«Los niños son presos políticos» decía Deleuze, tal como recuerda David Eloy Rodríguez en Desórdenes (Amargord, 2014, Madrid). La pertinencia de la cita no puede ser mayor y no porque vayamos a mitificar la infancia, sino porque preserva el momento de asombro que es la condición de una auténtica interrogación. Mirar, entonces, con esa extrañeza […]
«Los niños son presos políticos» decía Deleuze, tal como recuerda David Eloy Rodríguez en Desórdenes (Amargord, 2014, Madrid). La pertinencia de la cita no puede ser mayor y no porque vayamos a mitificar la infancia, sino porque preserva el momento de asombro que es la condición de una auténtica interrogación. Mirar, entonces, con esa extrañeza que produce, aunque se empecinen en domesticarla, bajo mil formas, taponando el deseo de saber, de hurgar lo real en lo que tiene de más sorprendente y recóndito. Es sobre esa mirada que cabe volver. Porque lo que Desórdenes pone en juego es una cuestión de perspectiva -de tomar distancia de aquello que hemos normalizado, de un «orden» social basado en el sacrificio (de los otros) y la negación del movimiento (de la historia). No por azar el libro comienza por una aventura, «el último día del comienzo del mundo», contrapunto del apocalipsis que nos anuncian cada mañana los profetas de la desdicha.
Desde esa perspectiva, desordenar un sistema asfixiante es la posibilidad misma de abrir grietas que dejen respirar o, si se prefiere, la posibilidad de amar en medio de tantos «archivos de la desolación». Convertir el verbo en acción no deja de ser una tarea difícil. Pero «Más vale temblar que someterse. //Cada uno es su fuga/ todo lo que afronta».
Quizás la poesía de David Eloy parte de ahí -y abre por ello un punto de fuga que contribuye a concebir otras formas de existencia en común, desde la conciencia de la finitud o, para decirlo en sus términos, en tanto «moradores del tránsito». Se trata, así, de una escritura que se entrega al instante imprevisible, al descubrimiento de ciudades subterráneas, a la singularidad del otro y a esa vida que «llega tantas veces por primera vez». De ahí su hospitalidad tanto al que viene como a lo que adviene, a ese huésped o ese porvenir que, precisamente porque no conocemos, más necesita nuestro cobijo. Hospitalidad, entonces, a lo inédito. O, como dice el autor, fuera de todo cálculo: «El viejo trato: aprender/ algo juntos». No queda sino el riesgo de vivir más allá de las jaulas, en el asombro ante un mundo inesperado que la previsibilidad de las rutinas cotidianas pierde.
Desde esa osadía, que habla «como si todo estuviera por decir», la escritura se hace palabra comunitaria, fuera de toda voluntad de protagonismo, capaz de desafiar un paisaje escombrado e imaginar un movimiento más allá: «En la frontera hay un lugar para el amor:/ ese tiempo que deshace el tiempo,/ ese espacio en el que nos descubrimos».
Desórdenes, así, del deseo que interroga un régimen de falsas evidencias, allí donde los otros no tienen lugar o, lo que es peor, son arrojados al vertedero humano. Ante esas condiciones, cabe contraponer una revuelta que también es íntima, en tanto comienza por nosotros mismos, nuestras formas de sensibilidad, nuestros modos de vincularnos con los demás y de aprender a ser con ellos. Lo ha dicho de forma inmejorable David Eloy en su poema «Marat-Sade, 1998», donde condensa ese querer-vivir de otro modo, fuera de las jaulas que llevamos dentro. Lo sabemos: no es sencillo sostener un poema con la vida ni la vida con un poema. Y, sin embargo, quien se interne en este espacio poético sabe también que esa extraña coherencia es posible.
Desorden, entonces, en el que se juega nuestra vida, un compromiso ético-político que va más allá de cualquier declaración de principios, de todas esas declamaciones que forman parte del espectáculo indiferente en el que sobrevivimos. Como música errante, una poesía así va a contramano de unas prácticas literarias hegemónicas, pero sobre todo, de unas formas de vida empecinadas en devastar otras posibilidades de lo humano. En esta búsqueda interminable de una comunidad abierta, abrazar otra vida que anticipamos vuelve a ser concebible. La apertura ante el porvenir es también protección de lo frágil. «Ser en la intemperie, no imperar» nos dice el autor, que no sólo no se conforma con alterar la medida de la injusticia sino que, en un mismo acto, como su contrapartida utópica pero efectiva, celebra esos «lujos del corazón» que dan sentido a nuestra fugacidad. Puede que en un contexto histórico marcado por antagonismos sociales diversos, no haya nada más revolucionario que sacar el pájaro de la jaula, dejar que el instante abra su puerta, «conseguir otros ojos para ver» y, por más inciertas que sean, «aceptar sus consecuencias».
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