Las grandes mayorías de Nuestra América fuimos a parar derecho a la ciudad, pero eso no debe dejarnos irreflexivamente peleando por algo así como un derecho a ella. Es cierto que en las ciudades estamos, vivimos y luchamos. Las mayorías. Aquí experimentamos una vida cotidiana signada por una amplia gama de precariedades y violencias (que […]
Las grandes mayorías de Nuestra América fuimos a parar derecho a la ciudad, pero eso no debe dejarnos irreflexivamente peleando por algo así como un derecho a ella.
Es cierto que en las ciudades estamos, vivimos y luchamos. Las mayorías. Aquí experimentamos una vida cotidiana signada por una amplia gama de precariedades y violencias (que cuanto más pobre es el barrio, más crudas y descaradas se vuelven). Miles de necesidades básicas insatisfechas; arbitrariedad y violencia policial; el narcotráfico organizando nuestras economías, movimientos y relaciones; los políticos y los partidos que no dejan de prometer y someter; el consumo como propuesta hegemónica; y el capital inmobiliario siempre acorralándonos un poquito más allá y despojándonos de la tierra. Algo debemos hacer. Los proyectos alternativos de vida urbana se vuelven urgentes, y mejoras en las condiciones materiales de existencia de las poblaciones populares más aún. Y venimos lentas y flojos…
Hemos hecho y hacemos enormes esfuerzos por construir desde nuestras comunidades de base, territorios de vida y espacialidades otras que permitan el despliegue genuino de las capacidades humanas, de subjetividades diversas, de proyectos y elecciones de vida variadas, solidarios unos con otros. Y hemos sabido crear desde allí, desde nuestros territorios populares, procesos organizativos desde abajo, que son los que permanecen cuando todo lo demás pasa, son los que solucionan la vida-en-concreto (su autodefensa, sus condiciones materiales y sociales de existencia) cuando ésta está puesta en jaque. Porque es el territorio, la comunidad, la que se hace cargo de juntar el dinero para atender a los enfermos, de conseguir los alimentos para la olla popular, de crear proyectos laborales y culturales para los jóvenes, de defender y resistir los ataques policiales, etc.
Pero esa realidad que recreamos, heredera de las distintas formas en que la cultura popular reproduce y cuida la vida de los suyos, no es la ciudad, sino tan sólo una de las múltiples formas de resistencia que en ella se expresan.
La ciudad es también hoy (y lo es principalmente) uno de los dispositivos privilegiados del capital y del poder. En ella sedimentan, se solapan, los distintos momentos del desarrollo de las fuerzas productivas y los proyectos de poder que las clases dominantes del continente (y las de afuera) han buscado desarrollar a lo largo de la historia. Aquí nos interesa remarcar dos de los objetivos o necesidades primordiales que la ciudad realiza en el presente: crear renovadas formas de rentabilidad, acumulación y canalización de excedentes de trabajo y de capitales (legales e ilegales); e incorporar/reintroducir/someter las expresiones de impugnación o desobediencia al sistema.
Sobre el primer punto, basta mirar el descomunal despliegue de los negocios inmobiliarios en nuestras ciudades, de la mano de la alianza entre los sectores constructores, inmobiliarios, bancarios y financieros; con la activa participación estatal en la creación de mecanismos normativos, administrativos y de financiamiento que los promueven; y con la presencia determinante de los flujos de capitales transnacionales del mercado de commodities, pero también del narcotráfico y otras actividades ilegales del capitalismo criminal. Ellos imponen un modelo de ciudad elitizada, nuevos formatos habitacionales (condominios, edificios de alta gama, etc), espacios corporativos y no-lugares semi-privados que esconden tras un ropaje público (centros comerciales, parques con accesos restringidos, etc.). Esas espacialidades tienen su reverso en la precariedad, las problemáticas ambientales, los desalojos y desplazamientos que las de abajo vivimos a diario.
Sobre el segundo punto, es necesario desagregar algunos elementos.
Por un lado hay que aclarar que las ciudades periféricas, con su altísima concentración de población desplazada, cumplen un papel fundamental en el funcionamiento del capitalismo global: no solamente como contención de «ejércitos de reserva» de trabajadores que presionan los salarios a la baja y permiten a las empresas transnacionales emplazarse y moverse de un lugar a otro aprovechando las características y beneficios coyunturales de dichos «mercados de trabajadores urbanos»; sino también como lugar de funcionamiento de formas económicas y toda una gama de trabajos precarizados no reconocidos por el mercado, que son los que soportan los costos de la reproducción social «subsidiando» los mercados formales (acá encontramos a los trabajadores y trabajadoras de la economía popular, pero también todas aquellas actividades vinculadas a la economía ilegal, de las cuales los trabajadores del narcotráfico en los barrios populares constituyen sólo la cara más visible).
Y es que el despojo, la desposesión, cumplen funciones específicas en la reproducción de la acumulación capitalista (las prácticas de acumulación primitiva, ya no como momento originario sino como dinámica permanente, tanto a escala global como local), pero también en el disciplinamiento social. Generación tras generación las clases populares de nuestro continente han sido dislocadas, expropiadas de la tierra, sus modos de vida, sus conocimientos, herramientas y saberes para la vida: expulsados del campo sin ser absorbidos en la economía ni en la infraestructura urbana, cercados en las periferias de las ciudades sin medios para garantizar una vida digna, etc. Y aquellas trayectorias de desposesión han finalmente recalado en las ciudades: lugares donde la institucionalización y estandarización de los distintos ámbitos de vida (salud, educación, cultura, alimentación, vivienda, etc.), así como la domesticación de las prácticas cotidianas, se realizan de manera más acabada y controlada.
Las ciudades son, quizás hoy más que nunca, lugares predilectos para la mutilación de las autonomías individuales y colectivas. Allí, la población excedente se encuentra en el umbral de la supervivencia, acorralada en un modelo de inclusión degradada en una «ciudadanía» de trabajo precario, superexplotación, consumo, endeudamiento y vida-a-crédito, así como de distintas formas de «muerte en vida» (precariedad y pobreza extremas, hambre, analfabetismo, desnutrición, violencia como principal forma de procesamiento del vínculo social, etc.). Mientras que, trabajadores formales y las clases medias, se aquietan inmersas en formas de vida fuertemente estructuradas por la capacidad de consumo, el individualismo y los discursos de la «inseguridad».
Sólo desde ese contexto, pensar y crear proyectos de existencias alternativas al neoliberalismo como orden económico-político de vida, se vuelve difícil (sino imposible).
Pero además, hay que insistir en que estas ciudades únicamente son sostenibles como forma de dominación, con el funcionamiento paralelo de dispositivos de violencia que se establecen al centro de la organización social, volviéndose eje ordenador de la vida urbana. En el neoliberalismo, la ciudad requiere de una economía de la violencia y, cada vez más explícitamente, la vida urbana se vuelve -y no sólo para las clases populares- una forma de vida signada por la preeminencia de la lógica de la guerra y el enfrentamiento, perpetuada por escenarios de miedo, resignación y cinismo. Se trate de la criminalización de la pobreza, de la represión de las disidencias, rebeldías y protestas, de la creación de escenarios de control social, o de la vía libre para el despliegue del capitalismo criminal.
¿De qué hablamos entonces cuando decimos «derecho a la ciudad»? ¿Debemos luchar por ello?
La pregunta debe ser un llamado de atención para quienes estamos comprometidas con la construcción y la lucha por la vida digna. El objetivo no pasa por denostar aquellas luchas que levantan esa consigna y bandera; de hecho, reconocemos que muchas de las prácticas y discursos en torno al «derecho a la ciudad» tuvieron, en su momento, la potencialidad de romper con ciertos paradigmas reduccionistas de abordaje del espacio y bregar por una mejora en la calidad de vida de las mayorías populares urbanas, partiendo de una concepción integral del hábitat que lejos de concebirlo únicamente como déficit de vivienda, lograba comprender el complejo entramado de relaciones y ámbitos que constituyen el «lugar de la vida» (acceso a la salud, educación, cultura, capital social, simbólico, etc.). Incluso podemos decir que el hecho de que hoy los organismos internacionales y los gobiernos de derechas e izquierdas erijan discursos sobre el «derecho a la ciudad», es fruto de aquellas luchas, que obligaron a correr un poco más allá el campo semántico hegemónico.
Sin embargo, si las palabras, los conceptos son ideas-fuerza y pueden ser armas; debiéramos estar atentas cuando éstas -incorporadas al campo enemigo- se vuelven contra nosotras. En este sentido, los desafíos de las emancipaciones en contextos de crisis civilizatoria, guerras de alta y baja intensidad, militarización de la vida cotidiana, nos obligan a repensar los conceptos y categorías que reproducimos desde los espacios organizativos y de pensamiento ¿crítico?. Cuando los poderosos del mundo interpretan nuestros reclamos y buscan reintroducirlos en la lógica del sistema: banalizando sus contenidos y traduciéndolos en la dinámica mercantil; es necesario que operemos también desplazamientos en las luchas. Sino, corremos el riesgo de quedar entrampadas en matrices de pensamiento y acción funcionales al neoliberalismo y las formas de dominación actuales.
En este sentido, no podemos -desde estos contextos urbanos organizados bajo lógicas de la guerra- seguir pensando las luchas urbanas como conquistas de derechos. Y esto no quiere decir que no sea válido tácticamente utilizar aquellas conquistas de sentido que lograron instalarse como «derecho al hábitat» o «derecho a la ciudad», pero esas ideas no pueden conducir nuestras luchas, no deben constituirse en nuestros objetivos políticos ni en horizontes estratégicos.
Cuando Lefebvre, en el contexto inmediatamente posterior al Mayo francés, proponía el concepto y la perspectiva del «derecho a la ciudad» como derecho a «una vida urbana renovada y transformada», lo hacía desde esa coyuntura concreta y orientado por las disputas contra el modelo de la sociedad de consumo, planteando la necesidad imperiosa de recuperar la ciudad «para la gente» frente a los procesos acelerados de privatización del espacio urbano a los que estaban asistiendo las sociedades europeas de la época. Él mismo, años más tarde, explicitó que el derecho a la ciudad no puede ser bajo ningún punto de vista concebible como una declaración de principios, sino que depende enteramente de la acción colectiva y de la realización de transformaciones en muchos otros ámbitos de la sociedad.
Esa es la línea que recupera Harvey cuando plantea que «el derecho a la ciudad es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos: se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad. Es, además, un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para remodelar los procesos de urbanización». Para Harvey, el derecho a la ciudad no es tanto el derecho a acceder a lo que ya hay, sino el derecho a cambiarlo.
Pero, por un lado, ni Lefebvre ni Harvey estaban pensando las particularidades actuales y la condición social de las clases populares nuestroamericanas: trayectorias de desposesión que no se limitan a la experiencia urbana, sino que encuentran continuidades en la historia de vida del campo y la ciudad. Y, además, este concepto obtura una crítica al orden espacial del capitalismo como la que necesitamos hoy. La crítica de ese orden que instituye las ciudades como centros de concentración de poder, los patrones de vida urbana como norma, y la condición de vida de las grandes mayorías como vidas desposeídas y vidas-en-dependencia.
Nosotras no podemos seguir abonando disputas y consignas de lucha que tomen como dada la realidad de la urbanización periférica y las ideas de «dualidad urbana», «ciudad formal/informal», que son los conceptos desde los cuales los organismos internacionales de gobierno y de crédito están interviniendo en nuestros territorios. Corremos el riesgo de limitarnos a transformar lo que ellos consideran «ciudad informal, ilegal, irregular» a los patrones, bienes y servicios de la «ciudad formal, legal, regular» (la que genera impuestos inmobiliarios y consumo regular), solamente en aquellos momentos en que las dinámicas del capital y el poder requieran reforzar ésta y no aquella. Y así quedar confinadas en reclamar al Estado, sin disputar el modelo de urbanidad y el modelo de territorialidad más allá de lo urbano. Mientras, el proceso de sobreurbanización y los desplazamientos continúan, las desigualdades sociales se reproducen y siempre hay nuevos barrios o sectores «desatendidos». Porque jamás puede concluirse la «contención» de lo incontenible que la voracidad del capitalismo financiero está generando.
Por último, si miramos las formas de gestión desde las cuales poder y capital están operando sobre las ciudades, no hace falta demasiado análisis para encontrar la enorme preminencia de mecanismos de excepción a las normativas o de gobierno flexible del espacio, establecidos por vías de hecho o de derecho (alianzas público-privadas, sistemas de captación de plusvalías urbanas, permisos fuera de la ley, «mirar para otro lado» cuando el capital inmobiliario avanza).
Y algunos, desde el campo popular, seguimos pensando y articulando acciones desde el «derecho a la ciudad».
En tiempos de guerra, insistimos, nuestras proyecciones estratégicas deben sacudirse el lenguaje de derechos y articular luchas críticas frente a la espacialidad neoliberal. Porque en ello se juega la supervivencia de las mayorías populares. Si el espacio -en el capitalismo financiero, neoliberal y militarizado- se configura cada vez más como una cantidad de campos de batalla abiertos por la tierra y el territorio, el desafío pasa por caminar la creación y autodefensa de nuestras autonomías territoriales y nuestros territorios populares. Y las autonomías exigen desarmar el orden campo-ciudad del capital.
Mercedes Ferrero es integrante del Colectivo de Investigación El llano en llamas y militante del Encuentro de Organizaciones (EO) de Córdoba, Argentina.
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