Recomiendo:
0

Desahucios: cuando el Estado también entregó las llaves de su casa

Fuentes: Rebelión

El drama de los desahucios en el Estado español es una de las evidencias más violentas de la implementación de las políticas neoliberales, y también una clara muestra de la indefensión en la que se encuentra una parte cada vez mayor de la ciudadanía. Una indefensión en la que el Estado se abstrae de sus […]

El drama de los desahucios en el Estado español es una de las evidencias más violentas de la implementación de las políticas neoliberales, y también una clara muestra de la indefensión en la que se encuentra una parte cada vez mayor de la ciudadanía. Una indefensión en la que el Estado se abstrae de sus responsabilidades en materia social, y su accionar, sus recursos y sus herramientas se dirigen prioritariamente a preservar los intereses del poder financiero.

Cuando lo ilegítimo es legal

Mucha tinta ha corrido desde que en 2010 el entonces presidente socialista del Gobierno español admitiera que el país empezaba a atravesar una «crisis», e implementara un paquete de medidas de recortes sociales y una primera reforma laboral impuestas por la Troika. También mucha tinta ha corrido desde que a finales de 2011 asumiera un nuevo presidente popular del Gobierno español y profundizara el camino de las políticas neoliberales de marcado corte antisocial.

Si la democracia es una forma de organización del Estado en la que la toma de decisiones y la titularidad del poder corresponden al conjunto de la sociedad, se puede concluir que una democracia real es un impedimento para el avance del neoliberalismo en cualquier territorio. Mientras que los representantes de la soberanía popular y las instituciones políticas primen el «derecho» a las rentas del capital de una minoría por encima del interés general, del bienestar común y de los derechos sociales de las mayorías, esta representación carece de legitimidad.

Las políticas públicas adoptadas desde que los mercados hicieron explotar la «crisis» precipitaron esa creciente ilegitimidad. Un rumbo de recortes, ajustes, precarización, limitación de derechos sociales, privatizaciones, enajenación, transferencia de riqueza, desatención del Estado de sus responsabilidades sociales y redistributivas, indefensión de las mayorías sociales. En otras palabras, un deterioro de la democracia y un aumento de la injusticia, la desigualdad, la tragedia humana y social, condiciones necesarias para que las rentas del capital sigan sumando y para que este capitalismo global y salvaje siga existiendo. Y, tal y como los representantes políticos no se cansan de afirmar, es éste el único camino posible, «no hay alternativa».

Muchas son las manifestaciones en el territorio que ponen en evidencia la perversión de este modelo económico y político. Una de las más dramáticas es sin duda la cuestión de los desahucios, vinculada directamente a la explosión de la burbuja financiera e inmobiliaria, al elevado nivel de desempleo, y el consecuente aumento del empobrecimiento y deterioro de la calidad de vida de las familias.

A través de la ejecución de los desahucios, en casi todos los casos de manera forzosa, el poder financiero expulsa y expropia de sus viviendas a las familias que no pueden afrontar el pago de las letras de las hipotecas. En algunos casos, estas viviendas son vendidas a través de subasta, en otros, son dejadas vacías. Mientras que el Estado ampara y protege los intereses del poder financiero en detrimento de los desahuciados, esta actuación, ilegítima por dónde se la analice, adquiere carácter de legalidad en el marco de una «democracia tutelada» [1].

Crónica de una burbuja

Entre 1997 y 2007 la economía española tuvo un crecimiento sin precedentes. El factor más determinante para explicar dicho crecimiento sostenido durante casi tres legislaturas fue el entonces llamado «boom inmobiliario», proceso a través del cual se atiborró el territorio de cemento, de ladrillo, de hormigón y de deudas.

De repente, la sociedad española descubrió que lo que habían denominado «boom» era en realidad una «burbuja», que hundía sus raíces en una fuerte especulación, y que dicha burbuja se había pinchado. Un pinchazo que supondría, de hecho, que todo ese crecimiento económico y material iba a tener a partir de ese momento como contrapartida un empobrecimiento rápido y profundo, también sin precedentes, de un amplio sector de la sociedad.

El punto de partida de la burbuja fue la Ley 6/1998 de Liberalización del Suelo, puesta en marcha en 1998 durante el primer Gobierno de Aznar, una fuerte relajación normativa que abrió sin complejos la veda a la construcción y a la especulación urbanística a lo largo y ancho del territorio. A partir de entonces, todo suelo se consideraba «urbanizable», salvo que se justificaran motivos para su protección, es decir, todo el suelo era urbanizable salvo que se demostrara lo contrario. En esos años se generalizó, además, una relación directa entre la financiación municipal y el desarrollo del suelo, los municipios encontraron una forma fácil de financiarse, y una legislación estatal que les resultaba favorable.

A finales de los 90 se empezaron a construir viviendas por todo el territorio español [2], y el desempleo experimentó inicialmente un descenso. Los nuevos grupos de trabajadores, incorporados al mercado laboral a través de la construcción y sus sectores conexos, obtenían hipotecas para comprarse más casas. Durante el período comprendido entre 1997 y 2007 los precios de la vivienda casi se duplicaron, al tiempo que el parque inmobiliario creció de forma imparable y la oferta de viviendas empezó a superar a la demanda.

Detrás de la burbuja inmobiliaria se encuentra la burbuja de la deuda. Sobre esta cuestión también hubo un cambio relevante en las reglas de juego que favoreció el proceso especulativo: la posibilidad de cambiar los tipos de interés fijos a variables en las hipotecas (modificación legislativa también realizada durante la presidencia del Partido Popular). La banca se dedicó durante este período a conceder créditos que financiaban hasta el 100% de las viviendas, partiendo de tasaciones temerarias de las mismas que las propias entidades realizaban, concediendo hipotecas de por vida y con bajos diferenciales sobre el tipo de interés de referencia.

Al cambio en la Ley de Suelo y en los tipos de interés hipotecarios se debe añadir la gran entrada de capitales especulativos extranjeros al país tras la creación del Euro, y la exuberancia monetaria, otro de los factores que conduciría a un fuerte incremento de precios en el mercado de la vivienda.

Frente al desconocimiento de la ciudadanía y la desidia, la incompetencia o directamente la complicidad del poder político, advertido en varias ocasiones y desde diferentes instancias sobre estos «desmanes en la concesión de créditos de las entidades financieras» [3], un día todo estalló. Ese día la sociedad supo que este segundo «milagro económico español»[4] era un espejismo, y desde entonces, empezó a conocer lo que es en la práctica el neoliberalismo.

Las consecuencias del espejismo

La fiesta de la especulación y los desmanes financieros terminó, como no puede ser de otra manera, en un desenlace desgraciado para amplias mayorías. Los desahucios, seguramente el símbolo más antisocial de estas políticas, representan uno de los problemas sociales y humanos más punzantes que desde la irrupción de la «crisis» sufre la sociedad española.

En 2011 el número de expedientes de desahucios procesados creció un 22% con respecto a 2010, llegando a un total de 58.241 (160 cada día), lo que supuso un record de este indicador desde que existen registros. Sin embargo, durante la segunda mitad de 2012 el número de desahucios en el territorio español ascendió a 526 diarios (más del triple que en 2011), más de 180 mil durante el año y un total de 46.559 sólo en tres meses de este año.

En cuanto al perfil socioeconómico de las víctimas de los desahucios, un portavoz de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) explicaba que «…el 80% de los afectados son gente de clases medias que ha visto muy reducidos sus ingresos, que pueden estar cobrando unos 800 ó 900 euros y que no pueden hacer frente a hipotecas de, por ejemplo, 1200 euros».

Para aumentar lo trágico de esta situación, el suicidio se ha convertido desde 2008 en la primera causa de muerte violenta en el país, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE), con un aumento considerable a partir de 2011 (y superando a los accidentes de tráfico). Los motivos principales han sido, precisamente, el desempleo, la pobreza o el desahucio, en definitiva, la «crisis». En 2010 se quitaron la vida 3.145 personas en todo el Estado, casi nueve personas cada día. Según un comunicado de la PAH de finales de 2012, el 34% de estos suicidios estarían causados por los desahucios. Esta Plataforma considera este hecho un asesinato, del que hace responsables a las entidades financieras, a las autoridades judiciales, a los representantes políticos y a las Administraciones del Estado.

Frente a este avance del poder financiero sobre los derechos sociales, las víctimas de los desahucios cuentan, además sus propios grupos de pertenencia y redes socioafectivas, con el apoyo activo de los movimientos de resistencia que se han ido configurando en el territorio durante estos últimos años. Estos grupos actúan a través de la denuncia, la movilización, la desobediencia civil y la resistencia activa no-violenta para evitar in situ los desahucios, a la llegada de los representantes de la banca y del poder judicial.  

Sin embargo, la ejecución de los desahucios también viene acompañada por la represión policial, con agresiones y detenciones de activistas y víctimas que intentan que las expulsiones no se hagan efectivas. Esto significa que es el Estado el defensor de los intereses de la banca y principal garante de que el poder financiero, principal promotor de esta «crisis», no pierda ni aun cuando todos los demás actores están perdiendo. Un Estado que, en lugar de preservar y garantizar los derechos sociales, desampara a estas mayorías y da prioridad a las rentas del capital financiero.

En este escenario, es innegable la grave (ir)responsabilidad política de quienes dicen ser representantes de la soberanía popular, que en un primer momento se vanagloriaron de sus decisiones, que llevaron a una década de crecimiento económico que resultó ser un espejismo. Posteriormente negaron la evidencia del fracaso de una política especulativa con el suelo y el derecho a la vivienda. Finalmente, decidieron que la mejor manera de paliar esta situación era ponerse del lado del poder financiero y las Instituciones Financieras Internacionales (IFI) y dar la espalda a las víctimas.

En noviembre de 2012, y en un alarde de sensibilidad social, la que fuera Ministra de Vivienda del último Gobierno socialista y diputada del PSOE, María Antonia Trujillo, expresó al respecto que «el que tenga deudas que las pague. Que no se hubiera endeudado». Sin embargo, no parece ni sensato ni justo culpabilizar a quién recibe un préstamo [5], sino en todo caso a quién lo otorga y a quien permite que la situación llegue a tal extremo. Más aún, si el dedo acusador es de quién ha ejercido nada menos que la cartera de Vivienda durante ese período.

Casas sin gente. Gente sin casas, y sin Estado

Durante la burbuja inmobiliaria se construyeron en el territorio español 4,6 millones de viviendas, de las que se comercializaron 3 millones. En la actualidad, se estima que el 20% del total de las viviendas que existen se encuentran vacías. Durante la última década las viviendas vacías se han duplicado, pasando de 3,1 millones a 6 millones aproximadamente (hay tantas viviendas vacías como personas activas desempleadas). De esta forma, una de cada cinco viviendas no está habitada, se mantiene cerradas y en completo desuso.

El aumento de los suicidios por los desahucios y de la visibilidad de esta problemática ocasionó una fuerte conmoción en la opinión pública. Fue entonces cuando el Gobierno y el principal partido de la oposición hicieron un amago por mostrar su sensibilidad social y por asumir su responsabilidad política, comprometiéndose a acordar e introducir cambios legislativos que pudieran salvaguardar a las víctimas.

La primera respuesta del Gobierno fue un documento de «recomendación» a las entidades financieras, en ningún caso vinculante, cuya aplicación dependía en última instancia de la «buena voluntad» de quienes hasta ahora no la han tenido. Esta intervención del Estado se limitó a la formulación de un «código de buenas prácticas», que debería ser aplicado «voluntariamente» por la banca, a la que el Gobierno le «sugería» que acepte la dación en pago en aquellos casos en que las víctimas se encuentren en exclusión o riesgo de exclusión social.

Como respuesta a este documento, desde FACUA – Consumidores en Acción se destacó que «pedirle a la banca que cumpla con un código ético es absurdo (…) la banca está cometiendo cada vez más abusos y fraudes en España, desde las cláusulas de suelo hasta las participaciones preferentes, pasando por el cobro irregular de multitud de comisiones, y la respuesta del Gobierno es un código de autorregulación que sólo cumplirá el que quiera y si no lo hace, tendrá como mucho un tirón de orejas».

Posteriormente, debido al aumento de la presión social, en noviembre de 2012 el Gobierno decidió intervenir un poco más, e introdujo una adaptación de la legislación hipotecaria para suspender durante dos años algunos desahucios. Sin embargo, esta suspensión tiene una aplicación extremadamente limitada y con condiciones draconianas para su acceso, por lo que sólo beneficia, muy relativa y parcialmente, a una minoría de las familias afectadas por las deudas hipotecarias.

Para poder beneficiarse de esta suspensión temporal, además de cumplir ciertos requisitos económicos [6], se debe pertenecer a alguno de los colectivos sociales identificados como más vulnerables: familias monoparentales con dos o más hijos a su cargo, personas a cargo con una discapacidad superior al 33% o dependencia, familias numerosas o víctimas de violencia contra las mujeres. Un informe elaborado por un grupo de jueces criticaba «las estrictas condiciones para fijar que las personas que pueden acogerse a las medidas, lo que supone que sólo un porcentaje muy reducido, en la pobreza más absoluta, puede acogerse a dichos beneficios».

Por otra parte, en el mismo informe de estos magistrados se consideraba que el procedimiento para la ejecución hipotecaria, vigente desde 1909, es «extremadamente agresivo frente al deudor». Además, según un dictamen publicado a finales de 2012 por la Abogada General del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, Juliane Kokott, las normas que regulan en el Estado español los desahucios por el impago de las hipotecas son incompatibles con las normas europeas de protección de consumidores frente a posibles cláusulas contractuales abusivas en las hipotecas.

Teniendo en cuenta quiénes han sido los favorecidos por este proceso especulativo, no resulta una ironía que el presidente de la AEB pidiera a finales de 2012 la construcción de más viviendas y la concesión de más créditos hipotecarios como fórmula para resolver el problema y contrarrestar el récord de desahucios. Quien preside este lobby parece haber alterado el orden de los factores, afirmando que «viendo las informaciones periodísticas de estos días se podría pensar que el crédito hipotecario ha sido la causa de la exclusión social, cuando lo que ha provocado la exclusión social ha sido la crisis económica».

Las llaves del Estado

En su artículo 47, la Constitución Española postula que «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación. La comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los entes públicos». Este escenario de desahucios masivos supone, también, que el Estado, en lugar de garantizar el cumplimiento de los derechos consagrados en la Constitución, desatiende y se desentiende de las necesidades sociales.

Por otra parte, además de la resistencia de víctimas y movimientos sociales para evitar los desahucios, en el último eslabón de la larga cadena de injusticias que conduce a despojar a miles de familias de sus casas, surgió otro conato de solidaridad. A finales de 2012, parte del pequeño colectivo profesional de cerrajeros empezó a negarse a llevar a cabo el acto final que materializaba la desposesión de las viviendas, el cambio de las cerraduras.

Así, en este contexto, las víctimas y sus redes, colectivos de trabajadores y movimientos sociales son quienes están asumiendo funciones propias del Estado. La protección de los intereses de los sectores más vulnerables, la garantía de los principios constitucionales, la defensa de la justicia social. En lugar de eso, el «Estado mínimo», allende de declaraciones de intenciones, no sólo no hace nada por evitar esta situación, sino que legaliza el ejercicio de una violencia económica, social y física creciente por parte del poder financiero, y pone sus recursos y herramientas a disposición de esta clase dominante.

Aunque en su caso sin oponer resistencia, en definitiva y al igual que el colectivo de afectados por las hipotecas, el Estado también entregó las llaves de su casa al poder financiero, que es quien ostenta el poder político, quien ejerce desde la sombra las funciones de gobierno. Esto representa, por un lado, un síntoma flagrante de la decadencia democrática en el territorio y de la creciente ilegitimidad de las instituciones políticas. Por otro lado, el hecho de que colectivos de trabajadores, víctimas y movimientos ciudadanos estén asumiendo responsabilidades que deberían corresponder al Estado ilustra a una sociedad que empieza a reorganizarse, a construir lazos de solidaridad y a articular un cada vez más fuerte y unitario movimiento de contestación y resistencia.

En respuesta al paulatino deterioro del vínculo entre ciudadanía e instituciones políticas y al aumento de la injusticia social, emerge una ciudadanía más activa que está ensayando una democracia participativa y real. Lo que representa una separación entre la política como gestión del poder institucional y como acción y participación de la ciudadanía; frente a un gobierno del Estado que deja a las mayorías a merced de la codicia del poder financiero, que no tiene más miramientos ni responsabilidad social que la de sus cuentas de resultados.

 

Notas:

[1] Para más información, ver en Alba Sud: El poder del sistema financiero sobre los estados (Estévez Araujo, 2011) y Democracia tutelada y reapropiación de la política (Fernández Miranda, 2012).

[2] Esta fuerte desregulación de la actividad urbanizadora tuvo consecuencias muy adversas a nivel de la calidad de vida de la ciudadanía y la preservación de los entornos naturales.

[3] En una comparecencia a puerta cerrada en el Congreso de los Diputados, ante la subcomisión de Economía sobre transparencia en productos bancarios, el presidente de la Asociación Española de la Banca (AEB), Miguel Martín, expresó que «los inspectores de la institución supervisora, cuerpo de élite en la Administración, dirigieron una carta al ministro Pedro Solbes. En ella advertían de los desmanes que se estaban llevando a cabo en la concesión de créditos por parte de las entidades financieras».

[4] Se conoce como el «milagro económico español» al período de prosperidad comprendido entre finales de la década de los años 50 y 1973, año en que se desencadenó la crisis internacional del petróleo.

[5] En este caso, se trata de culpabilizar a un numeroso grupo, que actualmente son víctimas de este proceso, de haber tomado decisiones de deuda a largo plazo en un momento en que las condiciones y las perspectivas económicas personales y generales eran completamente diferentes, y con un gran estímulo por parte de la banca y del Estado para tomar esa deuda hipotecaria.

[6] Entre estos requisitos, destacan: que todos los miembros de la unidad familiar carezcan de rentas, que la cuota hipotecaria sea superior al 60% de los ingresos netos de la familia, no superar tres veces el Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples (IPREM), 1.597 al mes o 19.200 euros al año); que la cuota hipotecaria supere el 50% de ingresos netos; que la hipoteca sea sobre la única vivienda en propiedad.

Rodrigo Fernández Miranda Alba Sud