Hace unos cuantos años una escritora joven, que había publicado tal vez dos o tres novelas, imaginó esta historia: Alberto y Diego, dos amigos de juventud, volvieron a verse cuando ambos tenían cuarenta años. Era el invierno del año 2000. Los dos charlaban en el salón de la casa de Alberto. Primero se contaron qué […]
Hace unos cuantos años una escritora joven, que había publicado tal vez dos o tres novelas, imaginó esta historia:
Alberto y Diego, dos amigos de juventud, volvieron a verse cuando ambos tenían cuarenta años. Era el invierno del año 2000. Los dos charlaban en el salón de la casa de Alberto. Primero se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, salud y dinero. Luego se informaron mutuamente sobre sus antiguos amigos comunes. Avanzada la noche, mientras se servían la segunda copa, Diego preguntó a Alberto:
– ¿De qué ha tratado tu vida?
Alberto miró a Diego, al principio sorprendido, después halagado por el interés de su amigo y, casi en seguida, incómodo.
– No puedo contestar a esa pregunta -dijo. – Sólo tengo cuarenta años. Espera a que cumpla sesenta y cinco y entonces te contestaré.
Siguieron bebiendo y hablando de cine, de política, se contaron algunos proyectos. A las dos de la mañana, Diego se fue y ya junto a la puerta le propuso acordar una cita veinticinco años más tarde, al margen de otros posibles encuentros. Como en ese periodo los dos podían mudarse de casa y algunos bares y cafés podrían desaparecer, decidieron citarse bajo los soportales del museo del Prado.
Para Alberto aquellos veinticinco años pasaron a mucha más velocidad de lo que en el salón de su casa había supuesto. Tuvo una hija, se separó de su mujer, le ascendieron, hubo una epidemia por la insalubridad del agua, se casó de nuevo con una mujer genovesa, volvió a Madrid, compró una casa, el paro rebasó los seis millones de personas, murió su padre, su madre se fue a vivir con su hermano, su equipo ganó la liga nueve veces, enfermó y le operaron, su hija se hizo percusionista de la orquesta de Granada. A medida que se acercaba el plazo, la pregunta de Diego venía a su mente con mayor insistencia, llenándole de melancolía. Entonces esperaba a que se acostara su mujer, se preparaba una copa y tomaba grandes decisiones: fundaría una sociedad secreta, tendría una amante, se iría a Pekín y viviría durante diez años sin que nadie supiera su nombre. Luego se acostaba, melancólico aún, y un poco avergonzado de sus fantasías. Antes de quedarse dormido se preguntaba qué estaría haciendo Diego.
Y llegó el invierno del año número veinticinco. Cuando Alberto vio a Diego, le dijo:
– Dame cinco años más. Voy a jubilarme. Ahora mi vida será realmente mía. Podré recuperar mi afición por la música, viajar a donde quiera sin billete de vuelta, dar mi tiempo a asociaciones y proyectos.
Entraron en un café y de nuevo se contaron qué había sido de sus amores, de sus trabajos, de sus fortunas, y se informaron sobre antiguos amigos comunes. Volvieron a sus casas antes de las nueve, pues ambos padecían un fuerte catarro.
Al mes siguiente de jubilarse Alberto se fue a Pekín, solo y sin fecha de regreso. Volvió después de un mes, pues echaba de menos su casa, a su mujer, el clima, las comidas. De joven había tocado el contrabajo. Aconsejado por su hija pensó en comprar uno, pero no se decidía a hacerlo. Y una tarde de otoño, a sus sesenta y seis años, abrió una novela que alguien le había regalado en Navidad. Era una novela con argumento. Luego siguió otra, y después otra. Hubo varias largas y buenas novelas durante los cuatro años, hubo también música y novelas como cuentos y tardes ante la televisión. Para la cita que ambos amigos temían fuera la última, habían elegido la primavera. Se encontrarían el 14 de abril del año 2030 a las doce del mediodía a la entrada de un parque. Diego había llegado primero. Buscaron un banco al sol, se sentaron con lentitud y Alberto dijo:
– Mi vida trata de un hombre que ha llegado tarde a la conciencia de su propio destino; tarde, por tanto, al destino de su tiempo. Pero no ha llegado tan tarde como para no procurar que alguien lo cuente y escriba: la vida de aquel hombre trataba de, intentaba decir a los demás: podemos llegar tarde a nuestro destino.
Después, mirando a Diego, añadió:
– ¿Y la tuya, de qué trata la tuya?
¿Y la nuestra?
Así terminaba la historia de la novelista. Luego el paso del tiempo trae, si no necesariamente resignación ni indulgencia, sí mayor comprensión y compasión. Sartre lo enunció de este modo en su recreación de Electra: «Le es fácil condenar a quién es joven y aún no ha tenido tiempo de hacer daño». Una versión más suave es la del comediante Peter Cook: «Oh sí, he aprendido de mis errores y estoy seguro de poder repetirlos exactamente».
Baqueatada, entonces, como cualquier humano, la escritora regresa a aquella historia y piensa que no la abordaría igual. La escritora de hoy procuraría no dejar de transmitir que, si bien en los relatos puede haber planteamiento, nudo y desenlace, en las vidas predomina la confusión, planteamiento, lío y desenlace. Y en medio de la confusión, de la agitación, a veces el argumento es triste o no bueno, pero aún así es posible encontrar un destello de sentido. Eliozabeth Taylor – no, no es la actriz- es una gran novelista escasamente presente en el mundo editorial español. En su novela más cabal, Una vista del puerto, Taylor construye varios secundarios inolvidables. Entre ellos, la señora Bracey, mujer mayor, con ganas de controlarlo todo, y muy especialmente la vida de su hija. No es un personaje con encanto, tiene los miedos y defectos de cualquier ser vivo, y en ocasiones algunos más, y ha llevado una existencia un tanto asfixiante para ella y para quienes la rodean. Sin embargo, una tarde, tendida en su lecho de muerte, recuerda «la imagen de una Nochebuena en la que ella, una niña pequeña, se encontraba en una tienda en penumbra con la intención de comprar una camisa incandescente para el gas. La tienda olía a parafina, a madera alquitranada para quemar y a velas. De repente, mientras hacía girar la moneda entre sus dedos, le invadió una sensación de completa felicidad, una felicidad tan intensa que ni siquiera el día de Navidad podía superar, porque era una dicha perfecta. «Duró toda una vida», se dijo. «Cuando pienso en la infancia pienso en mí, en aquella tarde, en aquella tienda, mientras anochecía rápidamente y un chorro de gas como la cola de un pez o una flor -un lirio- oscilaba y siseaba en lo alto. Ha durado toda la vida pero ya no puede durar más. Cuando yo muera, morirá también, y entonces será como si nunca hubiera sucedido». Hasta aquí la cita, en traducción de Carmen Franci.
¿Podría decirle la señora Bracey a Diego que su vida trata de aquella niña, de la dicha perfecta de aquel momento? Sí y no. El argumento pide tiempo, considera los actos y sus consecuencias. La señora Bracey no debe escapar de su conducta con su hija, por ejemplo, o con los vecinos, a través de ese instante en la tienda que olía a parafina. Pero, al mismo tiempo, el argumento de la vida de la señora Bracey sin ese instante estaría incompleto. Elias Canetti supo escribirlo así: «El espíritu debe recogerse a cada tanto en el relato de una historia larga. No puede vivir tan sólo de agujas y crueldad. También precisa hilos tiernos».
La pregunta que atañe al novelista y, de otra forma, a la vida diaria, puede formularse en estos términos: ¿cuáles son los hechos relevantes? Como saben, la economía ha hecho suya esta expresión, «hechos relevantes», y la Ley 24/1988 de 28 de julio, en el capítulo relativo a las normas de conducta aplicables a quienes presten servicio de inversión, los define como aquellos «cuyo conocimiento pueda afectar a un inversor razonablemente para adquirir o transmitir valores o instrumentos financieros». En cuanto a la vida, quizá pudiéramos, en efecto, decir que los hechos relevantes son aquellos cuyo conocimiento puede afectarnos a la hora de adquirir o transmitir valores, no sólo financieros. La pregunta que falta, sin embargo, la que tendríamos que hacerle a Alberto y a Diego, sería: qué papel juega la irrelevancia, cuánto cuenta lo que no cuenta.
Patinar, por ejemplo, he aquí un acto irrelevante. Tal vez recuerden el discurso de Rafael Sánchez Ferlosio en la entrega del premio Cervantes: allí, entre otros asuntos, habló, sí, de patinar. Fue el suyo, en cierto modo, un discurso contra el argumento. Defendía la literatura que él llamaba de manifestación, aquella destinada sólo a que los personajes se manifiesten, como el teatro de títeres, Charlot, los tebeos o don Quijote y Sancho. Por el contrario, afirmaba, la literatura con argumento o de destino elige, decía, «frente a la turbadora turbulencia de los hechos, la limpia e inteligible consecuencia lógica». Y continuaba Ferlosio: «Aristóteles, hijo de médico, recetaba la medicina de la racionalidad de una forma que no era más que un placebo frente a un mundo que seguía imperando como pura sinrazón. En su Estética, a despecho de su inmenso talento, Aristóteles era ya un buen burgués, que prefería la injusticia al desorden».
Le he dado muchas vueltas a ese discurso. Porque mi maestro, Juan Blanco, me enseñó a admirar a Aristóteles, y Juan, desde luego, nunca habría preferido la injusticia al desorden. No obstante, también admiro a Ferlosio y considero su razonamiento feliz, en ambos sentidos de la palabra. Ferlosio encadena de una manera, todo hay que decirlo, consecuente y lógica, el argumento al destino, y el destino a la Historia, escrita por él con mayúscula. Donde hay argumento, viene a decir, hay personajes con destino, y ese destino con frecuencia queda en manos de la Historia. Una Historia que no suele pedir alegría a las personas sino sacrificio y a veces muerte. En el otro lado estarían las obras de manifestación, el carácter y la felicidad, ligado esto a lo que él llama tiempo «consuntivo»: un tiempo distenso, donde cada instante se pertenece a sí mismo, pues no está en función de otros; «un tiempo», dice, «sin sentido, ya que en su seno se gozan los bienes, y no se persigue fin alguno». Ese tiempo se encarnaría, por ejemplo, patinando.
No me resisto a leerles su perfecta descripción del placer de patinar, cito: «Es ventajista: reside en gastar poco y lograr mucho, en la sensación corporal de liberación de la gravedad, de ventaja sobre ésta, de ingravidez gratuitamente conseguida; precisamente gratuita, como un don, como un bien. El que patina va y viene como quiere, a la velocidad que quiere, pero, sobre todo, sin ir a ninguna parte y disfrutando a cada instante durante el ejercicio». Y yo que sé que algunos días escribir es un poco como patinar, pues el escritor o la escritora,más incluso que contar algo lo que solemos desear es el momento de estar imaginándolo, dibujándolo con palabras, escribiéndolo, de pronto me preguntaba si no tendríamos que renunciar a los hechos relevantes y al sentido. Si escribir no tendría que ser una sucesión de manifestaciones, epifanías, momentos en los que las palabras se liberan y nos liberan de la gravedad haciéndonos reír, soltar amarras, como la niña enferma que surca los mares a través de los libros o, poniéndonos menos, o más, estupendos, como el pequeño Enjuto Mojamuto cuando se describe alto y musculoso ante su cibernovia. Pero si decidía eso, ¿qué hacer con Aristóteles, con los fines, con el deseo del bien común? No quería renunciar al tiempo consuntivo de Ferlosio, ni tampoco quería renunciar al sentido, a la idea de que sigue habiendo razones para buscar una sociedad más justa.
Pensé entonces en la imagen del patinaje y en que cuando patinas sabes que el placer y los fines no están separados. Querer hacer algo bien no es necesariamente síntoma de perfeccionismo, ni tampoco de voluntad de competir. Para liberarse de la gravedad hay que patinar bien. No sólo porque así evitaremos que las caídas estrepitosas acaben con el placer y nuestros huesos. También porque el placer estriba en cierta desenvoltura y en mantener buenas relaciones con la velocidad. Subrayo ahora en el adverbio bien, lo distingo del «muy bien», así como Aristóteles hablaba de una vida buena y no muy buena o la vida padre. La frase de Ferlosio para ser exacta necesitaría el adverbio: «el placer de patinar bien es ventajista….», etcétera. Si no sabes frenar, si tiemblas en los giros y cualquier pequeño obstáculo te desequilibra, no hay tal placer de patinar. Aquellos que practican el llamado patinaje agresivo, o quienes realizan competiciones o juegan al hockey, salen del tiempo consuntivo ferlosiano para entrar en el tiempo adquisitivo, tenso, en busca de una meta. Pero quienes se quedan, quienes sólo persiguen el placer ventajista del ir y venir ingrávido y gratuito, también quieren patinar bien.
Juega Ferlosio, como en ocasiones Hölderlin, como todos los que tienden a renegar de las grandes causas, con una idea hegeliana y mayúscula de la Historia que impone destinos y avasalla la vida de las gentes. Existe, sin embargo, una historia con minúscula en donde se lucha por hacer las cosas bien. Eso es un fin y es al mismo tiempo un durante, y en el durante hay sentido. El durante nos muestra el camino de la empatía y la solidaridad, el durante nos dice: paraíso ahora o evitar el sufrimiento evitable ahora. En el durante están la contingencia y lo concreto. La Historia con mayúscula impone unos fines, sí, pero ¿quiénes en concreto los imponen? Dice Ferlosio citando a su alter ego Jacinto Batalla: «El argumento se quedó parado y sobrevino la felicidad», y sin embargo: ¿el argumento de quién? ¿la Historia con mayúscula de quién? ¿Quién, insisto, elige los fines? La Historia con mayúscula suele ignorar los hechos que se cruzan, los instantes, la pequeña contradicción. El fin se presenta entonces como una apisonadora que olvida límites y particularidades. La historia con minúscula, en cambio, se parece mucho a una novela.
Verán, una de las cosas buenas que tiene la novela frente a la literatura que Ferlosio llama de destino, sea ésta teatro, cine y incluso cuento, es poder librarnos del famoso clavo de una vez. Este clavo, al cual se refirió Chejov en una conversación con Ilia Guirland, es citado de dos maneras por dramaturgos y cuentistas. Según los dramaturgos: «Si en el primer acto tienes una pistola colgando de un clavo en la pared, esa pistola debe dispararse en el tercer acto». Lo cuentistas prescinden de la pistola: «Si hay un clavo en la pared al principio de un cuento, entonces el héroe debe colgarse de ese clavo al final». Todo lo que aparezca debe estar ahí por algún motivo. Así, y con respecto a ciertas películas previsibles, lo explica la vaca cinéfila de las tiras cómicas Liniers: «Si alguien tose en una película… se muere», y añade: la gente no estornuda en las películas.
En la novela también hay causas y consecuencias, sí, las hay en el argumento de lo que se está contando. Pero hay, además, una acumulación significativa de hechos irrelevantes que esos otros géneros no se pueden permitir. Como la camisa incandescente para el gas de la señora Bracey. La vida es seguramente irrelevante, la vida tiene pocas reglas y, seguramente, casi no tiene sentido. Sin embargo, en ese casi y en ese seguramente alienta nuestra llama, como la cola de un pez o una flor -un lirio-, oscila y sisea en lo alto y a veces nos hace reír, y otras, temblar.
Hay una pequeña historia con la que los filósofos se ríen de sí mismos. Un chico ha quedado con una chica por primera vez. Y está muy nervioso porque no sabe de qué hablar. Su padre le dice que hay tres temas que garantizan que fluya la conversación: la familia, la comida y la filosofía. El chico y la chica se encuentran y después de un silencio embarazoso, el chico pregunta: ¿Tienes un hermano? No. ¿Te gusta el queso? No. Desesperado, el chico se acuerda de la filosofía: ¿Si tuvieras un hermano, le gustaría el queso? Probablemente si en vez de la filosofía, el padre hubiera mencionado la literatura, la salida del chico habría sido mirar a la chica con ojos arrebatados y decir: «¿Sabes? siempre supe que me enamoraría de una chica que no tuviera un hermano y a quien no le gustara el queso». Porque, pese a todos los discursos del arte por el arte y del misterio de la literatura, a menudo hemos soñado fines para ella, hemos querido hacer con la literatura algo que tuviera un efecto, como apostar o prometer, como, al decir palabras, abrir la cueva de las mil y una noches. Y hemos buscado historias que fueran capaces de infundir valor, curar la melancolía, hacerte suspirar.
¿Pero qué ocurre con lo ya sucedido, la memoria, lo que la novela no puede cambiar sino sólo evocar, dar noticia de lo que pasó? En mi caso, en varias de mis novelas se encuentran hechos históricos bastante próximos, las elecciones del 96 en La conquista del aire, el referéndum de la OTAN y la huelga del 14 D en Lo real, los fusilamientos en Cuba de tres secuestradores de una embarcación en El lado frío de la almohada. Los hechos de la historia, en una novela no histórica, son su parte irrelevante: no porque carezcan, en absoluto, de importancia sino porque no son consecuencia de las acciones de los personajes. Están ahí, son aquello con lo que los personajes se rozan, y surgen, como la fuerza de rozamiento, debido a las imperfecciones en las superficies de contacto. Tales imperfecciones se encuentran incluso en el asfalto deslizante, ventajista, que recorre el patinador. Ahí ha caído una rama, una piedra, ahí hay un pequeño palo blanco de chupa-chups, al fondo el suelo es más alto, aquí está más hundido. Por ellas, por las imperfecciones, procuramos patinar bien. En ellas el carácter se une con el destino y el argumento con el sentido del humor, no en vano Bergson decía, como saben, que la risa es una corrección de la velocidad adquirida. Por ellas comprendemos que entre causa y consecuencia se encuentra siempre algo o alguien, un desvío, cinco bifurcaciones, un pequeño palo blanco o un rodeo, o un gesto de violencia que nos cierra el paso. Mientras la ciencia persigue la aplicación particular de una ley general, la literatura busca, por el contrario, la comprensión general de una experiencia particular. La buena novela intentará hacer comprensibles esos hechos contando cómo rozaron a los personajes, y a esos personajes contando cómo fueron rozados por esos hechos.
Volvamos ahora, para terminar, a Alberto y Diego. No se asusten, no pretendo que se peguen un tiro, ni que se ahorquen en el clavo de la congruencia, ni que tosan. Ambos amigos han buscado un banco al sol, se han sentado con lentitud, y tal vez empiezan a intuir que hay un escritor de su argumento. Pero no me refiero al Dios de barba blanca, ni a la escritora de pelo blanco. Lo que van comprendiendo es que uno nunca conoce por completo el argumento de su propia vida, como tampoco uno se hace solo a sí mismo. Cada uno, cada una, es responsable de su historia, sí, pero el escritor está ahí fuera y es multitudinario: son los otros que pasaron fugaces y los que se quedaron, es la clase social y el pequeño desnivel que corrigió nuestra velocidad adquirida, es la coerción del dominante y la reacción del dominado. Por eso, hacer nuestro argumento requiere intervenir en el argumento de la historia común. ¿Para ganar? No. Para poder patinar con otros, porque el patinador sabe que, aun cuando cada uno vaya a su aire, es bueno estar acompañado, en las caídas y en el placer. La mejor tradición socialista siempre ha reivindicado el derecho del trabajador a ascender con su clase hasta abolirlas todas. Hoy habría que pedir, además, el derecho a conservar en común la tierra en que librar esa lucha. Quien asciende en soledad, desclasándose, sólo trepa, pero no se desliza junto con otros. Decía Ferlosio, provocando a Aristóteles: «El amor a la consecuencia o congruencia se revela como un sedante estético». Creo que Ferlosio tiene razón en el futuro. El amor a la congruencia tal vez pueda desvanecerse cuando muchas cosas concretas, injustas y evitables dejen de ser como a veces parece que siempre han sido. Pero hasta entonces, y sin sentirlo como un sedante ni un falso con suelo, hagamos nuestro este fragmento de un poema de Arthur Clough, poema al que he llegado a través del filósofo igualitarista Gerald A. Cohen, y que, apostemos, Don Quijote y Sánch(o)ez Ferlosio suscribirían:
No digas que de nada sirve la lucha,
Que son las heridas y el esfuerzo en vano,
Que el enemigo no ceja ni desfallece,
Y que seguirán siendo las cosas como siempre han sido.
Si fue falsa la esperanza, también los temores pueden mentir;
Tal vez tras ese humo lejano, ocultos
Ahora mismo tus camaradas persigan al adversario en retirada
Y, pese a tu escepticismo, resulten ser dueños del campo de batalla.
Pues aunque aquí las olas exhaustas rompan en vano
Sin que parezcan un palmo ganar,
Por allá la marea inunda bahías y ensenadas
y avanza en silencio.
Muchas gracias
*Este texto surge de la intervención en el curso ‘El pasado presente: la memoria como elemento de actualidad’, dirigido por Francisco Javier Pérez Martínez Alicia Gómez Montano y organizado por la Universidad de Málaga en la semana del 5 al 9 de julio.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso de la autora mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.