La figura del incendiario funciona como una pantalla ideológica. Se nos dice que el fuego nace de un individuo concreto, de su maldad o de su locura, cuando en realidad nace de un sistema que deja que los montes se conviertan en polvorines. El relato mediático, repetido año tras año, tiene la eficacia de un dogma: basta con detener a un supuesto pirómano para exorcizar la culpa colectiva y, sobre todo, para eximir de responsabilidad a quienes han desmantelado el territorio.
Los datos oficiales son claros. La Fiscalía General del Estado sitúa los incendios provocados deliberadamente en torno al 24% en los últimos seis años. WWF eleva la cifra al 53% si se incluyen las quemas agrícolas ilegales. Pero en cualquier caso, la estadística revela que la mayoría de los fuegos tienen su origen en negligencias, en el abandono rural, en infraestructuras eléctricas obsoletas, en la mala gestión forestal y en los recortes sistemáticos en prevención. Y, sin embargo, la explicación simplificada de “hay un incendiario suelto” sigue ocupando titulares y tertulias.
Lo que se niega es que los grandes incendios son un fenómeno estructural y político. El catedrático Víctor Resco de Dios lo resume en El País: “No se realizan labores de prevención y esto de echar la culpa a los pirómanos o a los eucaliptos es la excusa perfecta para no hablar del abandono de la superficie forestal”. Lo cierto es que en tres décadas, la cabaña ovina ha caído casi un 40% y la caprina un 30%. En 2030, se prevé que un 10% de la superficie agraria esté abandonada. Cada hectárea sin gestión se transforma en combustible esperando una chispa. El fuego no solo nace del fósforo.
Aquí se revela lo perverso del sistema. Los gobiernos invierten millones en helicópteros y camiones cisterna, mientras recortan cuadrillas, reducen tratamientos selvícolas y abandonan cortafuegos o puntos de agua. Se honra a los bomberos como héroes, pero se les paga como jornaleros temporales, con contratos que duran lo que dura la llama. La política del espectáculo: combatir la catástrofe en directo en lugar de impedir que ocurra.
El Código Penal amenaza con hasta 20 años de prisión al incendiario que ponga vidas en peligro. Pero ningún artículo contempla la condena a quienes, desde sus despachos, han permitido que los bosques se sequen de abandono, que las infraestructuras eléctricas atraviesen montes sin revisión o que se construya en zonas quemadas. Esa impunidad es la que se oculta tras la criminalización del incendiario. El individuo es castigado; el sistema queda intacto.
El fuego nos devuelve un reflejo al mirarlo a los ojos. Nos muestra lo que el capitalismo oculta: que la lógica de la acumulación devora lo que no rentabiliza. Lo rural no genera dividendos inmediatos, por tanto se deja arder. Y después de la ceniza llega la especulación urbanística, los proyectos de infraestructuras o los monocultivos de rápido beneficio. El incendio no destruye el negocio, lo prepara.
En 2023, de los 2.944 incendios investigados, 1.977 quedaron cerrados con “causa desconocida”. El 67% sin responsable. Pero no es desconocida la verdadera causa: el abandono estructural. No se puede hablar de azar cuando lo que se repite cada verano es el mismo patrón de desinversión, precariedad y especulación. El incendiario es solo la metáfora conveniente. El verdadero culpable se llama modelo económico.
El fuego no es solo fuego: es la metáfora más cruel del capitalismo, que devora lo que previamente abandona.
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