Stephen Emmott, es, entre otras muchas cosas, director de Ciencias Informáticas en Microsoft Research, profesor de ibidem en la Universidad de Oxford y miembro del Consejo de Administración del NESTA británico, el National Endowment for Science, Technology and The Arts. En 2012 protagonizó «Diez mil millones», un espectáculo-monólogo montado por Katie Mitchell (ciencia-arte) que fue […]
Stephen Emmott, es, entre otras muchas cosas, director de Ciencias Informáticas en Microsoft Research, profesor de ibidem en la Universidad de Oxford y miembro del Consejo de Administración del NESTA británico, el National Endowment for Science, Technology and The Arts. En 2012 protagonizó «Diez mil millones», un espectáculo-monólogo montado por Katie Mitchell (ciencia-arte) que fue representado en el Royal Court Theatre londinense. El libro que comentamos, base de ese monólogo, ha aparecido en una docena de países simultáneamente.
¿Un lanzamiento editorial pensado, meditado, calculado y diseñado con finalidades bastante alejadas de la búsqueda desinteresada del saber y de la necesidad de advertencias urgentes y documentadas a la ciudadanía? No puedo asegurarlo. Desearía que no fuera el caso y que mi interrogante fuera, además de una estupidez, una inadmisible descortesía.
El lector/a se encontrará a lo largo de las páginas del libro (que incluye fotografías, algunas de ellas excelentes, gráficos siempre de interés y una singular -y no siempre necesaria- disposición de fragmentos) con descripciones y reflexiones ciertamente no novedosas pero, a un tiempo, ajustadas, que forman un cuadro que alerta de las enormes, casi inconmensurables y graves dimensiones de la situación. Algunos ejemplos, un mal resumen:
En la Tierra vivimos millones de especies. Una domina sin apenas miramientos ni límites. Los humanos, aparecimos como especie hace unos 200 mil años; hace 10 mil éramos un millón. En 1800 éramos ya mil millones y hace 50 años éramos 3 mil millones. Superamos actualmente los 7 mil. En 2050, según cálculos demográficos usualmente aceptados, viviremos en un planeta habitado cuanto menos por 9 mil millones. Antes de entrar en el siglo XX, superaremos los 10 mil millones. Somos, sin atisbo para ninguna duda como diría Sacristán, la especie de la hybris, de la exageración, la tentada por el ecosuicidio.
La acumulación de CO2, metano y otros gases del efecto invernadero (por el crecimiento agrícola, la explotación de la tierra y de la producción, procesamiento y trasporte de todo lo que consumimos) están cambiando el clima. 1998 fue el año más caluroso que se había conocido hasta el momento. Entre 1998 y 2013 se han registrado los diez años más calurosos que se conocen. El clima, para nuestra supervivencia, nos tiene que ser afable. Y no lo está siendo. Más allá de los informes sesgados subvencionados por corporaciones de combustibles fósiles, apenas nadie duda de ello.
El número de personas que padecen una crítica escasez de agua en el mundo es de más de mil millones (más del 14% de la población). El 70% del agua potable del planeta se utiliza para regar cultivos. Gran parte de esa agua proviene de los acuíferos cada vez más gastados y contaminados. Hace cien años, la humanidad gastaba 600 km3 de agua por año; actualmente gastamos más de 4.000 km3, 3.400 más (un incremento de casi el 600%). En 2025 se calcula que llegaremos a gastar 6.000 km3, quince veces más en algo más de un siglo.
El número de coches fabricados en 2013 alcanzará los 100 millones. En los próximos 40 años se espera que se fabriquen otros 3 mil millones de coches. Su coste medio, según los grandes fabricantes (Volkswagen, Ford, Toyota), es de unos 8.500 euros. Los costes reales son otros (una simplificada descripción): el hierro (base del acero de la carrocería) sale de las minas de Australia por ejemplo. Se transporta en un barco grande y contaminante a un lugar como Brasil e Indonesia. Allí se transforma en acero. El acero se transporta en otro barco grande y contaminante a una fábrica de automóviles, ubicada en la Zona Franca barcelonesa por ejemplo. Los neumáticos exigen caucho que se produce en Malasia, Tailandia o Indonesia. El caucho se recoge y transporta a un país que fabrique neumáticos, a Italia por ejemplo. El plástico del salpicadero empieza siendo petróleo del subsuelo. Se extrae el petróleo; se exporta -barco grande y contaminante- para transformarlo en el plástico. Después se lleva a la fábrica de automóviles, donde se moldeará para obtener finalmente el salpicadero. El cuero proviene de lo que en otro momento fue un animal. Se criaron probablemente en Brasil. Se transportarían a la India para trabajar su pellejo (Kanpur es el centro de la floreciente industria del cuero que lo produce para asientos de coche y bolsos destinados a Europa, USA, Reino Unido: las fábricas contaminan el Ganges con ácido clorhídrico, cromo un cóctel de productos químicos igual de tóxicos). El cuero curtido se enviará -en barcos grandes y contaminantes- a las fabricas de automóviles para que cumplan su papel de tapicería de asientos. El plomo de la batería proviene de una mina (de China tal vez). Luego se transporta y se transforma en batería. Esta se transporta a las fábricas de Alemania, Italia o España. Todo lo anterior (es una simplificación enorme) antes de que se fabrique un solo coche, antes de que éstos se transporten hasta el punto de venta, y muchísimo antes de que echemos un solo litro de gasolina en el depósito y nos pongamos a empeorar un poco más el problema del clima. Su «precio real» no son los 9.000 euros del punto de venta. ¿Tanto cuesta un coche? Sí: son las externalidades no registradas (o pocas registradas) de la economía ortodoxa: coste de la degradación ambiental, contaminación resultante de la minería, procesos industriales, transporte, pérdida de ecosistemas, cambio climático, mala salud obrera.
En este preciso momento cada hoja de cada árbol que hay en la Tierra tiene un nivel de CO2 desconocido desde hace millones de años. No sabemos cómo reaccionarán las plantas ante esta situación. Sabemos que sabemos poco. Son los componentes fundamentales de lo que llamamos ciclo global del carbono. Las plantas y los mares absorben alrededor del 50% de todas nuestras emisiones de CO2, las vienen absorbiendo desde la revolución industrial (el otro 50% se queda en la atmósfera). El que permanece, cuya proporción puede variar desde luego, es el principal responsable del cambio climático. La deforestación y el mismo cambio climático pueden alterar la situación. En lugar de absorber carbono podría producirlo. Conclusión de un medio tan neoliberal, tan «emprendedor», tan conservador, tan antiobrero como The Economist: «Nadie quiere ser responsable a titulo personal pero todos se alegran de sacar beneficio. Es una tragedia de libro: antaño fue el saqueo de la tierra pública, hoy es el cambio climático». La microrracionalidad del capitalismo, la racionalidad incompleta de la que hablaban Sacristán y Paco Fernándz Buey.
Pavan Sukhdev es el principal economista del Deutsche Bank. Dirigió en 2008 a un reputado grupo de economistas y científicos sociales y naturales que realizaron un riguroso análisis económico sobre el valor de la biodiversidad. Su conclusión: el coste de las pérdidas o daños causados a la naturaleza y el medio ambiente por las actividades de las 3 mil mayores empresas del mundo, los poderosos, los descreadores de la Tierra: 2,2 billones de dólares anuales (la cifra aumenta cada año). Conclusión: «Las reglas de la economía tienen que cambiarse urgentemente con el fin de que las empresas compitan con vistas a la innovación, la conservación de recursos y la satisfacción de las múltiples necesidades de las partes interesadas, y no con vistas a saber quién puede influir más en las normativas gubernamentales, quién evade más impuestos y quién consigue más subvenciones para llevar a cabo actividades perjudiciales, con objeto de maximizar los beneficios de una sola parte interesada: los accionistas».
La situación exige cambios radicales, se necesitan y nadie quiere llevarlos a cabo en opinión del autor: necesitamos (las personas que vivimos en «Occidente») consumir menos, mucho menos: menos comida, menos energía, menos bienes domésticos, menos coches, aunque sean eléctricos, menos camisetas de algodón, menos ordenadores portátiles, menos teléfonos móviles actualizados, menos juguetes (para pequeños o grandes) acumulados e inservibles. Etc. Sin embargo, decenio tras decenio el consumo global sigue aumentado de manera incontenible a pesar de las políticas antiobreras y anticiudadanas de austeridad. Seguimos sin tener límites, todo por la pasta. ¡Hasta el desastre y más allá!
¿Somos capaces de salir de esta situación suicida por vías tecnológicas «emancipadoras»? No en opinión de Stephen Emmott. «El punto de vista del optimismo racional es que, dadas nuestra inteligencia y nuestra creatividad, no tenemos que preocuparnos: seguro que hallamos la manera de salir de este atolladero». La verdad es otra: «la verdad es que -incluso yo debo confesarlo- resulta muy tentador creer en algo tan atractivo. Pero es una fantasía, una fantasía peligrosa» (p. 166). La tecnología no es el motor humanista y equilibrador de la historia. Sería más prudente comportarnos como pesimistas racionales… y desde ya mismo. «Así que, por lo que a mí se refiere, y basándome en las pruebas disponibles actualmente, no creo probable que haya soluciones tecnológicas para el problema». La crítica es pertinente; la falsaria esperanza tecnológica suele ser una forma interesada de alienación… «¡y de seguir palante que dentro de cien años todos calvos!». El capitalismo, aceptémoslo, ha transformado las fuerzas productivas en fuerzas destructivo-productivas.
Necesitamos con urgencia hacer algo radical, señala Emmott. ¿Qué? ¿El socialismo? No, él trabaja en Microsoft. Cambiar nuestro comportamiento radical y globalmente, y a todos los niveles: necesitamos consumir mucho menos y conservar mucho más. Añade: «y digo hacerlo realmente, con actos», para evitar una catástrofe planetaria. Por lo demás, los gestos simbólicos (de los que Emmott parece ignorar su importancia didáctica, su papel en la toma de consciencia del problema sin que deje tener en razón en las dimensiones industriales, globales, no individuales de la situación) pasan por alto un hecho fundamental: que la escala y naturaleza del problema son tan descomunales, que no tienen precedentes y que, añade, posiblemente tampoco tengan solución.
¿Y los gobiernos? Lo que dicen los gobiernos y los políticos (donde no traza, injustamente, ninguna distinción) sobre su compromiso de afrontar el cambio climático (las recientes decisiones de la UE serían un ejemplo de ello), no tiene nada que ver con lo que realmente hacen al respecto. La creencia de fondo de este científico pionero en campos como la programación de la vida o la fotosíntesis artificial: «no haremos nada. Creo que estamos jodidos. Pregunté a un científico, de los más racionales y brillantes que he conocido, un científico que trabaja en este campo, un científico joven, un científico de mi laboratorio, qué haría si sólo pudiera hacer una cosa para remediar la situación en que estamos. ¿Saben qué respondió?». ¿Lo saben, se lo imaginan? NO se lo pueden imaginar: «Enseñar a mi hijo a usar una pistola».
¿Se trata de esto? ¿Esta la inferencia inevitable, o la más razonable, que puede extraerse a partir de una información contrastada y una crítica más que pertinente al optimismo tecnológico pueril más acrítico? ¿En eso consiste el pesimismo racional de un gran y brillante científico humanista? ¿Ya está y a otro cosa? ¿De dónde nace el peligro no puede nacer también la salvación?
La cuestión de fondo, el punto esencial, los ha centrado magníficamente Pere Casaldàliga (tomo prestado el aforismo del libro de Jorge Reichmann, El siglo de la gran prueba): «Es tarde pero es nuestra hora. Es tarde pero es todo el tiempo que tenemos para construir el futuro», un futuro más justo, más igualitario, más para seres vulnerables, más femenino y feminista, y sin hybris. Más fraternal, más humano y más afable con la Naturaleza. ¿Nos ponemos en ello? ¿Luchamos sin pistolitas ni enseñazas estúpidas a favor de esta transformación urgente?