El gobierno Zapatero y los jueces, mano a mano, detuvieron primero a Otegi y a Olano, luego encarcelaron a la Mesa Nacional de Batasuna y siguen sin parar con las detenciones. La idea de Zapatero es que, cuando lleguen las elecciones, todos los dirigentes abertzales que se hayan puesto a tiro estén en prisión y […]
El gobierno Zapatero y los jueces, mano a mano, detuvieron primero a Otegi y a Olano, luego encarcelaron a la Mesa Nacional de Batasuna y siguen sin parar con las detenciones. La idea de Zapatero es que, cuando lleguen las elecciones, todos los dirigentes abertzales que se hayan puesto a tiro estén en prisión y ANV y EHAK ilegalizadas. Al mismo tiempo, este mes de octubre Zapatero recibía a Ibarretxe, para decirle que ni se le pasara por la cabeza convocar cualquier consulta a la población y que sobre el derecho de los vascos a decidir sus destinos no había nada que hablar.
La detención de la dirección abertzale es la agresión más grave contra las libertades públicas desde la ilegalización de Batasuna y la respuesta de Zapatero a Ibarretxe es una afrenta a las aspiraciones democráticas de todo un pueblo. Sin embargo, exceptuando Euskal Herria y, a escala muy minoritaria Catalunya y Galicia, la respuesta social a estos atropellos ha sido prácticamente inexistente. La mayoría de la población trabajadora ha vivido estos hechos con indiferencia.
La izquierda institucional tiene mucho que ver en la creación de este estado de opinión. Hace ya mucho que esa izquierda convirtió en patrimonio propio lo que en su momento habían sido ideas exclusivas de los herederos del franquismo. Ahora toda la clase política española comparte la misma fe. Éstos son sus argumentos.
El estado de derecho o «contra el terrorismo vale todo»
Frente al terrorismo, dicen oponer el Estado de derecho. Y con este argumento lo justifican todo. La doctrina Garzón, una aberración jurídica que se ha convertido en doctrina de Estado, establece que ETA ya no es ETA sino un extenso «complejo terrorista» que, por definición, agrupa a toda la izquierda abertzale; que los delitos dejan de ser individuales y que la presunción de inocencia desaparece. El último auto de Garzón roza el delirio cuando plantea que el comunicado en que Batasuna denuncia la detención de su Mesa Nacional es una prueba de su pertenencia a ETA, porque contiene una frase que dice: «que no piense el Gobierno del PSOE que con esto nos amedrentaremos». También han metido en el mismo saco penal los atentados de ETA y la quema de cajeros: todo es terrorismo.
En nombre de la batalla antiterrorista, se cargan las libertades de prensa, expresión, asociación y manifestación. En el 2002 -con la oposición de la ciudadanía, ayuntamientos y parlamento vasco- ilegalizaron Batasuna, una organización que contaba con 934 cargos electos, 52 alcaldes y más de 200.000 votos y que congregaba a buena parte de la juventud y del activismo social vasco. Con los mismos argumentos, cerraron los periódicos Egin y Egunkaria.
Aunque las normas de Derecho en un régimen de democracia burguesa rechacen la existencia de tribunales especiales, el aparato judicial español tiene como ariete a la Audiencia Nacional, un tribunal especial dominado por los jueces más reaccionarios, que actúa como continuidad del tristemente célebre Tribunal de Orden Público (TOP) franquista.
Encarnizamiento con los presos de ETA
Ni Gobierno ni jueces reconocen a los presos de ETA el carácter de presos políticos, pero no dudan en tratarlos de una manera absolutamente distinta que a los presos comunes. La primera medida es su dispersión en prisiones lejos de su entorno familiar, en abierta contradicción con la ley general penitenciaria, que obliga al cumplimiento de las penas en el territorio al que pertenece el preso. La política penitenciaria es directamente usada como arma política.
El Tribunal Supremo se ha sacado de la manga la llamada «doctrina Parot» para impedir que los presos etarras que estaban a punto de acabar su condena, salieran a la calle. Les han alargado las penas convirtiéndolas, de hecho, en cadena perpetua. Para lograrlo, les han aplicado retroactivamente un Código Penal que no estaba vigente en el momento de cometerse los delitos, algo que su propia Constitución prohíbe expresamente. Mientras, el ex general Galindo, condenado a 75 años por el secuestro, tortura y asesinato de Lasa y Zabala, ha salido de la cárcel, «por razones de salud», tras cinco años de pena. Vera, alto cargo del Ministerio del Interior de Felipe González, condenado como jefe de la organización terrorista GAL y por apropiación de fondos públicos, también está en la calle.
Una de las normas más elementales del Derecho es que a una persona no se le puede condenar dos veces por el mismo delito. Pues bien, el preso Henri Parot ha sido condenado por segunda vez por pertenencia a ETA, con 11 años más de prisión.
Si la violencia es del estado… entonces no hay problema
Esta clase política que hace bandera del antiterrorismo no le hace ascos al terrorismo de Estado. El PP nunca ha ocultado su pedigrí franquista. Ha apoyado incondicionalmente la política «antiterrorista» de Bush, el terrorismo de Estado de Israel, la brutalidad sanguinaria de Putin contra los chechenos o las prácticas terroristas del narcopresidente colombiano Uribe. La dirección del PSOE se llena la boca de democracia y derechos humanos, pero su política práctica no es muy diferente: en la Transición aceptó la impunidad de los criminales franquistas, a los que no se les tocó un pelo. Más tarde, organizó el GAL sin que nunca haya reconocido su culpa. Ahora apoya el cerco genocida de Israel contra Gaza; envía soldados a Afganistán como tropa auxiliar de los generales norteamericanos que ocupan el país; da apoyo político y vende armas a Uribe; y no dice ni una palabra del terrorismo de Estado de Putin en Chechenia.
Para la clase política la violencia, si la ejerce el Estado, ya no es violencia sino actuación en pro de la paz y el orden. Las detenciones y encarcelamientos arbitrarios, la represión salvaje de las manifestaciones, el secuestro o cierre de publicaciones son actos legítimos. Y cuando se les va la mano, como con el GAL, los jueces se encargan de poner las cosas en su sitio liberando a los responsables al cabo de un tiempo.
La arbitrariedad no se limita, por lo demás, a la izquierda abertzale. Jóvenes de distintos lugares del Estado han sido acusados de terrorismo por acciones callejeras. Independentistas catalanes han sido encausados por «injurias a la Corona» por quemar fotos del rey. Pero han ido más lejos todavía: a Cándido y Morala, luchadores obreros asturianos de Naval-Gijón, les han condenado a tres años de cárcel en base a la legislación antiterrorista, acusados de destrozar el cajetín de una cámara de tráfico. Es la primera vez desde la Transición que unos trabajadores eran encarcelados por su lucha sindical, con lo que representa de criminalización de la lucha obrera y de represión de derechos fundamentales. Los trabajadores del Prat de Iberia que ocuparon las pistas están encausados ¡por sedición! y amenazados de años de cárcel. Los empresarios, en cambio, disfrutan de impunidad para meter la mano en la caja, deslocalizar empresas, precarizar empleo o ir añadiendo muertos en accidentes laboral.
¿Defensa de la democracia o del régimen monárquico?
La clase política española rechaza las demandas vascas de autodeterminación en nombre de la democracia. Según Zapatero, un referéndum vasco, sería una imposición nacionalista pero, en cambio, es plenamente democrático que los vascos se sometan a una Constitución que rechazaron masivamente en su día (en el referéndum de 1978, sólo votó a favor el 30% de los electores). Una amplia mayoría de vascos (incluida una parte significativa de votantes socialistas) es partidaria de que la sociedad vasca decida su destino. Sin embargo, para Zapatero (y el PP) lo democrático es que el Gobierno, los tribunales y las Cortes españolas decidan por ellos.
En las últimas elecciones en Navarra, Zapatero y la dirección del PSOE mostraron hasta dónde llega su amor a la democracia, cuando -por cálculos electorales- entregaron a la derecha franquista del PP/UPN el gobierno foral que ésta había perdido en las urnas. La indignación de la mayoría de los navarros y la voluntad de sus propios afiliados no contaban frente a la «alta política».
La clase política española sólo admite un único referéndum en Euskal Herria: aquel que esté convocado por el Gobierno de Madrid y que tenga como único objetivo ratificar un texto estatutario previamente aprobado por las Cortes españolas y que reconozca la soberanía española sobre el País Vasco. Todo intento de convocar referéndum por parte del Gobierno Vasco será impedido por las buenas o por las malas. Si el Gobierno Vasco se mantuviera en sus trece, la Autonomía sería suspendida y se impondría un estado de excepción.
Esto es lo que dice la Constitución monárquica, que Zapatero (y la derecha franquista) presenta como la encarnación suprema de la democracia. Pero esta Constitución se levantó sobre el rechazo del derecho de autodeterminación, la continuidad de los aparatos estatales franquistas y de los privilegios de la Iglesia, la impunidad de los crímenes de la dictadura y la preservación de los grandes intereses económicos que ésta resguardaba. El broche de oro fue la aceptación de la Monarquía restaurada por Franco, reconociéndole la jefatura suprema del Ejército y exculpándole de cualquier responsabilidad por sus actos.
Pero no hay democracia de verdad que no se apoye en el respeto al derecho de autodeterminación de los pueblos, que es la condición para una unión libre entre éstos. No hay que olvidar aquella gran enseñanza de Marx: «un pueblo que oprime a otro no puede ser libre».
El PSOE presenta a los que defienden este derecho democrático como nacionalistas o como extremistas. Pero nos oculta que en la época de la lucha contra la dictadura, él mismo defendió ese derecho, que luego traicionó al pactar la Transición con los franquistas. Su congreso de Suresnes, en 1974, se manifestó a favor del «pleno reconocimiento del derecho de autodeterminación de las nacionalidades» y por «una República federal de las nacionalidades que integran el Estado español». También se manifestó públicamente por la unidad de Navarra y Vascongadas. Ha llovido mucho desde entonces.
La violencia de ETA
El Gobierno argumenta que no hay nada que hacer mientras se mantenga la violencia de ETA. Para Zapatero, el terrorismo de ETA no es el reflejo de un grave problema político que viene de lejos, sino la gran excusa para hacer frente a las aspiraciones de soberanía de los vascos. Sin embargo, una de las primeras obligaciones de cualquier gobierno democrático es iniciar la negociación con ETA y con la representación política de los vascos. Una negociación que parta, en primer lugar, de aceptar desde el principio que el Estado asumirá pacíficamente la decisión que tomen libremente los vascos con respecto a sus relaciones con España. Y en segundo lugar, que ponga en marcha las conversaciones para el desarme de ETA a cambio del fin de la represión y de la liberación de sus presos. La fracasada negociación de Zapatero fue una parodia de negociación, que se acompañó de más represión en lugar de medidas de distensión y no buscó otra cosa que la rendición política de la izquierda abertzale.
Siempre nos hemos manifestado con la mayor dureza política contra los métodos de terrorismo individual de ETA. Con ocasión de los coches bomba indiscriminados y de los atentados contra concejales del PSOE y del PP, declaramos que habían servido para «entregar la iniciativa a la derecha más retrógrada, facilitar la sumisión de la izquierda institucional, ofrecer coartadas represivas para tapar el problema vasco y aislar la lucha de su pueblo». Criticamos abiertamente su ideología militarista, que otorga la última palabra a la acción armada y convierte la acción de masas en pieza secundaria y subordinada. De la misma manera, nos hemos expresado frente a su concepción de que la conquista de la libertad nacional vasca es una partida entre los vascos (y más particularmente su vanguardia armada) y el Estado español, desplazando del escenario a la clase trabajadora del resto del Estado.
Sin embargo, una crítica tan categórica no nos impide reconocer que sus militantes encarcelados son presos políticos que han asumido un compromiso extremo con la causa vasca y que la propia continuidad de ETA descansa, en último término, en la existencia de una mayoría de vascos que reclama su derecho a decidir como pueblo. De la misma forma, es de pura justicia hacer frente común con la izquierda abertzale para exigir, frente al sadismo penitenciario oficial, el acercamiento de los presos y el tercer grado o la excarcelación para los enfermos graves. Ni más ni menos que lo que hacen con los presos comunes.
El nacionalismo español
Si traemos a la memoria los años de la lucha contra la dictadura, recordaremos la gran simpatía con la que los trabajadores españoles acogían la movilización de vascos y catalanes, que entendían como parte de su misma lucha contra el franquismo. Ahora, sin embargo, no es raro escuchar en ambientes populares comentarios despectivos sobre vascos, catalanes o gallegos.
La ideología españolista viene de antiguo y tiene como origen la incapacidad histórica del capitalismo español para constituir una nación unificada. La unidad del Estado no se basó en la fortaleza de la burguesía española, sino en la fuerza del Ejército y en el papel de la Monarquía. La represión política y cultural de las nacionalidades ha sido una constante de la historia española, que alcanzó su cima bajo el franquismo, que pretendió «resolver» el problema mediante los métodos más brutales del fascismo. El nacionalismo español hunde sus raíces en esta negra tradición.
Y como todo nacionalismo dominante, el español no se reconoce a sí mismo como tal nacionalismo. Los nacionalistas son los otros. La unidad forzada de España es algo «natural», lo mismo que la supremacía del castellano. Aunque curiosamente, los mismos portavoces de la unidad forzada de España, luego no tienen inconveniente en defender la desintegración de Irak, la independencia de Montenegro o en apoyar el separatismo reaccionario de la burguesía cruceña en Bolivia.
Una de las grandes obligaciones de todo defensor de la causa de la democracia, y más aún de la causa del socialismo, es combatir el nacionalismo español que envenena las relaciones entre los pueblos y provoca la división entre los trabajadores.