¿Qué rol juegan los caudillos políticos y los caudillos intelectuales (o literarios) en América Latina? Todo dependerá, naturalmente, de los intereses que se defiendan y de lo que ambos entiendan por «caudillismo» (del latín capitellus o capuz, cabeza). Genéricamente, el caudillismo sería un régimen político, social y cultural que gira alrededor de una persona; sistema […]
¿Qué rol juegan los caudillos políticos y los caudillos intelectuales (o literarios) en América Latina? Todo dependerá, naturalmente, de los intereses que se defiendan y de lo que ambos entiendan por «caudillismo» (del latín capitellus o capuz, cabeza).
Genéricamente, el caudillismo sería un régimen político, social y cultural que gira alrededor de una persona; sistema que, según dicen, habría desaparecido en las naciones modernas. ¿Cómo calificar, entonces, el poder que ejercen el presidente George W. Bush, el papa Juan Pablo II y la reina Isabel de Inglaterra? ¿Winston Churchill, Charles de Gaulle y Franklin D. Roosevelt fueron estadistas con poder impersonal o caudillos de circunstancias históricas puntuales?
En América Latina, intelectuales y políticos suelen mirarse de reojo. Pero mientras en Europa y Estados Unidos la opinión de los primeros representa un dato más del análisis, en nuestros países tienden a convertirse en «líderes de opinión». Poco importará si de modo vago y difuso el caudillo intelectual cita de oídas, habla de todo sin conocer nada, o se siente «cosmopolita» para encubrir el desprecio que siente por su país.
Nuestro personaje acaba de publicar la novela titulada Flaubert en Totonicapán y helo ahí, opinando acerca de la privatización del Seguro Social, los gorditos de Botero, las oscilaciones del mercado petrolero, las mujeres que «avanzan [sic], porque están escribiendo muy bien» y de una democracia que se califica de «incipiente», aunque hunda sus raíces en las cortes aragonesas de Huéscar, primero y más antiguo de los modelos conocidos de parlamentarismo (siglo xi). Y todo esto «con humildad». ¿Hay caudillo intelectual que no sea humilde?
De modo poco convincente, las llamadas ciencias políticas y sociales de América Latina han tratado de fijar la noción de caudillismo. Esfuerzo que, invariablemente, parte y se inspira de las opiniones volcadas por el argentino Domingo F. Sarmiento en Facundo: civilización o barbarie (1845).
Diatriba contra los caudillos y el caudillismo, autorretrato de la ferocidad oligárquica contra la chusma y los pueblos nativos de este continente, Facundo es un libro vigente que debe ser leído y estudiado por su excepcional valor literario. Las conclusiones, claro, corren por cuenta del lector.
Jorge Luis Borges lo leyó detenidamente y arribó a una conclusión singular. En plática con Ernesto Sábato, manifestó que Sarmiento quiso escribir un libro contra los caudillos, pero tal fue la fuerza estética de su expresión que implícitamente acabó por exaltarlos. El lector desprejuiciado verá que, en Facundo, Sarmiento plantea a un tiempo la existencia e inexistencia de una cultura nacional hispanoamericana.
Sarmiento fue precursor del caudillaje intelectual latinoamericano. Imbuido de liberalismo conservador, dice en carta al presidente Bartolomé Mitre: «¿Qué importa que el Estado deje morir de hambre al que no puede vivir por sus defectos?» Y en otro lugar: «Seamos francos: no obstante que esta invasión universal de Europa sobre nosotros es perjudicial y ruinosa para el país, es útil para la civilización y el comercio».
A diferencia de Sarmiento, José Martí supo diferenciar a los caudillos: «Un caudillo desinteresado -escribió- es una gala de los hombres y huésped eterno de la patria… El éxito de los caudillos depende del grado de intensidad en que posean los caracteres del movimiento que encabezan» (El Partido Liberal, México, 1886).
Así pueden entenderse las diferencias entre Alvaro Obregón y Francisco Villa o entre Anastasio Somoza y César A. Sandino. O, más acá, entre Hugo Chávez y Lucio Gutiérrez. Mientras los medios califican al venezolano de «caudillo» y «ex golpista», el ecuatoriano es tratado de «presidente constitucional», luego de haber traicionado al movimiento indígena que lo llevó al poder y confesado que su gobierno es «el mejor aliado de Estados Unidos». El uno es «bárbaro»; el otro «civilizado».
Semanas atrás, en un programa de la televisión hispana, el periodista Andrés Oppenheimer reunió a tres vírgenes vestales de la democracia y la libertad. Un tal García, historiador que escribe en el diario oligárquico La Nación, de Buenos Aires, dijo que el peronismo fue lo peor que le pasó a Argentina. Pólipo de la información, Oppenheimer consideró innecesario recordar los 30 mil desaparecidos durante el régimen de Videla.
El programa fue montado para advertir acerca de la irrupción de los nuevos líderes que expresan y representan con autenticidad la voluntad popular. Prueba de que el discurso neoliberal se agotó y de que irremediable y felizmente, en todos lados, la democracia «moderna» y «civilizada» de los «selectos» se cae a pedazos.