«La memoria no se inventó para recordar lo que nos pasó, sino para anticipar lo que viene.» (Margaret Atwood en entrevista publicada en El País el 25 de febrero de 2023)
Es fascinante el modo cómo funciona la memoria humana. Este verano tuve ocasión de comprobar el poder evocador de un detalle encontrado por casualidad en un bar de barrio. Fue una tarde en la que mi mujer y yo nos sentamos en su terraza a tomar algo fresquito que mitigara la inmisericorde calor con la que el cambio climático nos ha obsequiado día sí y día también durante estos últimos meses. Fuimos atendidos por un hombre instalado ya en la cincuentena y cuya leve cojera no le impedía servir a las mesas con encomiable diligencia. El acento con el que entonó las palabras que intercambiamos no me pareció local. Hice mi apuesta y le pregunté si era de Sevilla; fallé el tiro: me aclaró que no, que era gaditano, de Alcalá de los Gazules, y añadió enfáticamente: «andalú»; y retirándose ya con los vasos vacíos de nuestra consumición, al tiempo que mostraba la pulsera verdiblanca que rodeaba su muñeca, pronunció con serena convicción las palabras «viva Andalucía libre». Todo un romántico anacronismo en unos tiempos en los que el andalucismo ha quedado reducido al baile de las sevillanas y a la Semana Santa, y las pulseras patrióticas de las que se presume por doquier son las rojigualdas a juego con la correa del chucho que se pasea.
Me despedí de aquel veterano camarero con un tren de recuerdos en mi cabeza puesto en marcha por su «viva Andalucía libre». Esa frase se me hizo familiar en su momento como uno de los elementos de la batería de reivindicaciones políticas que conformaron el clima político en el que, en mi temprana adolescencia, tomé conciencia del valor de la democracia en los albores de la Transición. Entonces, a finales de los setenta y primeros ochenta del siglo pasado, existió un Partido Socialista de Andalucía que llegó a obtener representación en el Congreso de los Diputados en la figura de su líder, Alejandro Rojas-Marcos. Luego sería el Partido Andalucista, cuya cara visible fue el polémico Pedro Pacheco. Como se suele decir, eran otros tiempos. Tiempos en los que alguien tan joven como yo respiraba una atmósfera política muy distinta a la actual, en la que se compartía de manera mayoritaria una actitud de ciudadanía militante, y en la que, indiscutiblemente, existía un compromiso significativo con el proyecto democrático. Luego la cosa salió como salió, sí, y habría mucho que hablar sobre ello. Y con como al final salió tuvo mucho que ver la existencia de una importante resistencia por parte de los que hubieran preferido la continuidad del régimen franquista, que de manera larvada ha continuado a lo largo de las décadas, como hoy podemos constatar si es que no estamos ciegos.
Sea como fuere, y con sus luces y sombras, no se puede negar que fueron aquellos unos años ilusionantes, en los que la democracia española, con todos sus lastres históricos, era una experiencia fresca para la mayor parte de la gente. Sin duda, para mí, el momento culminante de esa etapa histórica, lo constituyó la primera victoria electoral socialista en 1982, que llevó a Felipe González –nada más y nada menos que el «Isidoro» de la clandestinidad– a la presidencia del Gobierno. Mayor subidón aún tras el susto de la intentona golpista del 23-F. Todavía puedo evocar en mi memoria la alegría que reinaba en el vestíbulo de mi facultad de entonces, y la imagen de un cartelón colgado de una de sus paredes con una frase escrita en él que rezaba: «a ver cómo te portas ahora».
Pero eso duró lo que duró. En seguida nos sobrevino el desencanto, la desilusión ante la prosaica realidad cotidiana de la democracia, con su práctica a ratos tediosa, a ratos sucia, con sus muchas promesas incumplidas; para unos, insuficiente, para otros, demasiado. Y todo esto nos ocurría en el contexto histórico global que decretaba el fin de la historia, lo que equivalía a cerrar para siempre el venero ideológico de las propuestas utópicas. A cambio, se fue instalando sin hacer ruido, sin resistencia apenas, la distopía del neoliberalismo global sustituyendo como única realidad posible –reducida a la omnímoda ley del libre mercado– a la verdadera realidad humana, compleja y siempre preñada de posibilidades. El efecto de este proceso, que tuvo su fase decisiva en la década de los noventa (la que los economistas bautizaron como «la Gran Moderación», lo que no deja de tener su guasa) fue una progresiva desafección de la política por parte de la mayor parte de la ciudadanía. Yo he sido testigo de este camino andado durante años y ya décadas que ha ido alejando a las sucesivas generaciones de jóvenes de la cosa pública. Lo he comprobado en el aula, donde ha ido ganando adeptos la rigidez de pensamiento (o el así llamado «pensamiento único»), el rechazo a toda reflexión que tuviera que ver con las cuestiones del gobierno de la comunidad a la que pertenecemos. Todo intento de implantar una asignatura que sirviera para dedicarle un tiempo a esos asuntos que atañen al buen ejercicio de la ciudadanía, vital para mantener en buen estado la salud de cualquier democracia, han fracasado sistemáticamente. De palabra todo el mundo reconocía la importancia de que nuestros jóvenes conocieran y reflexionaran con sentido crítico sobre la arquitectura institucional y el funcionamiento de nuestro sistema político; pero nadie ha llevado a cabo con fe su puesta en práctica. Mi experiencia como profesor que ha intentado tratar con sus alumnos las cuestiones que a todos nos atañen, porque somos parte del mismo cuerpo social, es que las sucesivas generaciones que por mis clases pasaron han ido desarrollando una especie de intolerancia hacia las cuestiones políticas. Todo esto acompañado, ciertamente, por una oceánica ignorancia histórica que los convierte en fácil presa para todo tipo de manipulaciones que los ponen a merced de cualquier tergiversación del significado de lo que acontece en el tiempo presente.
Así, a lo largo de décadas como digo, hasta desembocar en la coyuntura actual de ascenso imparable de las opciones políticas más riesgosas para nuestras democracias liberales en toda esa parte del mundo privilegiada a la que llamamos «Occidente». Ya hemos tenido muchas alertas en diversos sitios, y me atrevería a asegurar que ya hemos normalizado lo que hasta hace algo más de una década estaba más allá de la frontera de lo tolerable o –lo que viene a ser lo mismo– se consideraba altamente tóxico para la salud de la democracia. Ahora el veneno circula libremente y se halla disuelto en la atmósfera mental que respiramos todos y, de un tiempo a esta parte, nuestros hijos desde que nacen. Que partidos que esparcen el veneno sean ya triunfadores de elecciones relevantes, como ha sido el caso reciente de Alternativa para Alemania, ya no sorprende, pues forma parte de nuestras previsiones lógicas, y congruente con manifestaciones cotidianas, como las que yo ya vengo observando en mi entorno personal. Como esos alumnos de hace un par de cursos que en clase de filosofía defendieron ante el resto de sus compañeros y ante mí, y de manera tan convencida como vehemente, que Hitler fue un genio. Lo hicieron desde esa ignorancia de la historia que antes he mencionado, pero sin complejos, bien pertrechados de (peudo)argumentos proporcionados por cuatro charlatanes que tienen miles de seguidores en las redes sociales, único abrevadero del que obtienen muchos jóvenes los recursos mentales con los que componen su cosmovisión. Congruente con lo que supimos tras nuestras últimas elecciones europeas, que el sector de votantes con mayor contingente que aupó al tal Alvise Pérez a su escaño europeo fue el compuesto por los varones jóvenes que conectaron a través de las redes sociales con su mensaje dinamitero del sistema, pero carente de propuestas programáticas concretas. Y congruente con el resultado del reciente barómetro de 40db para El País y la cadena SER, en el que se refleja esa merma de la salud de nuestra democracia. Bajo el título El “desorden democrático” en España la encuesta nos revela «la percepción ciudadana de la situación política actual en la que la visión pesimista se impone. La mayoría de los españoles cree que la democracia no funciona bien, que se está deteriorando, y solo la mitad se siente representado por algún partido. De forma predominante, además, la sociedad es contraria a una mayor participación de los inmigrantes en política». En este desalentador cuadro destaca el dato del 25,9% de varones de entre 18 y 26 años (generación Z) que sostiene que el autoritarismo puede ser preferible al sistema democrático «en algunas circunstancias».
El filósofo norteamericano Michael J. Sandel publicó por primera vez su libro El descontento democrático hace casi treinta años, en plena luna de miel de la gran moderación. Lo que él expuso en aquel entonces era un aviso sobre el derrotero que estaban tomando las democracias como la nuestra en aquel entonces, y que nos ha llevado hasta donde nos encontramos actualmente. En su reedición del pasado año encontramos nuevas aportaciones que afinan sus tesis y las actualizan, aunque en lo esencial el tiempo no ha hecho sino confirmar su vigencia; lo que demuestra que los análisis de Sandel de 1996 fueron los de un lúcido visionario. Muy al principio de su libro da cuenta de un hecho absolutamente constatable en todos los países democráticos: «nuestra vida pública rezuma insatisfacción». Lo que él afirma en esas páginas sobre los estadounidenses es perfectamente aplicable a los europeos: «no creen que puedan decir mucho sobre cómo se les gobierna y tampoco confían en que el Gobierno haga lo correcto». Entre los partidos, vitales en el funcionamiento de nuestras democracias, y la ciudadanía parece darse un cortocircuito en la comunicación que convierte a aquellos en instituciones incapaces de entender nuestra situación.
Para Sandel el descontento democrático tiene su origen en dos preocupaciones a las que, por el momento, se han mostrado insensibles los partidos políticos llamémosles tradicionales. Por un lado está el miedo a que tanto individual como colectivamente estemos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas. Porque a fin de cuentas de eso se trata, de nuestras vidas, concretas, que se tropiezan en su desarrollo con circunstancias que no hemos escogido, que otros en la opacidad de sus nodos de poder han decidido, y que sin embargo coartan las posibilidades de nuestra existencia de manera determinante. Uno de los ejemplos evidentes de esto que señala el filósofo norteamericano es el problema de la vivienda que tanto afecta, sobre todo, a los jóvenes de Europa.
Por otro lado, está esa sensación de que lo que Sandel denomina «el tejido moral de la comunidad» –familiar, local y nacional– se deshace en sus costuras donde quiera que miramos. El individualismo y el modelo líquido de vida que teorizó brillantemente Zygmunt Bauman se imponen dejando expuesta a la persona a las incertidumbres de una vida cada vez más exigente, puesto que, como ha denunciado el filósofo Byung-Chul Han, el neoliberalismo ha convertido a las sociedades de estas democracias valetudinarias en sociedades de «flagelantes» donde «nos explotamos voluntaria y apasionadamente, figurándonos que nos estamos realizando» (léase su artículo Seis motivos por los que hoy no es posible la revolución). Michael Sennet también abordó este proceso asociado indefectiblemente a la instalación de un paradigma económico tóxico para la vida en su libro La corrosión del carácter.
Para Sandel los dos temores por él señalados –la pérdida del autogobierno y la erosión de la comunidad–, juntos, son los elementos definitorios de la ansiedad de nuestra época (el politólogo Fernando Vallespín habla directamente de «democracia del miedo»). Esa ansiedad es la que no se afronta en la agenda política actual, y es el sentimiento que aprovechan los populismos de nuevo cuño para dar con un canal de recepción favorable a sus discursos autoritarios.
Francis Fukuyama quiso hacer de áureo profeta del paraíso liberal en los noventa del siglo pasado proclamando el fin de la historia, entendiendo por tal el triunfo global y definitivo de la democracia liberal (su libro El fin de la historia y el último hombre se publicó en 1992). No más guerras, no más revoluciones, tras la derrota del comunismo. Un glorioso amanecer de prosperidad universal de la mano de la economía de mercado que, con su triunfo definitivo, trae la obsolescencia de las ideologías. Así se dio por asegurada la progresiva extensión de la democracia liberal a todos los rincones del planeta sin posible marcha atrás. Mayúsculo desacierto que nos condujo a descuidarnos. Hoy es el día en que percibimos angustiosamente que la democracia no es algo que haya que dar en ningún momento por garantizado. Máxime cuando uno de los dogmas impuestos por ese credo milenial del fin de la historia asocia inextricablemente el éxito de la democracia liberal al del capitalismo global.
En los últimos estertores del siglo pasado el filósofo británico John Gray lo supo ver en su libro Falso amanecer publicado en 1998, elocuentemente subtitulado «los engaños del capitalismo global», donde advierte: «en la visión del mundo dominante en nuestra época, la eficiencia económica se ha desconectado del bienestar humano». Y coincide con Sandel en que, «en el libre mercado global, los instrumentos de la vida económica se han emancipado peligrosamente del control social y político». ¿Qué puede ser más dañino para la democracia, teniendo en cuenta que una de las virtudes –si no la más destacable– de este sistema político es que ofrece resortes institucionales para el control del gobierno por parte de la ciudadanía? Si esta promesa se desvanece en la práctica ante los mismos ojos de quienes componen la masa social que tiene que apreciar su valor, entonces la democracia se parecerá cada vez más a una cáscara formal vacía de vida.
Esa ansiedad (o incluso miedo) es un factor nada desdeñable que hay que considerar a la hora de explicar el crecimiento de las simpatías hacia propuestas políticas autoritarias y poco respetuosas con las formas democráticas o que incluso, como en el caso de lo que acaba de pasar en ciertos territorios de Alemania, apuestan por dar el poder a quienes piensan igual que aquellos que ya lo conquistaron hace un siglo en el mismo país, y que defendían posturas que lo condujeron en apenas dos décadas al despeñadero de la historia. Es sin duda una de las claves para afrontar el perturbador desconcierto del ¿cómo es posible?
En este contexto es escalofriante volver a lo que ocurrió hace ochenta años, cuando tuvo lugar el desembarco de Normandía. Su éxito supuso el principio de la liberación de gran parte de Europa del yugo del nazismo. Costó miles de vidas de jóvenes que asaltaron la fortaleza nazi de Europa convencidos de la superioridad ética de los valores por los que luchaban. Esos valores eran los propios de la democracia. Hace pocos días tuve la ocasión de escuchar los testimonios grabados en años posteriores de algunos de los que sobrevivieron a aquellas jornadas infernales. El documental El día D: las grabaciones desconocidas proporciona un punto de vista más personal a ese acontecimiento histórico que todos creemos conocer, pero que nadie puede comprender en la dimensión íntima y emocional que lo experimentaron quienes lo vivieron en carne propia. Uno de esos testimonios, ofrecido por Wally Parr, un soldado inglés superviviente de aquel decisivo desembarco, expresa una idea de un valor inconmensurable, digna de figurar en un lugar preferente de nuestra memoria democrática, la de toda Europa, la del mundo entero: «Tras tantos años, lo que más recuerdo es el atroz derramamiento de sangre. Un sinsentido que está presente en cualquier tipo de guerra, pequeña, grande, da igual. ¡Dios mío! Deberíamos haber aprendido algo». ¿Lo hemos hecho o habrá que creer con el filántropo Nicholas Witton que «en realidad nadie nunca ha aprendido nada del pasado»?
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