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Pueblos ocultos en la selva

¿Derecho a vivir la propia Amazonía?

Fuentes: Ecoportal.net

Hay varias maneras de entender la selva. Tal vez la mirada más espontánea que explica la singular sensación de atracción por la vida que vibra, al mismo tiempo que prevención, o aun temor, por esa bruma verde inextricable, sea la de un tierno personaje novelado por Laura Restrepo, a quien ella dio el nombre de […]

Hay varias maneras de entender la selva. Tal vez la mirada más espontánea que explica la singular sensación de atracción por la vida que vibra, al mismo tiempo que prevención, o aun temor, por esa bruma verde inextricable, sea la de un tierno personaje novelado por Laura Restrepo, a quien ella dio el nombre de Sacramento y empujó a la selva a fantasear hombrías y futuros. «No voy a aprender nunca -decía descorazonado- aquí nada es lo que parece y todo adquiere el don de transformarse en su contrario. Lo único seguro es la angurria con que te mira la selva; te descuidas un instante y eres hombre masticado». «Sacramento arrancaba una hoja y le resultaba insecto, iba a agarrar un palo y era culebra, oía silbar bellamente a un pájaro y le resultaba culebra también».

Sí. El habitante de los confines no deja de estar atento, afilando las uñas y el machete, decidiendo qué deja avanzar y qué no, manteniendo a raya, día a día, la voracidad de la selva. El verde lujuriante acecha, coqueteando, en cualquier hueco del amplio claro abierto por el hombre, haciendo guiños de que está listo para abalanzarse más allá de cualquier borde que lo limite, con una ramita, una raíz engañosa, un sapo enamorado, el exhibicionismo indecoroso de una mariposa, una culebra que sortea calladamente un charco, el suspiro de un guacamayo. Claro, hablamos del habitante forastero, el que llegó extranjero y la vive con ojos de lucro o de voyerismo turístico. Muy otra es la mirada del poblador originario, pero el espíritu de la selva es difícil de aprehender y tal vez esté en vías de ser destruido antes de que se lo pueda conocer.

La historia

Cuando Francisco de Orellana, en 1541, se aventuró río abajo por el Amazonas, vio una población numerosa, parecería que mucho más numerosa que la que puebla hoy esta selva tropical de seis millones de kilómetros cuadrados, la más extensa del planeta, de los cuales más de la mitad se encuentran en Brasil mientras que el resto lo comparten Bolivia, Perú, Ecuador, Colombia, Venezuela, Guyana, Surinam y Guayana Francesa.

Más aún, es posible que en épocas prehispánicas existieran caminos, hoy desaparecidos, que conectaran diversos puntos del mundo andino con las civilizaciones de la foresta húmeda.

En realidad, bastante antes de que los españoles llegaran con su versión renacentista del hoy meneado y monárquico porquénotecallas, ya el Inca Pachacuti y su hijo Tupac Inca Yupanqui intentaron avanzar hacia el este, pero las tierras húmedas no se dejaron conquistar. Aunque los Incas llegaron hasta Carabaya donde extraían oro y tenían sus cocales, los hombres de la selva eran aguerridos y poco domables, escurridizos y no dados a la dependencia de manera que no pudieron apoderarse de los territorios más bajos ni someter a las poblaciones, pero establecieron relaciones de tributación y, a cambio de telas, hachas y cuchillos de metal recibían animales exóticos como monos, loros, guacamayos, serpientes, caimanes, anacondas y productos con lo que hoy llamaríamos cierto valor agregado como plumas, pieles, grasa de manatí, aceite de tortuga, polvos de pezuña de tapir, pescado seco, cera, miel, madera, resinas, cacao, mandioca, maní, plantas de uso medicinal y tinturas. Los españoles que llegaron en las primeras décadas del siglo XVI tuvieron aún menos fortuna: Pedro de Candia y Pedro Anzures, Álvarez Maldonado, Manuel de Escobar desde el Perú, Gómez de Tordoya desde lo que hoy es Bolivia, gentes que probablemente, antes de cruzar el océano no hubieran visto más que las mesetas de Castilla o los prados del país vasco, descendieron los ríos, chapotearon los barros, miraron con asombro los parásitos que se les criaban bajo la piel, negociaron con los aborígenes en aras de encontrar los fabulosos tesoros del Paititi que los convertirían en ricos peruleros, pero solo encontraron las flechas de Tarano, jefe de la Nación Toromona – una etnia h.y desaparecida o que quizá, según la leyenda, viva en aislamiento en zonas no contactadas (por nosotros, los blancos, claro) – símbolo mítico de la resistencia al invasor. En general, solo la mitad de ellos volvía, frustrados y maltrechos, flacos y harapientos, tal vez afiebrados o enloquecidos, dando al traste con los dineros públicos y privados, verdaderas inversiones de riesgo que financiaban tales atrevidas excursiones. Y durante los siguientes trescientos años la selva quedó alelada y lejana, rumiándose a sí misma.

Aunque para el incario era más importante el cobre con el que fabricaban armas, el brillo del oro, destinado a la frivolidad y la ostentación de poder, es lo que los profanos de la historia recordamos, lo que iluminó la codicia del hombre blanco y se constituyó en una de las modas económicas que trasegaron la selva con la especial angurria y el tradicional desparpajo que imprimió la revolución industrial al siglo XIX. A partir de 1930, cuando la Gran depresión, su precio pegó una estampida y desde las misiones de los dominicos hasta grandes compañías internacionales obtuvieron concesiones para su extracción. En el proceso artesanal, el material obtenido en el lecho del río o en un barro cercano, se mezcla con mercurio en el que se disuelve el oro. La mezcla, una vez escurrida el agua, se calienta hasta que el mercurio se evapora. El mercurio, poco a poco, va contaminando el agua y quedándose también en la grasita del sistema nervioso, alterando su estructura y su funcionamiento. Es mejor cambiar de rubro y dedicarse a otra cosa, como vender cerveza a los buscadores antes de que una línea negra ensombrezca las encías, porque ya será demasiado tarde. Buscar oro es el ejercicio de una aventura teñida con las reacciones peligrosas que provocan la ambición y el egoísmo y padece la desatención a las condiciones de trabajo, la lejanía de los centros donde las leyes velan por el más débil, maltrato, tráfico de mujeres, desaparición de menores, abuso sexual, la prostitución ejercida en combinación con el patrón como otra manera de aumentar el endeudamiento del trabajador.

Otro tipo de oro marcó la selva con el estigma de la riqueza fabulosa a fines del siglo XIX y principios del XX cuando Charles Goodyear encontró la manera de vulcanizar el caucho, es decir, procesarlo para que no se pegoteara con el calor y no se resquebrajara con el frío. Para talar la Castilla ulei o agujerear la Hevea Brasiliensis en la estación de las lluvias y extraer la goma había que tener ciertas agallas. No era la primera vez que la riqueza estaba en tierras de otros de manera que, aprovechando la facilidad de que los pueblos indígenas no conocían nuestra forma de escritura y por lo tanto – valga la redundancia – no escrituraban, se organizaron correrías en las que se los perseguía para expulsarlos de las tierras donde estaba el caucho, se atrapaba, sometía, vendía y/o esclavizaba a los que sobrevivían, solucionando de paso el problema de conseguir mano de obra «muy económica». Aquellos que lograban escapar a la masacre o que, por previsores, se internaban hacia las cabeceras de los ríos, a zonas de difícil acceso, se mantenían alejados de la fatalidad, pero creaban desequilibrios al irrumpir en el espacio de otras tribus provocando los conflictos lógicos de cambiar el mapa de población de los territorios que siempre habían habitado.

El caso de los Metyktire y el aislamiento voluntario

Garimpeiros y madereros ilegales continúan las correrías de los caucheros en pleno siglo XXI. En mayo de este mismo año indígenas de la etnia metyktire que habían elegido continuar viviendo como sus antepasados lo habían venido haciendo durante cientos o miles de años -en lo que los antropólogos llaman aislamiento voluntario- y nada se sabía de ellos desde 1950, debieron trotar varios días, con el corazón en la boca, para escapar de las balas de madereros y acercarse a una aldea de antiguos hermanos que habían preferido contactarse (sin tomarnos el atrevimiento de decir que habían elegido la vida civilizada) para pedir ayuda. Podrían haber sido exterminados sin que el mundo se enterara. El encuentro de las dos ramas de una misma tribu fue emocionante, especialmente para los jóvenes de la aldea que, extrañados, recuperaban formas antiguas de su idioma, danzas y canciones que habían escuchado a sus abuelos.

Hay una cantidad de poblaciones nativas que han decidido mantenerse alejadas de nuestra civilización ya sea que, voluntariamente, rechazan cualquier tipo de relación con el afuera de sus vidas o que tengan contactos iniciales por motivaciones propias de su cultura o por presiones externas. Es, por el momento, su proyecto de vida y las organizaciones internacionales de derechos humanos se han hecho cargo de darle entidad a este concepto y promover la conciencia sobre sus derechos en los estados que los albergan y en el ciudadano común.

Es interesante hacer notar que la denominación pueblos en aislamiento voluntario remplaza actualmente la de pueblos no contactados, poniendo así especial énfasis en que ya no se trata de gentes en proceso de integración sino de reconocer su derecho a continuar su forma de vida. Sus tribus se mueven por un amplio territorio que no tendrá, obviamente, la anchura que sus antepasados recorrieron durante siglos, pero les provee un ambiente de abundancia, de caza, pesca, frutas y maderas combinado con la horticultura de roza y quema, recursos de flora y fauna que sus prácticas culturales y su baja demografía permiten que sean renovables. Custodian posibles reservas de otros recursos no renovables – gas, petróleo, minerales – sin saberlo o, al menos, sin que les importe, más que por el peligro que entrañan como polo de ambición del capital vampiro que se bebe la sangre del planeta en aras del consumo.

Aunque pueden mantener algún contacto con la sociedad nacional, viven alejados de las poblaciones y escapan al acercamiento, evitando gripes, sarampiones y hepatitis, enfermedades infectocontagiosas contra las que su sistema inmunológico no los protege, que pueden contraer no más probándose la chancleta que un antropólogo distraído abandonó entre las raíces de un ficus y que acabará con sus vidas irremediablemente.

Muchos otros peligros los acechan, conocidos o no por ellos: la ambición mercantilista del siglo XXI, potenciada por la escala humana, la explosión tecnológica y las necesidades consecuentes implican un peligro devastador que no tenían las entradas de Pedro Anzúrez o Gómez de Tordoya. La tala del bosque destruye el habitat donde se nutren. Las obras públicas arrastran impactos indirectos al crear nuevas poblaciones, generar sucesivas obras de infraestructura y facilitar nuevos caminos a los cazadores, a los madereros ilegales y al narcotráfico, tal el caso de la carretera transamazónica y de las represas faraónicas que alteran abruptamente los delicados vaivenes de un ecosistema de armonía inestable donde dos pececitos desorientados por un cambio en la corriente pueden acabar con la pesca multisecular; los cambios culturales inducidos por los misioneros evangelizadores que fuerzan el contacto, despreciando los arcos tensos y las flechas amenazantes de pueblos que siguen siendo guerreros para defender su territorio, su historia, su destino elegido y su privacidad, en caso de tener éxito, crean dependencias externas que aumentan la vulnerabilidad de estos grupos.

Los indígenas ven a las compañías hidrocarburíferas, a los mineros y leñadores como a «fantasmas de la muerte» por el legado tóxico que dejan en los ríos. Tan es así que, cuando en 1987, dos misioneros se acercaron a la comunidad tagaeri para convencerlos de que permitieran la entrada de una empresa extractora de petróleo, fueron muertos a flechazos y fue la última vez que se tuvo noticias de este grupo indígena, que se internó nuevamente en el corazón de la selva desestimando su conexión con el mundo civilizado.

Pero aún hay otra instancia, más allá de su derecho a la existencia en acuerdo con su forma de vida, y es el derecho a un reconocimiento político y jurídico por parte de los Estados nacionales, a la propiedad colectiva de sus territorios, de sus recursos, de sus genes, de sus conocimientos culturales así como el acceso a la distribución equitativa de los beneficios que producen esos mismos conocimientos culturales sobre la conservación y el uso sustentable de la biodiversidad.

Lamentable y paradójicamente, es escasa o inexistente la información sobre sus vidas, su dinámica social y sus prácticas culturales porque su misma búsqueda vulneraría su derecho al aislamiento o hasta podría producir efectos catastróficos.

La misma formulación de este concepto implica las consecuentes impotencias epistemológicas ya que conocer el objeto de estudio conlleva su destrucción. Nos ocupamos de unos álguienes que no sabemos si todavía existen, tocarlos es evanescerlos. Ni el propio Informe sobre la situación de los pueblos indígenas aislados y la protección de sus conocimientos tradicionales preparado por el antropólogo ecuatoriano Alex Rivas Toledo para la Oficina Regional para América del Sur de la Unión Mundial para la Naturaleza provee cifras, si bien cita los nombres de los pueblos que se supone mantienen su integridad, nombres que, seguramente, para usted lector sean, más que nuevos, desconocidos. Los toromona, araona, ese ejja, nahua, mbya-yuki, ayoreode, pacahuara, yucararé, t’simanes, mosetene, chimane en Bolivia, los korubo, hi-merima, massaco, zo’e, pipiticua, awá, caru, araribóia, kampa, menkragnoti, machineri, jaminawa, maku-nadeb, akurio, jandiatuba, piriuititi, jamamedi, familias kayapó pu ró – a la que pertenecen los metyktire que caminaron cinco días huyendo de los madereros – tupi y waiapi-ianeana en Brasil,los jurí o arojes en la región del río Puré y los nukak-makú de la Amazonía colombiana, los tagaeri y los taromenane, quizá parte de la familia lingüística de los huaorani en la región amazónica ecuatoriana, los remo, kapanawa, iscobaquebu o isconahua y cacataibos del grupo lingüístico mayoruna y clanes de la familia yora o yaminahua como los nahua, murunahua, iconahua, mastanahua, chitonahua forman parte de los aproximadamente veinte o treinta grupos que habitan la región amazónica del Perú, junto a los grupos lingüísticos arawak, los huaorani también llamados abijira o záparo; en Venezuela existen clanes y familias aisladas de los yanomami, jodi, jodi-eñepa y sapé algunos de los cuales se movilizan en zonas transfronterizas con Brasil. Por último en el Chaco del Paraguay y zonas fronterizas con Bolivia varios grupos ayoreo no desean contactarse o han regresado voluntariamente al aislamiento corridos por la expansión ganadera, la misma extensión de los cultivos de soja que ocurre en Bolivia o por la extracción ilegal de la madera, el emplazamiento de plantas de extracción de hidrocarburos, las obras civiles vinculadas a proyectos de desarrollo o la presión de los grupos misioneros que, además de amenazar la continuidad de la vida de los grupos originarios trastocan su integridad cultural, tal como les sucede a todos los pueblos indígenas de la Amazonía.

Sydney Possuelo

El adalid de esta lucha por la defensa de los derechos de los grupos indígenas a continuar su estilo de vida es el brasileño Sydney Possuelo, para quien, seguramente al igual que para usted que está leyendo esta nota, hubo un tiempo en que consideró la integración como lo mejor que podía hacer por los habitantes originarios de la selva.

Era especialista en primeros contactos y en tiempos en que Brasil emprendió la conquista moderna de la selva fue llamado a intervenir en un conflicto con los Ararás, quienes no habían desaparecido como se creía hasta el momento, sino que atacaban a flechazos a los trabajadores que construían la carretera transamazónica. Possuelo propuso cambiar el avance a sangre y fuego por la atracción paciente de los pobladores primitivos a las bondades de la civilización. Y así lo hizo. Y se sacaron la foto.

En una conmovedora entrevista, el periodista Pablo Cingolani recuerda los siete pueblos indígenas desconocidos con los que Possuelo hizo contacto y le arranca confesiones acerca de la paradoja de esta historia. «Nuestro mundo es un encantamiento para ellos», le dice Possuelo. «El contacto traía aparejado desestructuración grupal, necesidades artificiales -«si les das ropa, luego debes darles jabón para que la laven»-, descontrol personal, borrachera, prostitución, destrucción, porque lo peor de todo eran las epidemias que nosotros curamos a diario con una pastilla pero para las cuales los indios del corazón de la selva carecían de cualquier defensa inmunológica y morían sin remedio, solos, abandonados en la selva por sus hermanos». «Desde 1987, yo pasé del contacto a la protección, es decir al no contacto, al derecho al aislamiento como la mejor manera de preservarlos. Si fuéramos más decentes, no habría pueblos aislados pero nuestra conducta los ha llevado a buscar protegerse de nosotros. Su aislamiento no es voluntario, es forzado por nosotros. No podemos ni debemos alterar eso».

En Sudamérica existen pueblos indígenas en aislamiento voluntario en Brasil, Perú, Venezuela, Colombia, Ecuador, Bolivia y tan cerca de nosotros como el Chaco Paraguayo. Brasil es el país que lleva la delantera en legislación que los proteja, seguido por Perú que ha sancionada una ley de reconocimiento de la propiedad sobre los conocimientos culturales y por Colombia; pero hay que decir que la tendencia general es a una fragilidad legal, financiera y técnica que en algunos casos conlleva una cierta subordinación a políticas extractivas.

Podría citar encuentros con indígenas en aislamiento como el de los metyktire o el avistamiento que realizaron funcionarios del gobierno peruano cuando sobrevolaban el río Las piedras en el Parque Nacional Alto Purús, el 18 de septiembre de este año a las doce y cuarto del mediodía: un grupo de 21 indígenas entre jóvenes, mujeres y niños salieron de sus chozas de hojas de palmera construidas sobre la playa para ver el paso de la avioneta. Una mujer, acompañada por un niño, apuntó con sus flechas a la avioneta con la intención de enfrentarla o alejarla. Luego el grupo se refugió en el monte ribereño. Pero pocos tienen como final los cantos y bailes de los metyktire o fotos desde una avioneta que los muestran tan ingenuos y vulnerables escondiéndose en la espesura. Como dice el mismo Pablo Cingolani, «las anécdotas que puedo contar son todas aberrantes, tristísimas; historias de genocidio y muerte».

He contado una larga historia, larga por los quinientos años que recorre, pero más aún por la intensidad siempre trágica de los hechos que he relatado. Si bien empieza en el siglo XVI, el hilo que la conduce es mucho más extenso, se interna hacia atrás en el tiempo y se ramifica hacia profundidades muy lejanas que ya no podemos conocer. Las vueltas del planeta nos ubican hoy en una realidad ambivalente y paradójica en la que el progreso y el bienestar se miran en el espejo del consumo al tiempo que los signa el desapego de la naturaleza, el desamor por el prójimo desconocido y la indiferencia por su futuro y el nuestro. En contraste, deliramos por recorrer las antiguas aldehuelas de callejas empedradas, visitamos las reservas naturales, conocemos los pueblos que guardan el recuerdo de otros tiempos y otras sociedades y compramos cerámicas de aire vetusto, añorando con hipocresía la simplicidad del pasado y una comunión con la tierra que, en términos generales, no estamos dispuestos a ejercer.

 

Diciembre de 2007

* Elina Malamud – Escritora argentina. Publicó, entre otros, Selva (2006)