El martes 1° de noviembre se cumplieron 250 años de uno de los acontecimientos más importantes de la Europa del siglo XVIII: el terremoto de Lisboa. De cerca de 9 grados en la escala de Richter y seguido de un tsunami, ese desastre natural destruyó la capital portuguesa y sacudió moralmente al resto de Europa. […]
El martes 1° de noviembre se cumplieron 250 años de uno de los acontecimientos más importantes de la Europa del siglo XVIII: el terremoto de Lisboa. De cerca de 9 grados en la escala de Richter y seguido de un tsunami, ese desastre natural destruyó la capital portuguesa y sacudió moralmente al resto de Europa.
Lisboa no era una ciudad cualquiera. Era un puerto cosmopolita y rico, una capital que se codeaba con Londres, París y Nápoles. El terremoto de Lisboa tuvo un fuerte impacto en la sique europea. La gente se planteaba cuestiones existenciales. ¿Por qué fue destruida? Hubo explicaciones apocalípticas. Algunos religiosos se preguntaron por qué se salvaron del temblor más burdeles que iglesias. En Inglaterra hubo eclesiásticos que hablaron de una retribución por la eliminación de tantos indígenas en América. Los pensadores de la Ilustración tuvieron una visión más laica y razonada de lo ocurrido ese día de Todos los Santos, pero muchos también hicieron planteamientos de contenido moral. Hubo un sinnúmero de escritores, filósofos, poetas europeos, incluyendo a Voltaire, Rousseau, Kant y Goethe, que reflexionaron sobre el significado del terremoto.
El terremoto ocurrió a las 9:30 de la mañana. Su epicentro se localizó a unos 200 kilómetros al sur de la ciudad. Parece increíble, pero tembló durante nueve minutos. Se hundió el muelle, matando a unas 600 personas; muchas otras perecieron atrapadas en los escombros de los edificios que se vinieron abajo. Pero lo peor aún estaba por llegar y llegó en la forma de un tsunami generado por el terremoto. La ola fue creciendo en la medida que se acercaba a las aguas menos profundas de la boca del río Tajo y al llegar a Lisboa había alcanzado los cinco metros. Superó el malecón y se internó unos 250 metros en la ciudad, ahogando a casi mil personas. Luego empezarían los incendios que destruyeron buena parte de la capital, cobrando otras 10 mil víctimas. La pérdida de vidas se estima entre 10 y 60 mil (en una ciudad de 160 a 200 mil habitantes).
Eso fue lo visible. Empero, según el científico Russell Wynn, del centro oceanográfico de la Universidad de Southampton, hubo una enorme avalancha submarina que transformó la costa portuguesa y cuya corriente acabó con todo rastro de vida en los fondos marinos por varios centenares de kilómetros. Ahora se empieza a tener una idea más precisa de la catástrofe de 1755. Nuestro conocimiento de la destrucción de Lisboa estuvo basado en fuentes históricas, incluyendo cartas de científicos, poemas y sermones religiosos. Gracias al trabajo del doctor Wynn tenemos una idea más clara de los daños visibles y no tan visibles, como los derrumbes gigantescos de tierra, avalanchas submarinas y enormes oleadas.
Hace unos días el huracán Wilma dejó una estela de devastación a su paso por la península de Yucatán. Vivimos una época un tanto extraña en materia de fenómenos naturales. Uno tiene la impresión de que dichos desastres ocurren hoy con mayor frecuencia que hace unas décadas. Piensen en el terremoto y los tsunamis de diciembre del año pasado en el sudeste asiático o en el terrible sismo de hace apenas unos días en Pakistán y la India. La semana pasada en México y Centroamérica tuvimos el trancazo del huracán Stan, mientras en Estados Unidos tardarán años en recuperarse de Katrina y Rita. La primera causó daños que se calculan por encima de 150 mil millones de dólares.
Si bien hace 250 años se trató de explicar el cataclismo de Lisboa en términos morales y religiosos, hoy hay quienes describen los desastres naturales en función del calentamiento de nuestro planeta. Se nos dice, por ejemplo, que la ferocidad de los huracanas recientes podría deberse al hecho de que la temperatura del mar Caribe y el golfo de México ha aumentado en las últimas décadas.
Hace un mes se dieron a conocer los resultados de un estudio, hecho por científicos estadunidenses, sobre la capa de hielo del Artico. Esa capa suele derretirse un poco durante los meses de verano para luego volver a crecer en el invierno. Su tamaño ha sido estudiado desde 1978 a través de imágenes tomadas desde satélites. Este año descubrieron que esa capa de hielo se había encogido en 20 por ciento, área equivalente a dos veces el tamaño de Texas. Los científicos atribuyeron el deshielo a una subida de temperatura que, a su vez, podría ser producto del aumento de los gases de invernadero.
Según muchos expertos, el calentamiento global podría tener consecuencias desastrosas al causar una subida del nivel del mar y mayor virulencia de fenómenos naturales como los huracanes. De persistir el ritmo actual de deshielo, en menos de un siglo el Artico podría carecer de hielo durante el verano.
El cambio climático ha figurado en la agenda multilateral desde hace varias décadas. En mayo de 1992 se aprobó la Convención marco de las Naciones Unidas sobre el tema. En diciembre de 1997 se acordó en Kyoto un protocolo a dicha convención. Ahí los 35 países más industrializados se comprometieron a reducir para los años 2008-2012 las emisiones de bióxido de carbono y otros gases de invernadero a niveles por debajo de 1990. En febrero pasado entró en vigor el Protocolo de Kyoto. Sin embargo, algunos países, como Estados Unidos y Australia, han optado por no ratificarlo.
Lisboa se recuperó gracias al empeño visionario del marqués de Pombal. En Asia meridional el terremoto ha servido para aflojar las tensiones en Cachemira entre los ejércitos de India y Pakistán, aunque la tragedia humana es de dimensiones sin precedente en esos países. Pero a las víctimas de los huracanes aún les queda un largo camino por recorrer. A diferencia de los terremotos, la fuerza de los huracanes podría depender de lo que haga o deje de hacer el ser humano.
*Director del Instituto Matías Romero y ex subsecretario de Relaciones Exteriores