«No intentes ser un hombre de éxito. Intenta ser un hombre de valor.» (Albert Einstein) Hay algo curioso, a la vez que comprensible, en el trato afable y elogioso que algunos medios de comunicación suelen otorgar a las personas que trabajan en, de, para y por el mundo de la cultura. Tal exquisitez en los […]
«No intentes ser un hombre de éxito.
Intenta ser un hombre de valor.»
(Albert Einstein)
Hay algo curioso, a la vez que comprensible, en el trato afable y elogioso que algunos medios de comunicación suelen otorgar a las personas que trabajan en, de, para y por el mundo de la cultura. Tal exquisitez en los términos en los que el periodista de turno analiza una obra determinada, linda de forma peligrosa con la pleitesía, al manifestarse una ausencia notable de interés analítico. Ello lleva implícito la casi ausencia de crítica total hacia una realidad que tiene forma de disco, cuadro, escultura o libro, en la que, se supone, el autor ha depositado buena parte de sus ilusiones, además de un número de horas en las que el logro por la perfección es un horizonte clavado en la pared
Podría desprenderse de esa actitud periodística dos interpretaciones bien diferentes. Una, la que obliga a pensar que el experto (imagino que un musicólogo no acostumbra a juzgar obras arquitectónicas, excepto entre sus amistades) no desea entrar en polémicas, y opta por destacar únicamente aquello que le parece encomiadle, y otra la que, aún reseñando la bondad que toda obra de arte lleva implícita, obliga, en nombre de la deontología profesional, a asumir el riesgo del debate precisando qué puede haber de mediocre o torpe, banal o manido, en esa misma obra. Otros argumentarán: y ¿quién es un periodista para juzgar la obra de un creador, por muy experto que aquél sea? Ítem más: ¿No es la mentira piadosa una muestra de bondad y cariño, para evitar la quiebra moral o la depresión de un posible genial creador?
Mira por dónde, en estas últimas semanas han tenido lugar en La Habana una serie de conferencias y charlas en las que el objetivo a señalar era, amén de la función específica de la crítica, hablar sin tapujos sobre la utilidad o no de ese ejercicio de honestidad. Por el momento ignoro las conclusiones, aunque las espero con los brazos y los ojos abiertos.
Soy de los que opinan que una autopsia incruenta sobre una tela pintada, un trozo redondo de plástico con unas canciones dentro, o unas miles de palabras sobre un papel, es casi siempre un trabajo duro y útil. ¿Qué artilugio deberíamos manipular en ese momento: el microscopio o el telescopio? Me inclino por el primero, recordando que una obra que anhela ser vista u oída, leída o digerida por miles de personas, o sea que va a hacerse pública, debe ser estudiada, sin que exista otra barrera para el autor de la crítica que el mero respeto por el artista como persona, y luego el ejercicio de la libertad interpretativa ante la propia obra. Ojo, no digo de expresión, que es manido término del que abusan sarcásticamente los profesionales del periodismo en el llamado mundo libre (incluidos, cómo no, los mercenarios de Periodistas sin Fronteras), ese mismo orbe donde la censura es constante, ejercida minuto a minuto en las cadenas de televisión más famosas del mundo, los diarios de mayor venta o las emisoras de radio con una audiencia millonaria. Digo por ello que no hay que recelar en el ejercicio de libertad que supone el análisis de aquello que quiere ser público, lo que sale a la calle para ser degustado, lo que se expone a la mirada y el oído de los demás. Y ese trabajo ha de ubicarse en el campo de quienes jamás nos hemos preocupado excesivamente por servir a la sociedad desde la atalaya de la creación.
Desde tiempos inmemoriales (no temas, lector, que no voy a retrotraerme a los faraones y césares), y mucho más en los siglos anteriores e inmediatos al XXI, han sido miles las ocasiones en las que un artista ha sido despreciado de forma brutal o despiadada, sin que temblaran los cimientos sobre los que descansa la mansión donde habita la diosa del arte, o las autoridades reclamaran la sangre del culpable de esa critica feroz, tanto como la que acompañó a Rossini en el estreno de El Barbero de Sevilla en Roma, el año 1816. ¿Envidia? ¿Mala baba? No lo creo. Lo importante es que, a los pocos días, la ópera era aclamada y el maestro, de 24 años, enamorado entonces de una soprano, le escribía sobre el triunfo: «Pero lo que me ha interesado, más allá de la opinión sobre la música, mi querida Angélica, ha sido el descubrimiento que he hecho de una nueva ensalada, de la cual te estoy enviando la receta tan pronto como pueda«. He aquí una forma exquisita de asumir con sentido del humor una visión desfavorable. Años más tarde, su compatriota y colega Giuseppe Verdi estrenaba Oberto, con fatales resultados, lo mismo que poco después, cuando asiste a la premiére de su ópera cómica Un Giorno di Regno, que constituyó otro fracaso de crítica y público. Para colmo, tras unos pocos meses, el autor, muy afectado por la muerte de su esposa y de dos de sus hijos, abandonaba para siempre la composición.
Más ejemplos: la dramática situación en que se encontraba Franz Schubert, con sólo 29 años, enfermo de sífilis y cosechando fracaso tras fracaso, permaneciendo impasible ante la crítica, para años más tarde, como Van Gogh, ser considerado un genio. O la debacle que supuso, nada menos que en la Scala de Milán el estreno de Edgar, de Puccini, en 1889, que obtuvo un recibimiento bastante duro en los diarios de entonces. Casi tanto como el que acompañó a Tchaikowsky con ocasión del estreno del ballet El Lago de los cisnes; o la injusticia cometida con Antonio Salieri, impresionante creador, al que, por mor de una película superficial y poco rigurosa, como fue «Amadeus» (Milos Forman, 1983), se le tilda aún de poco original, repetitivo e imitador (además de mentiroso y artero), cuando en verdad era brillante y arriesgado cual pocos músicos de su época. A este respecto, el director de orquesta Ricardo Mutti señalaría en su día: «El repertorio de Salieri era fuera de lo común, en su obra existe un complejidad estructural, unas armonías que en nada tienen que envidiar a las de Mozart«.
Y si los llamados grandes han tenido que soportar la incomprensión, las malas opiniones, silbidos, críticas desfavorables y pateos, ¿qué bula han de tener quienes no ostentan esa calidad? Ya vemos además que, irónicamente, los críticos casi siempre nos equivocamos. Ergo, ¿por qué temerlos? ¿Por qué huir de su ojo u oído punzante?
Sin embargo, y a pesar de ello, no creo resbalar cuando aseguro que no se puede hablar en términos elogiosos, por ejemplo, de unos discos tan inútiles y falsos, como los que el tenor Plácido Domingo dedicó al tango, o a la canción latinoamericana, o de algunas canciones de Los Rolling, Beatles, Serrat, Air Suply, Rik Wakeman o Sabina, o de todos y cada uno de los discos de un aberrante «trovador español» apodado Nando Juglar, de quien jamás había oído hablar hasta el 2004, que hace escasamente dos años protagonizó varios programas en la radio y la televisión cubanas, entre aplausos, buenas palabras y sonrisas encantadoras, para pasmo de melómanos y gentes de buen gusto, e incluso siendo invitado a demostrar sus constantes desafines y atropellos canoros en el Teatro Amadeo Roldán. Todo ello sin que sonara una voz discordante. Debo afirmar que, en 37 años de profesión, jamás había pasado tanta vergüenza ajena. ¿O tal vez debería silenciar mi opinión poniendo por delante la piedad, la compasión o una mala entendida educación?
El triunfo y el fracaso, la crítica elogiosa o no, han acompañado desde siempre a un creador en su quehacer profesional. Nada ha de extrañarnos o sorprender que una persona, en el medio de comunicación que fuere, periodista o no, trate de hurgar en las entrañas de una obra para extraer el néctar o veneno, sal o azúcar, que contenga. No obstante, lo que yo opine no tiene la menor importancia, y es por lo que prefiero, sibilinamente, concluir citando a Jack Keoruac:
«Brindemos por los locos, por los inadaptados, por los rebeldes, por los alborotadores, por los que no encajan, por los que ven las cosas de una manera diferente. Por aquellos a quienes no gustan las reglas y no respetan el status-quo. Los puedes citar, no estar de acuerdo con ellos, glorificarlos o vilipendiarlos. Pero lo que no puedes hacer es ignorarlos. Porque cambian las cosas. Empujan adelante la raza humana. Mientras algunos los vean como locos, yo veo el genio. Porque las personas que se creen locas para pensar, son las que pueden cambiar el mundo.» (1)