Entramos en 2020 sin haber resuelto ninguna de las grandes incertidumbres políticas que teníamos hace un año. En algunos casos -sobre todo la consolidación institucional de Vox- hemos ido a peor. Los vaivenes del ciclo electoral, la frustrada investidura y el inacabable procés catalán deparan una combinación de hastío y crispación a partes iguales, que […]
Entramos en 2020 sin haber resuelto ninguna de las grandes incertidumbres políticas que teníamos hace un año. En algunos casos -sobre todo la consolidación institucional de Vox- hemos ido a peor. Los vaivenes del ciclo electoral, la frustrada investidura y el inacabable procés catalán deparan una combinación de hastío y crispación a partes iguales, que son asimismo fábricas de despolitización y de integrismo. Y el panorama es aún más sombrío cuando se visualiza la situación internacional con un fin de año dominado por la victoria de Boris Johnson en Gran Bretaña y el fracaso previsible de la COP25. No es cuestión de pesimismo, sino de tratar de entender la naturaleza y la complejidad de las situaciones para poder desarrollar una respuesta adecuada. En lo que sigue me limitaré al caso español, en concreto a debatir los principales puntos de ruptura que pueden afectar al futuro inmediato, en especial a las aspiraciones de transformación social. Consideraré tres planos de tensión: el que se deriva de la polarización izquierda-derecha a escala nacional, el del conflicto catalán y el que vuelve a emerger en el seno de la izquierda con el posible acceso de Unidas Podemos al Gobierno central.
I
La situación política española vuelve, con todos los matices, a una situación parecida a la que se dio en la Segunda República, caracterizada por una enorme polarización entre el bloque de la derecha y otro en el que a la izquierda se suma el nacionalismo periférico. Por más que este último, más que un bloque, sea una compleja amalgama de grupos enfrentados entre sí, resulta evidente que es la única coalición posible que agrupa a una mayoría de votos capaz de instituir un Gobierno que cierre el paso a la derecha nacional. Es obvio que el contexto histórico ha cambiado, especialmente en el campo de la izquierda, mucho más moderada que en el pasado y, sobre todo, con un proyecto sociopolítico mucho más etéreo.
Hay dos elementos que merecen ser destacados en esta situación. En primer lugar, la existencia de algún tipo de base estructural que explica la persistencia, incluso cuantitativa, de las corrientes políticas de fondo. Esto resulta obvio en el caso de los nacionalismos periféricos, que son el reflejo tanto de su arraigo social como de la incapacidad para construir un marco político más integrador. Pero lo es también en el espacio izquierda-derecha, que sigue en parte ligado a la estructura social y a las instituciones que organizan la sociedad. Es evidente, por ejemplo, que la izquierda tiene mayor presencia en las zonas urbanas y entre las clases trabajadoras, pero la derecha tiene estructuras más sólidas para conseguir una base de apoyo social capaz de bloquear la situación, en particular su control de parte del sistema educativo y de la mayoría de los medios de comunicación. Reconocer la importancia de estos elementos estructurales a la hora de generar conciencia es crucial para captar lo que algunos progresistas no suele entender: que la gente se comporte contra lo que se espera, a menudo en contra de sus intereses materiales.
En segundo lugar, el nivel de acritud de la derecha y su capacidad de activar los poderosos resortes institucionales con los que cuenta; una acritud que contrasta con la moderación de las propuestas de la izquierda y que tiene que ver con el autoconvencimiento de las élites conservadoras de que el poder les corresponde por «derecho natural». Si esta situación no se produjo en los años ochenta fue en buena parte porque dichas élites eran conscientes de que debían lavar el franquismo (y también porque la apabullante victoria del PSOE en las elecciones de 1982 hizo evidente que la mayoría de la población exigía un cambio) y tenían que hacer concesiones. La misma historia política de la derecha durante la Transición, con el baile de proyectos (UCD, AP, CDS…), es representativa de la necesidad que tuvo de hacer su propia transición hasta consolidarse en el Partido Popular. Pero, una vez resuelto este problema y con una situación política consolidada por los gobiernos de Felipe González (una vez solventados el dilema de la permanencia en la OTAN y la integración a la Unión Europea, debilitados los sindicatos y la clase obrera con las sucesivas reformas laborales, y reformado en parte el sector público), la derecha reclamó su vuelta al poder mediante una política agresiva que inició Aznar y que no ha cesado siempre que su poder ha sido puesto en cuestión (con Zapatero antes y con Sánchez ahora). Aunque han tenido su momento de crisis a causa de la insoportable corrupción del Partido Popular y la irrupción de Ciudadanos, las últimas elecciones parecen apuntar a que ese espacio va a estar repartido entre el PP y Vox, con una marcada inclinación derechista. La historia de Ciudadanos es particularmente significativa: algún estratega soñó con que podía desarrollarse un proyecto de derecha civilizada, capaz de desempeñar el papel de partido bisagra, pero no se tuvo en cuenta que, de hecho, los elementos articuladores de Ciudadanos eran fundamentalmente la negativa a realizar cualquier concesión a los nacionalismos periféricos y la recentralización del poder político, un eje que conduce de modo inexorable a posiciones muy derechistas, como al final ha ocurrido.
Ciertamente no estamos en 1936, pero la derecha actual tiene muchos tics y comportamientos que muestran rastros genéticos de la vieja CEDA (y hasta de Falange). Siguen manteniendo muchos resortes de poder no solo en el sistema educativo y los medios, sino también, muy significativamente, en el sistema judicial y la alta administración del Estado. Conocen muy bien esos mecanismos y los utilizan con impunidad. Tienen el apoyo de gran parte del empresariado y el aliento de los sectores de rentas altas, y cuentan con una situación que genera miedos en los sectores sociales más conservadores. El programa conservador actual no se puede sustentar tanto como antes en algunos valores tradicionales, como el religioso, pero en el fondo se basa en muchas de las cuestiones que ya estaban presentes en las sociedades europeas del siglo pasado: racismo y xenofobia, eurocentrismo imperialista, machismo patriarcal, españolismo centralista y clasismo (las referencias despectivas a los comunistas han vuelto a aparecer en muchos de los discursos de los líderes populares), todo ello condimentado con un discurso sobre la inseguridad, el rechazo a las regulaciones ecológicas y, cómo no, la patria en peligro; en suma, el miedo, el nacionalismo y el desprecio hacia el resto de la población. En un contexto internacional que parece favorable a todo ello, hay que esperar años de ofensiva inmisericorde si al final cuaja el Gobierno de coalición, o algo mucho peor si todo se va al garete y volvemos a tener elecciones.
La polarización ha llegado para quedarse, y la única forma de hacerle frente es con una buena articulación de movimientos, de acciones políticas. No es tiempo de sectarismos, sino de explorar la forma de articular esta inmensa masa de población, la mayoría social, que no desea una regresión autoritaria.
II
El segundo frente de tensión es un viejo conocido, Catalunya. Más en concreto el independentismo catalán. Como en anteriores notas mías (y en muchas otras de esta revista) ya hemos tratado de explicar la base del movimiento y hemos expresado nuestra visión crítica sobre él, no hace falta volver a repetirlo. Me centraré en lo nuevo y en cómo debería servir para darle un giro a la situación. Lo nuevo este mes es la sentencia del Tribunal de la Unión Europea, y lo que dice esta es lo mismo que han ido explicando bastantes juristas y que, en cierto modo, también indicaban tribunales de diversos países al negar la extradición de Carles Puigdemont y de otros políticos emigrados.
No cabe duda de que el movimiento independentista se pasó tres pueblos en septiembre- octubre de 2017. Trató de presentar como una operación delicadamente democrática una acción de fuerza que contenía muchos elementos de putsch autoritario, desde el uso propagandístico de los medios públicos bajo su control hasta intentar dar por bueno un «referéndum» en el que fallaban todas las garantías democráticas básicas (el censo de electores, las mesas elegidas por sorteo entre toda la población, la junta electoral, un recuento transparente…), sin olvidar la forma de aprobar y el contenido de las leyes con las que se trataba de legitimar la operación. Que, además, todo ello fuera solo un simulacro, como han reconocido algunos de sus líderes, supuso añadir un fraude democrático en perjuicio de la propia base a la que movilizaron. Todo ello es condenable, pero no de cualquier forma ni retorciendo la ley. Esto es lo que explican los críticos no independentistas que han analizado todo el proceso judicial, desde su traslado de los tribunales catalanes al Supremo hasta la inusitada calificación de rebelión, la negativa a conceder la libertad provisional a los encausados, el retorcimiento del delito de sedición y la aplicación de penas elevadísimas, pasando por toda la cuestión de la inmunidad de los políticos electos. Todo apunta a que la respuesta de la alta jerarquía judicial estuvo a la altura del desatino independentista, y a que la decisión de la derecha de no tomar ninguna iniciativa política y trasladar el tema al ámbito judicial no era una cuestión de dejadez sino de aplicar una respuesta meramente punitiva. Muy propio de la cultura de la derecha de este país.
La reconducción de la cuestión debería pasar por reconocer estas dos irregularidades, empezando por la izquierda federalista, que tiene en teoría una propuesta atractiva pero que debe ser capaz de articularla. Mi comentario en este sentido obedece a lo que percibo en mi entorno local a través de contactos directos y en las redes sociales. En Catalunya el conflicto se ha enconado tanto que no sólo en el campo independentista siguen predominando el solipsismo y la ignorancia de los argumentos que les contradicen; también en sectores de la izquierda el encono parece haber alimentado una cierta insensibilidad sobre las irregularidades judiciales.
Partir del reconocimiento de ambos desatinos es la única manera de encontrar una salida, de encauzar la situación hacia un ámbito más manejable, siendo conscientes de que no es fácil ni van a faltar en la derecha española y catalana muchos expertos en dinamitar cualquier propuesta razonable. Las negociaciones en torno a la investidura, o las que en materia presupuestaria se están llevando a cabo en el Ayuntamiento de Barcelona y en Catalunya, parecen ir en esta dirección deseada. Buscar fórmulas para reconducir el proceso judicial y las penas debería ser otra. Apostar por el enroque en este terreno no sirve más que para caldear una situación que puede volver a resultar explosiva, precisamente el contexto más favorable a los intereses de la extrema derecha.
III
Hay una tercera tensión emergente que merece ser explorada, la que surge de la posible entrada de Unidas Podemos en el Gobierno. No es nueva, pues afecta de forma persistente a la relación entre la izquierda transformadora y la presencia institucional, un problema que suele tener mal encaje y que obliga a ser repensado de modo permanente.
En lo sustancial, es obvio que muchos de los problemas actuales requieren de una izquierda fuerte capaz de generar hegemonía cultural entre la población y de desarrollar políticas que transformen la realidad. Tenemos, en cambio, una izquierda social y política débil, aunque hay que matizarlo.
El 15-M supuso un proceso de movilización social que sin duda ayudó a la politización y toma de conciencia de una nueva generación de gente con ansias de cambiar el mundo. Este tipo de movilizaciones generales constituyen momentos básicos para renovar y robustecer la base activista crucial para que existan movimientos y organizaciones. Aunque después de una gran movilización viene una resaca, siempre deja un poso social de conciencias y actitudes. Lo sabemos los de la generación de la Transición: mucha de la gente que se movilizó volvió al redil, pero otra mucha siguió activa en partidos y movimientos, y multitud de personas conservaron una serie de valores y actitudes que constituyen el fondo social sobre el que se han apoyado muchos procesos sociales. En este sentido, el 15-M ha significado sin duda un nuevo impulso que se ha traducido tanto en el robustecimiento de movimientos sociales, como el feminista o el ecologista, como en la formación de un nuevo espacio político que ha elevado el suelo electoral a la izquierda del PSOE (los 35 diputados y diputadas de Unidas Podemos, que consideramos un retroceso, son aún bastantes más que los obtenidos nunca por Izquierda Unida).
Sin embargo, para que la situación se consolide hace falta adecuar un buen modelo organizativo y orientar bien la relación entre la esfera política institucional, los movimientos sociales y los núcleos de reflexión política. Y es ahí donde hasta el momento está casi todo por hacer y mucho de lo hecho ha estado mal orientado. Con la entrada de Unidas Podemos en el Gobierno las cosas pueden empeorar aún más. Formar parte de cualquier espacio institucional condiciona y coarta. El peor peligro es que al final se asuma la lógica de las instituciones y se trate de imponer a la base una especie de pensamiento único diseñado para hacerles cómoda la vida a los que ocupan dicho espacio institucional; sobre todo si, como ocurre en este momento, hay personalidades muy dominantes que ocupan u ocuparán esos cargos.
También pueden surgir problemas en el otro lado. En la izquierda y en los movimientos sociales pululan siempre individuos cuya mayor preocupación es marcar su propio terreno, poner verde a sus colegas y generar tensiones, escisiones y todo tipo de capillitas. Individuos para los que lo urgente es siempre lo suyo y para quienes los demás son unos traidores o unos pacatos. La dinámica de un proyecto que trata de moverse entre los movimientos sociales y las instituciones está siempre en peligro de quedar dominada por estas dos perversidades. Y la primera participación de Unidas Podemos en el Gobierno, en un contexto de falta de reflexión, puede provocar muchos episodios, y muy malos, de esta índole.
Por esto debería ser urgente que la gente responsable del proyecto tomara buena nota de las complicaciones de la situación en los tres ámbitos señalados e impulsara iniciativas orientadas a encararlas con determinación y buen ánimo. Enfrente hay desafíos muy grandes que deben ser encarados con energía y buena cabeza, sabiendo dónde está el nudo gordiano de cada uno de ellos y también sabiendo modular los vaivenes que inevitablemente exige una situación tan compleja.
Fuente: http://www.mientrastanto.org/boletin-186/notas/desafios-ineludibles