Eficazmente asistida por los altavoces mediáticos que amplifican sus discursos, la clase política de este país lleva dos años enzarzada en una monotemática discusión sobre patrias, naciones, identidades y realidades nacionales. En el Preámbulo del nuevo Estatuto de Cataluña se afirma textualmente que: «La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de […]
Eficazmente asistida por los altavoces mediáticos que amplifican sus discursos, la clase política de este país lleva dos años enzarzada en una monotemática discusión sobre patrias, naciones, identidades y realidades nacionales. En el Preámbulo del nuevo Estatuto de Cataluña se afirma textualmente que: «La Constitución española, en su artículo segundo, reconoce la realidad nacional de Cataluña como una nacionalidad». Esta visión de la realidad debe tener mucha miga anfibológica cuando, para no ser menos, los redactores del proyecto estatutario de Andalucía invocan también esa aspiración al reconocimiento de su respectiva realidad nacionalmente correcta.
Hay que ser un experto catador de esencias identitarias para distinguir por vía retronasal los sutiles matices que diferencian unas realidades de otras. Pues, haberlas, las hay que son nacionales y otras que son occitanas. Según el artículo 11.2 del mentado estatuto: «Los ciudadanos de Cataluña y sus instituciones políticas reconocen a Arán como una realidad occitana dotada de identidad cultural, histórica, geográfica y lingüística, defendida por los araneses a lo largo de los siglos». Saludemos, pues, al hermoso valle pirenaico, bienamado de la Casa Real española que tiene allí su residencia de placeres invernales, con una estrofa del himno occitano: Baissatz vos montanhas / Planas, levatz vos / Per que pòsque veire / Mes amors ont son.
Os lo ruego, Bajad montañas, elevaos llanuras para que podamos vislumbrar otras realidades nacionales de las se habla poco. O como mucho, se comentan con sordina, sin la estridente trompetería del aparato de pompa y circunstancia que acompaña las broncas identitarias. Veamos algunas de esas realidades de ámbito nacional:
Ocho millones y medio de pobres
El 5 de diciembre de 2005, víspera de la fiesta de la Constitución española, el Instituto Nacional de Estadística (INE) confirmó que el 19,9% de la población residente en España es pobre. La Encuesta de Condiciones de Vida (ECV) demuestra que uno de cada cinco españoles vive en situación de pobreza. Es decir, en alguna de esas situaciones personales en las que no se pueden satisfacer las necesidades humanas de una manera digna.
La denominada pobreza relativa afecta a las personas cuyos ingresos se encuentran en franca desventaja respecto a los estándares medios de vida de la población. Pobres son, por tanto, todas aquellas familias y personas que se sitúan económicamente por debajo del umbral del 50% de la renta media disponible neta en el conjunto de un Estado. La ECV huye de esos espejismos estadísticos que se producen al utilizar la media (si tu vecino cena un pollo y tú cenas dos vasos de agua, habréis cenado una media de medio pollo y vaso de agua per cápita) y recurre a un indicador mucho más robusto: la mediana, fijando el umbral de pobreza relativa en el 60% de la mediana de ingresos por unidad de consumo de las personas. Según la ECV, el ingreso medio anual de los hogares alcanza los 21.551 euros, y los ingresos por persona ascienden a 7.591 euros. De manera que el umbral de pobreza relativa se sitúa en 5.177 euros anuales o 431 euros mensuales en 2004. Pues bien, uno de cada cinco españoles, (19,9%) vive con menos de esa cantidad. Entre ellos, los desempleados de larga duración y millones de pensionistas.
Los perjudiciarios del IPREM
Recién llegado al poder, el Gobierno de Rodríguez Zapatero se dispuso a cumplir una de sus promesas electorales en materia social: aumentar progresivamente la cuantía del Salario Mínimo Interprofesional (SMI) hasta situarlo en 600 euros mensuales. Un aumento con el que se pretende elevar esta renta paulatinamente para acercarla al 60% del salario medio, cifra recomendada por la Carta Social Europea. Objetivo loable en sí mismo, pero que, de rebote, perjudicó a los desempleados de larga duración perceptores del exiguo subsidio por desempleo, establecido por entonces en el el 75% del SMI.
Pero el Real Decreto-Ley 3/2004 que instrumentó -en el peor sentido de la palabra-la subida del SMI incluyó una cláusula envenenada, desvinculando del SMI diversas prestaciones, entre ellas este subsidio. Con ese fin se creó una base distinta, al que la jerigonza administrativa denominó Indicador Público de Rentas de Efectos Múltiples (IPREM). Fijándose el subsidio por desempleo en el 80% de esta base, cuya cuantía es mucho más baja que el SMI. Y ello a instancias de la cúpula de uno de los grandes sindicatos «de clase», opuesta a permitir que los subsidios se beneficiaran de la subida del SMI.
En efecto, el 20.05.2004, el secretario general de Comisiones Obreras, José María Fidalgo, se reunió en Moncloa con el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, y el ministro de Trabajo, Jesús Caldera, y les pidió desvincular subidas futuras de la cuantía del salario mínimo interprofesional (SMI) de las prestaciones por desempleo. Aduciendo que «mantener la indización de los subsidios por desempleo al SMI puede elevar excesivamente el coste de la protección». El Gobierno, encantado, hizo suya la sugerencia y penalizó a los desempleados sin que ellos hubieran hecho nada para merecer ese castigo.
Pues, en virtud de esta realidad nacional poco aireada, los receptores de tal prestación no deberían ya considerarse beneficiarios, sino más bien perjudiciarios de la misma. En 2006, la cuantía del subsidio desciende a 383,28 euros mensuales, en vez de los 405 euros que les corresponderían si hubiera seguido vinculado al SMI. Gracias a los inestimables servicios de asesoría miserabilista del sindicalista Fidalgo, muchos ciudadanos en situación difícil -como los desempleados mayores de 52 años sin perspectivas de reincorporarse al mercado de trabajo-, vieron aumentada la magnitud de su problema.
Pensiones mínimas
La tremenda realidad nacional de la pobreza se debe en gran parte a la bajísima cuantía de las pensiones mínimas. Un problema que la clase política conoce muy bien, como quedó de manifiesto en la reunión mantenida en el Congreso, el 22 de septiembre de 2005, entre el ministro de Trabajo y representantes de los socios parlamentarios del Gobierno. Éstos, según el épico lenguaje con que una agencia de noticias se hizo eco de la reunión, «arrancaron al Gobierno un punto más para la subida en el 2006 de las pensiones no contributivas, aumento que llegará al 3%». A esa fecha, la cuantía de esta prestación era de 288,79 euros mensuales, y el Gobierno, llevado de su sensibilidad hacia los más humildes, preveía aumentarlas un 2%, esto es, 5,77 euros. Pero esa izquierda que algunos han tildado de «radical» no estaba dispuesta a consentir esta misérrima subida. Así que los representantes de Izquierda Unida/Iniciativa per Catalunya Verds, Esquerra Republicana de Catalunya y Chunta Aragonesista, unieron sus fuerzas para ejercer una implacable presión sobre el ministro. Éste acabó cediendo y aceptó elevar la subida hasta el 3%, es decir, 8,66 euros. En conclusión, 2,89 euros mensuales más fue la fastuosa cifra «arrancada» al Gobierno por estos radicales adalides de la justicia social. Si se añade la revisión por inflación, en 2006 la pensión no contributiva es de 301,55 euros/mes, mientras que el SOVI, otra de las miserables pensiones del sistema, quedaba fijado en 327,04 euros. De nuevo, pobreza establecida por Real Decreto
Las pensiones de miseria se ven reforzadas por opiniones miserabilistas. Como la de quienes sostienen la tesis de que los jubilados deben conformarse con ingresos menores que los del resto de la población, dado que, supuestamente, tienen menos gastos. En un informe sobre las perspectivas del sistema de pensiones en España, el Servicio de Estudios del BBVA urge al Ejecutivo a acometer reformas. Entre ellas, que el aumento anual de las pensiones sea el del IPC «menos» algunas décimas, medio punto por ejemplo. José Luis Escrivá, director del mencionado servicio, abunda en la tesis de que los jubilados tienen un menor límite de gasto y consumen menos que el resto de los ciudadanos.
Esta peregrina tesis resulta dificil de conciliar con otra realidad constatable: los consejeros de los tres grandes bancos españoles (Santander, BBVA y Popular) acumulan compromisos en fondos y planes de pensiones para sufragar su jubilación por un importe conjunto de 273,4 millones de euros, una cantidad suficiente para pagar la pensión media de 30.000 jubilados españoles durante un año. Estos compromisos, que traducidos a pesetas superan los 45.000 millones, serían suficientes para hacer frente a las jubilaciones de todos los pensionistas de Zamora o Huesca durante un año, las de los de Soria durante dos ejercicios o las de los de Ceuta y Melilla durante cuatro años. En el BBVA, las provisiones para pagar la jubilación del presidente, Francisco González ascienden a 43,2 millones de euros; las del consejero delegado, José Ignacio Goirigolzarri, a 38,5 millones, y las del secretario del Consejo, Antonio Maldonado, a 5,9 millones de euros.
Esa asimetría de criterios lleva a pensar que en el Servicio de Estudios del BBVA el libro de referencia tal vez sea Rebelión en la Granja, de George Orwell, que narra las peripecias de un experimento social guiado por el principio de que: Todos los animales son iguales, pero algunos animales son más iguales que otros. «Después de eso -se lee en el libro- no les resultó extraño que, al día siguiente, los cerdos que estaban supervisando el trabajo en la granja llevaran todos un látigo en la mano».
Una pensión digna es posible
Mas no desesperemos, porque nuestra clase política ha dejado abierta una puerta a la esperanza. Frente a los Casandras que vaticinan el colapso del sistema público de pensiones, el Parlamento y el Senado han reaccionado con notable valentía demostrando con el ejemplo que una pensión digna es posible. El único acuerdo pactado en las mesas del Congreso y el Senado por los dos grupos principales, PP y PSOE, el pasado mes de abril ha sido para que los diputados y senadores que hayan alcanzado los 11 años de mandato tengan garantizado el cobro de la pensión máxima. Algo que los ciudadanos comunes sólo obtienen cotizando 35 años y los últimos 15 con la base máxima. Los parlamentarios que no cumplan este requisito común recibirán de las Cortes un extra hasta completar su pensión para igualarla con la máxima. De esta forma se consigue que las Cortes garanticen que todos los diputados y senadores con 11 años de mandato puedan cobrar la pensión máxima, situada en 2.232,54 euros en 2006.
Sostienen sus señorías que esta medida se toma para «estar a la altura de los países de la UE». Queda por saber cuándo estarán a la altura moral que se merece la ciudadanía de nuestro país. Porque hay realidades que resultan nacionalmente inaceptables.
* Jose Antonio Pérez es autor del «Diccionario del paro y otras miserias de la globalización» y Coordinador del Observatorio de la Renta Básica de Attac Madrid.