratados a la luz de las reglas de la economía. Sin embargo, ya sabemos que vivimos en un planeta con recursos limitados y, por tanto, perpetuar un crecimiento económico infinito basado en la explotación de esos recursos finitos es un despropósito.
Las plazas, las calles, los bosques… espacios de vida, han sido desbancados por los mercados. Éstos son nuestra vida y lo que no pasa por ellos, no existe. Dicho de otra manera, lo que no tiene un precio es invisible. Pero al verlo todo desde este prisma, no nos damos cuenta de que la realidad se ve distorsionada, como cuando miras a través de un caleidoscopio. De esta manera, al contaminar un río, el Producto Interior Bruto (PIB) se multiplica por dos: se contabilizan las actividades que han generado esa contaminación y, posteriormente, ponerle freno también será considerada «riqueza».
Sin embargo, toda la actividad voluntaria desarrollada para preservar un ecosistema pasa inadvertida en nuestra economía. La actividad de las fuerzas armadas se refleja en el PIB; el trabajo realizado en el ámbito privado del hogar no.
Bajo este prisma caleidoscópico, el concepto de trabajo se reduce a la esfera del empleo, al campo de la producción asalariada. Esta reducción oculta el hecho de que para que el sistema socioeconómico actual se sostenga, es imprescindible la realización de una larga lista de tareas asociadas a la reproducción humana, a la crianza, a la atención de la vejez, a la resolución de las necesidades básicas, a la promoción de la salud, al apoyo emocional, etc. Llamémosles trabajos de cuidados ya que su finalidad es la resolución de las necesidades humanas y el bienestar de la gente. Éstos, debido a la división sexual del trabajo que impone el sistema patriarcal, recaen mayoritariamente en las mujeres. Esta asignación de roles relega a los hombres a la esfera del trabajo mercantil y en consecuencia, no se consideran responsables primeros del mantenimiento de la vida. Los trabajos de cuidados, que incluyen una interminable batería de ocupaciones, son inexistentes para el mercado. No obstante, son imprescindibles para su mantenimiento ya que generan la materia prima esencial para el proceso económico: la fuerza de trabajo.
Así, si tenemos en cuenta que existe un listado interminable de ocupaciones tan imprescindibles como invisibles que el sistema ignora y que es realizado por mujeres, y a eso le añadimos el contexto socioeconómico actual, nos encontramos ante una crisis mucho menos conocida pero no menos importante: la crisis de los cuidados.
Las mujeres han ido accediendo al ámbito de lo público a costa de asumir dobles y triples jornadas ya que los hombres no han hecho el camino inverso hacia el ámbito privado. Asimismo, contamos con una población cada vez más envejecida, vivimos en ciudades hostiles donde lo comunitario ha perdido valor mientras la rapidez y lo inmediato sube al alza. Además, nuestros gobiernos utilizan la crisis económica como coartada para recortar y privatizar servicios sociales que sirven para paliar la situación.
Pero lejos de abordar el problema raíz, seguimos mirando por el caleidoscopio y tratamos de cerrar en falso este problema grave y clave, sin cuestionar los complicados entramados de relaciones de poder que representa. La solución no se encuentra en las súperabuelas ni en las mujeres inmigrantes contratadas en condiciones abusivas que, a su vez, dejan a sus hijas e hijos al cuidado de otras mujeres en sus países de origen.
Debemos cambiar nuestro modo de mirar, elegir unas gafas adecuadas que nos permitan ver que la obtención de beneficios y el crecimiento económico tienen que dejar de ser los que organicen nuestros tiempos, espacios y la actividad humana. Para ello, debemos articular una sociedad alrededor de la reproducción social, la satisfacción de las necesidades y el bienestar humano. Es necesario revisar y transformar el actual modelo de trabajo, acabar con la división sexual de éste y reconocer el cuidado como objetivo social y político imprescindible y prioritario.
Individualmente, en colectivo y a nivel político hay mucho por hacer. Cambiemos el caleidoscopio por las gafas, reciclemos el reloj que marca las horas del mercado y convirtámoslo en uno que nos muestre el tiempo de la vida. Sustituyamos el objetivo de crecer por crecer por un compromiso con la defensa de las vidas en condiciones dignas, justas y equitativas. Estas son algunas de las reivindicaciones de las plataformas Pobreza Cero y varios colectivos y movimientos sociales en el marco del 17 de octubre, Día Internacional contra la Pobreza.