Recomiendo:
0

Despilfarro en torno al agua y construcción de infraestructuras hidráulicas en Andalucía

Fuentes: Rebelión

Dicen que el agua será imprescindible mucho más necesaria que el petróleo los imperios de siempre por lo tanto nos robarán el agua a borbotones los regalos de boda serán grifos agua darán los lauros de poesía el nobel brindará una catarata y en la bolsa cotizarán las lluvias los jubilados cobrarán goteras los millonarios […]

Dicen que el agua será imprescindible
mucho más necesaria que el petróleo
los imperios de siempre por lo tanto
nos robarán el agua a borbotones
los regalos de boda serán grifos
agua darán los lauros de poesía
el nobel brindará una catarata
y en la bolsa cotizarán las lluvias
los jubilados cobrarán goteras
los millonarios dueños del diluvio
venderán lágrimas al por mayor
un capital se medirá por litros
cada empresa tendrá su remolino
su laguna prohibida a los foráneos
su museo de lodos prestigiosos
sus postales de nieve y de rocíos
y nosotros los pálidos sedientos
con la lengua reseca brindaremos
con el agua on de rocks.
Mario Benedetti

Los sueños y las pesadillas están hechos de los mismos materiales, pero esta pesadilla dice ser nuestro único sueño permitido: un modelo de desarrollo que desprecia la vida y adora las cosas.
Eduardo Galeano

El agua es un recurso escaso. Esta afirmación podría considerarse como uno de los diez mandamientos, tal vez el más importante, de las Tablas de la Ley del agua. De hecho, en torno a la misma existe un gran consenso social y político. Es un argumento políticamente correcto y, a la vez, esencial al establecer de forma nítida y contundente la importancia de los recursos hídricos y la necesidad de su correcta gestión. Un recurso escaso debe ser bien gestionado y se ha de procurar la eficiencia y eficacia en su uso, su ahorro y su correcta y equilibrada asignación a los diferentes fines para los que se requiere.

No obstante, cuando un argumento básico se utiliza para fines espurios como está ocurriendo en Andalucía y España en los temas relacionados con la presunta escasez del agua, es preciso proceder a su revisión y a establecer los matices necesarios para tratar de volver las cosas a su sitio. Así, este concepto de escasez hace mucho tiempo que se viene utilizando, en lugar de para fomentar un uso eficiente y una buena gestión del recurso, para justificar su despilfarro. Para pedir, sin establecer ningún tipo de límite, más agua, más barata y en menos tiempo, eso sí, sin dejar de tomar en vano el «sacrosanto» nombre de la nueva cultura del agua. Pues en este terreno parece que hay bula y el pecado sale gratis. Ni siquiera un padrenuestro. La escasez es la coartada perfecta para reclamar con vehemencia y sin pudor ni límites más infraestructuras hidráulicas, ya sea en forma de perniciosos embalses y trasvases «joaquincostanianos» o de modernas e «inocentes» desaladoras del siglo XXI. Y todo ello para poder continuar perpetrando el despilfarro, no ya de agua sino de todo tipo de recursos, gracias a la artificialización excesiva y sin límites del ciclo hidrológico. Una artificialización que, con el objetivo de «inundar» determinados territorios con un inhóspito mar de adosados, jardines y piscinas privadas, campos de golf y cultivos intensivos, puede acabar arrasando y desertizando gran parte de Andalucía, al no tomar en consideración que el agua, por su carácter de factor limitante, puede y debe desempeñar un papel decisivo en la consolidación de un modelo sostenible de desarrollo.

Pero ¿que significado tiene esta consideración positiva del carácter limitante de los recursos hídricos? Antes de pasar a dar respuesta a esta cuestión, es preciso dejar claro que también existe un total consenso en afirmar que el agua, al igual que para los organismos vivos, es un elemento esencial para el desarrollo de cualquier sociedad humana. Y que aquellas sociedades que no tienen garantizado un acceso suficiente a recursos hídricos de calidad suelen ser presa del hambre, las enfermedades, la pobreza y el subdesarrollo. Se podría decir literalmente que estas sociedades y sobre todo los seres humanos que las conforman agonizan y mueren de sed. Según la ONU más de 10 millones de personas mueren al año por carecer de agua potable. Morir de sed: ésta es tal vez una de las consecuencias más llamativas que se produce cuando no están bien resueltas las estrechas relaciones existentes en el binomio agua y desarrollo.

No obstante, en el marco de este binomio casi nunca se presta atención, en parte por no resultar tan dramático a simple vista, a la otra cara de la moneda de estas relaciones mal resueltas: la posibilidad real que tienen de «morir de agua» las sociedades instaladas en áreas desarrolladas.

El caso de la política hidráulica, que no hidrológica, desarrollada en España es un buen ejemplo de esta otra cara de la moneda. Lo fue con el anterior gobierno y su derogado en parte «Listado de Obras Hidráulicas» (oficialmente Plan Hidrológico Nacional) y, a pesar de haberse producido algunos cambios que no dejan de ser importantes en materia de aguas, lo continúa siendo en la nueva etapa iniciada tras el 14-M de 2004, en la cual poco a poco se van quedando en el camino los elementos sustanciales de la nueva cultura del agua en tanto que permanece una constante e hipócrita alusión a la misma por parte de los nuevos responsables de la gestión del agua.

Actualmente, en un aparente contexto de bocas resecas y páramos polvorientos, a pesar de que desde el sur y el arco Mediterráneo español no se deja de pregonar desde los poderes públicos y desde determinados sectores directamente interesados una permanente, necesaria e «indiscutible» demanda de más recursos hídricos con el argumento de la sed perpetua que azota y amenaza a los habitantes de sus pueblos y ciudades y a su desarrollo social y económico, estos territorios se encuentran en la actualidad más cerca de «morir» de agua que de perecer de sed. Un «morir» de agua que no está relacionado con las inundaciones que periódicamente se producen en determinadas áreas de estos territorios, y que sin duda constituyen un problema al que hay que aportar soluciones, sino con un exceso en la oferta de recursos hídricos que ya está desestabilizando de manera grave y puede que, más pronto que tarde, con carácter irreversible los diversos elementos y relaciones que son causa y efecto y dan forma a ese binomio agua-desarrollo.

Pero ¿resulta verosímil la posibilidad de que una oferta excesiva de agua rompa los equilibrios existentes entre esos diferentes elementos hasta el punto de convertirse en algo peligroso? Se podría pensar que no, que un exceso de agua, siempre que no sea el producto de temidas inundaciones, podría resultar un innecesario derroche pero, en cualquier caso, algo inocuo. No obstante, esta apreciación u opinión dista mucho de la realidad. Se comprenderá mejor esto último si tenemos presente que debemos considerar a los ecosistemas y a los territorios que los asientan como organismos vivos y que en todos los organismos vivos se repiten unos patrones básicos muy similares que, por lo tanto, son susceptibles de ser comparados entre sí.

Así, en el organismo humano es preciso mantener un equilibrio preciso entre el sodio y el agua contenidos en el flujo sanguíneo para un rendimiento celular óptimo. Aunque normalmente resulta difícil, ese balance se puede trastocar, entre otras causas, por un consumo excesivo de agua que termina por disminuir la concentración de sodio en el torrente sanguíneo dando lugar a un síndrome denominado hiponatremia. Es un síndrome que, entre otros posibles afectados, se puede dar en deportistas sometidos a esfuerzos de larga duración que, como producto de una sed física a la que se suma otra psicológica causada por miedo a la deshidratación, hacen una ingestión excesiva de agua. Cuando comienza la deshidratación el organismo humano genera una serie de hormonas que propician la retención de agua. Este agua retenida por el organismo, unida a las pérdidas de sodio por la sudoración y a la respuesta dada al miedo a la deshidratación mediante una ingesta abusiva de agua terminan por producir hiponatremia que, en casos graves donde se destruye el entorno celular, altera el metabolismo y degrada órganos vitales y musculares, pudiendo llegar a producir comas irreversibles y muerte. Por el miedo a una sed, más que real «fabricada» psicológicamente, se «muere de agua».

En España, muchos territorios están siendo sometidos a mecanismos similares a los que dan lugar a la aparición de hiponatremia en los seres humanos. La permanente alusión a la sed de nuestros pueblos, unida a una nefasta gestión del agua y a un enfoque de las políticas hidro(i)lógicas desde un punto de vista simplista, centrado exclusivamente en el incremento de la oferta -un incremento que, al percibirse, como ilimitado, dispara las cifras de consumo y el despilfarro-, ha dado lugar a una escasez político-coyuntural que, aunque susceptible de ser solucionada con una gestión eficaz, nunca ha sido satisfecha. Sobre la base de esta escasez coyuntural ha crecido una sed social psicológica como respuesta a un «legendario miedo a la deshidratación» que falaz y artificialmente se ha fabricado y se sigue fabricando desde grupos de presión interesados y desde unos poderes públicos cada vez más alejados de la finalidad de servicio social que debería configurar su principal razón de ser.

Entre tanto los electrolitos (el sodio en el caso de los seres humanos) capaces de cohesionar el funcionamiento de las diferentes células que componen el territorio y los ecosistemas de estas áreas se han ido perdiendo. Así, día a día más reducidos y constreñidos por un mar de cemento y asfalto los espacios naturales en aras de insaciables infraestructuras de transporte o del mal llamado turismo residencial. Poco a poco un aire más contaminado para rendir culto al incremento incesante de una movilidad que cada vez nos comunica menos y de una demanda energética que cada vez nos proporciona menos luces. Progresivamente territorios más mono-específicos, más simples y más ávidos de consumir recursos, cuando lo aconsejable para un buen desarrollo, para lo que hoy llaman desarrollo sostenible, es la diversidad y el ahorro y la eficacia.

Ante esta ruptura del equilibrio entre los elementos que dan forma al binomio agua-desarrollo, los poderes públicos en lugar de tratar de planificar las bases necesarias para conservar los «electrolitos» (espacios naturales, aire puro, etc.) que aún nos quedan y recuperar, de ser posible, algunos de los perdidos, se dedican a pregonar su burda propaganda. Una doctrina dirigida a crear falsos y, en muchos casos, engañados sedientos que son empujados a irracionales rogatorias demandando el agua «bendita», bien del Ebro, bien de «la mar salá», y, de camino, a entonar sus infundadas alabanzas a unos falsos, electoralistas, interesados y demagogos beatos y santos de los gobiernos Central y de diferentes Comunidades Autónomas.

Así, al igual que cuando a los pacientes aquejados de hiponatremia un mal galeno les suministra agua abundante como terapia totalmente contraproducente, en estos territorios, ya mermados en muchos de los elementos necesarios para mantener su equilibrio, unos mediocres y poco afortunados gobernantes pretenden inyectar más y más agua que acabará diluyendo los que aun restan y matando definitivamente cualquier posibilidad de desarrollo sostenible. Unos territorios que pueden, tras morir «ahogados», dar paso al desierto.

Esa es la verdadera esencia de la política hidro(i)lógica en España y Andalucía. Una nefasta política que, más que cohesionar, diluirá; que, más que equilibrar, colapsará; y que, más que apagar la sed, ahogará y condenará al desierto a muchos territorios. Una irresponsable política que hará que el agua, de ser un recurso aunque limitado suficiente, pase a constituirse como un elemento caracterizado por una fuerte escasez estructural. Y como consecuencia de esta escasez estructural pasará de bien público a objeto privado de mercado.

El 14-M pareció que iba a marcar un punto de inflexión importante en el desarrollo de las políticas hidrológicas, tanto en España como en Andalucía, permitiendo retomar con calma el olvidado análisis de las relaciones existentes entre agua, desarrollo socioeconómico y sostenibilidad que se habían encargado de rescatar los defensores de la nueva cultura del agua. Y ello, a pesar de que las obras previstas para Andalucía por el aberrante Plan Hidrológico Nacional gestado con anterioridad a esa fecha siempre se antojaron insuficientes a un «sediento» gobierno andaluz que en ningún momento dejó de demandar para nuestra Comunidad Autónoma más agua de la prevista inicialmente en aquel Plan.

En cualquier caso, en el inicio de esta nueva de etapa, en la que los ciudadanos deciden volver a hacer coincidir similares opciones de gobierno para España y Andalucía, parecía que trasvases y, en menor medida, embalses habían pasado a ser temas tabúes, para ir siendo sustituidos por opciones más hidrológica y políticamente correctas como eficiencia, reutilización y desalación. Podría pensarse que, al optar en este sentido, el nuevo gobierno nos estaba introduciendo de lleno en la filosofía de una nueva cultura del agua que toma como eje central de su discurso el desarrollo sostenible. Pero esto no resulta tan sencillo.

Y ello, a pesar de que el tema de dónde y cómo se obtienen los recursos hídricos no sea en absoluto baladí. Y de que, evidentemente, estos nuevos planteamientos resulten ambientalmente más correctos y económicamente más viables y ventajosos.

No obstante, el centro de un nuevo discurso hidrológico, para avanzar hacía un modelo de desarrollo más sostenible, no debería gravitar sólo alrededor de esos temas, sino y sobre todo en torno a cómo se relaciona la mayor o menor disponibilidad de recursos hídricos con el territorio y su ordenación y capacidad de carga.

La disponibilidad de agua es y ha sido históricamente un factor limitante al desarrollo. Un factor cuya corrección puede resultar netamente positivo, pero siempre que no se superen determinados límites. Pues la limitación en la disponibilidad de agua constituye también un factor capaz de frenar y evitar la transformación abusiva del territorio y sus recursos y la destrucción de los mismos. Tratar de despojar al agua indefinidamente de su carácter limitante supone poner en tensión otros recursos y la ruptura de las estrechas y múltiples relaciones existentes en los ecosistemas.

En este sentido resulta indiferente la forma de proporcionar agua a un territorio determinado sin tener en cuenta su capacidad de carga. Al final el resultado será prácticamente el mismo. Poco importará la procedencia de esa agua excesiva para abastecer la especulación y la consiguiente destrucción del litoral mediterráneo convirtiéndolo en una congestionada e insalubre conurbación suburbana salpicada de una multitudinaria plaga de campos de golf, autopistas y viviendas unifamiliares de lujo. O de menos lujo, que de todo hay.

Por lo tanto, sería necesario que las nuevas políticas hidrológicas, sin dejar de decantarse por los modos más apropiados para obtener los recursos hídricos necesarios para el desarrollo, se ocupasen prioritariamente de tratar de analizar cuales son las relaciones que habrán de darse entre recursos hídricos y ordenación territorial y, en función de las mismas, establecer estrictos criterios de sostenibilidad, entre los cuales, será ineludible y prioritario plantear en que momento será necesario «cerrar el grifo» para evitar tensiones sobre el territorio que degraden de forma irreversible sus recursos y relaciones sistémicas.

Pero esta labor prioritaria no se está realizando. Los nuevos gestores de la política hidráulica se han despojado bien pronto de la máscara de la nueva cultura del agua y, aunque el trasvase del Ebro continúa de momento en suspenso, ya han decidido dar vía libre a otros trasvases tan perniciosos para el equilibrio territorial y, por ende, para el desarrollo sostenible como aquél. Y en aquellos lugares a los que parece que ya no llegarán las aguas del trasvase, se ha continuado con una gestión dirigida a incrementar de forma ilimitada la oferta de recursos hídricos, en este caso en base a instalaciones de desalación, en unos territorios ya saturados y esquilmados por la superposición sin orden ni control de diferentes usos que están degradando y agotando sus recursos naturales. La cultura del despilfarro llevada a sus extremos, y ello a pesar de que ya en muchos de ellos se hace un uso extremadamente eficiente del agua en la mayoría de los usos para los que se requiere. En estos territorios, la coartada de la escasez se utiliza para el aporte externo, incluido el aporte procedente de la desalación, de agua «abundante» que, despojada de este modo de su carácter de factor limitante, es el elemento esencial que permite el derroche del conjunto de los recursos naturales. Esta agua abundante, más que propiciar un desarrollo sostenible, posibilita -está siendo el factor de mayor peso- que se continúen perpetrando el agotamiento del suelo, la contaminación de las aguas subterráneas, la destrucción de espacios naturales y forestales, la conurbación congestionada, la movilidad insostenible y, entre otras muchas aberraciones, el incremento de la contaminación atmosférica.

En este contexto de despilfarro, por lo tanto y para volver a dirigir la política de aguas hacia la eficacia, la eficiencia y el ahorro, habremos de pasar a considerar el agua no como algo escaso, sino como un recurso limitado cuya escasez o suficiencia dependerá sobre todo de la gestión que se haga de la misma y de la adaptación de esta gestión a las circunstancias concretas de cada lugar y cada momento histórico. En función de esa necesaria adaptación en el tiempo y en el espacio es un error, que podemos pagar muy caro en el futuro, pretender gestionar hoy el agua en España y Andalucía, en función de parámetros ya desfasados, propios de principios del siglo pasado. Entrado el siglo XXI, la gestión de los recursos hídricos sobre la base de un incremento ilimitado de la oferta carece de sentido, a no ser que pretendamos enmarcar esta gestión anticuada en los aspectos más indeseables de las doctrinas neoliberales, que constituyen un excelente caldo de cultivo para la fabricación de escaseces, a partir de las cuales se privatizan y se transmutan en objeto de negocio y abusivo enriquecimiento privado de unos pocos los recursos que deberían ser patrimonio de todos.

Gestión de la demanda y establecimiento de límites claros al incremento de la oferta, en consonancia con el carácter positivo que puede y debe adquirir el agua para el desarrollo sostenible por su condición de factor limitante. Esos, y no otros, deberían ser los pilares básicos para la consolidación de una verdadera nueva cultura del agua en Andalucía. Todo lo contrario de lo que se ha venido haciendo en nuestra Comunidad Autónoma y de lo que ya se vislumbra que los poderes públicos y los grupos de presión del agua pretenden para el futuro inmediato y mediato.

Reza el dicho que «sólo nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena». Pues bien, estamos en un contexto en el que ha empezado a tronar con fuerza. Lo que parece ser la confirmación de un nuevo ciclo severo de sequía meteorológica constituye, amén de un problema por la rémora arrastrada desde hace décadas en materia de política hidráulica, una excelente oportunidad para comenzar a poner en práctica esos nuevos parámetros sostenibles de la política hidrológica. Para evitar que se vuelvan a repetir los mismos vicios y la mala gestión que en otros momentos han ocasionado de hecho situaciones de sequía coyuntural extrema -la cual puede acabar por ser estructural de continuarse con la misma dinámica- y planteando serios problemas de abastecimiento que han llegado a ser muy graves en determinadas épocas y zonas de nuestra Comunidad Autónoma. Estos vicios y mala gestión son los que están abocando al agua a terminar por ser un recurso escaso, en tanto que una gestión adecuada podría ofrecer garantías suficientes de disponibilidad de este recurso, limitado y limitante pero no escaso, hasta en las condiciones climáticas menos favorables.

Por lo tanto, en el inicio de este nuevo periodo seco hay que comenzar, es imprescindible, a sentar las bases para el desarrollo de la nueva política del agua en Andalucía y evitar que se reproduzcan las graves irresponsabilidades a las que asistimos los andaluces durante el año meteorológico 1998-1999.

Éste fue, tras un periodo de tres años muy lluviosos en los que se registraron precipitaciones que en el conjunto del trienio superaron en más de un 50% los valores medios interanuales registrados en la cuenca del Guadalquivir, el año meteorológico más seco en 50 años al registrarse sólo 274 mm. de precipitación (un 48% del valor medio interanual).

Pero la escasez de precipitaciones que se produjo este año es insuficiente para explicar la drástica reducción que experimentó el volumen de agua embalsada. Sin dejar de tener en cuenta esa sequía meteorológica, sólo puede explicarse en función de la imprevisión y la irresponsabilidad, el que en un solo año de bajas precipitaciones ese volumen descendiese en la Cuenca del Guadalquivir desde los 6109 a los 3423 hectómetros cúbicos y en la Cuenca del Sur desde 537 a 308. Un descenso similar al producido durante otros ciclos secos de varios años de duración, y que en tan sólo un año de sequía meteorológica abocó a estas cuencas a una situación cercana a la sequía hidrológica. ¿Qué hubiese ocurrido si al año 1998-99 le hubiesen sucedido otros años secos?

Imprevisión, irresponsabilidad y despilfarro ante los cuales, salvo una ácida e improductiva confrontación política, no hubo respuesta alguna ni por parte del Gobierno Central ni del Autonómico, en aquel momento con distintos colores políticos. Una confrontación partidista en la los sectores «enfrentados» instrumentalizaron un problema tan delicado como el de la sequía a modo de «hooligans» de equipos rivales dedicados, bajo el prisma del fanatismo y el sectarismo, únicamente a proyectar su violencia contra los rivales olvidándose del asunto en cuestión, en aquel caso el partido de fútbol, en éste las enormes carencias arrastradas durante décadas en materia de planificación y gestión hidrológica.

No obstante, estos «hooligans» de la política de aguas y de los planes «hidro-ilógicos», como hace tiempo los definió el eminente Juan Ramón Llamas, en aquel momento estaban de acuerdo en lo fundamental: en una gestión del recurso alejada de una nueva cultura del agua propugnada cada vez con más fuerza por científicos y estudiosos del tema. Y, en vista de la dominancia que ha vuelto a adquirir en el discurso político el agua para todos y para todo, la oferta sin límite, al parecer lo continúan estando ahora.

La gestión de las sequías se debe hacer a partir de dos alternativas complementarias, pero que a la vez guardan una clara jerarquía entre sí. Por un lado su gestión, cuando se produce, como una situación de emergencia o crisis, movilizando los recursos de carácter extraordinario precisos y estableciendo las necesarias restricciones, en cuyo caso se deberían establecer de forma estricta las prioridades existentes en el uso del agua. Y, por otra parte, haciendo una gestión «predictiva» de futuros escenarios de sequía, anticipándose a los mismos y tratando de evitarla o minimizarla en sus vertientes hidrológica y socioeconómica. Esto último, que constituye ese nivel jerárquico superior antes expresado, sólo puede hacerse en el marco de la planificación hidrológica general que, en vistas del elevado nivel de regulación al que ya están sometidos nuestros ríos, debería centrarse especialmente en propiciar medidas destinadas a fomentar el ahorro y la eficiencia y a establecer un límite claro en la utilización de los recursos hídricos. Es preciso desterrar, de una vez por todas, el nefasto lema que reza con irreverencia «agua para todo»

Pero en España las sequías siempre se han gestionado por emergencia. La carencia en políticas estructurales de ahorro y eficiencia y la consideración del agua como un recurso ilimitado nos han abocado periódicamente a la sequía hidrológica y socioeconómica en los años de escasa pluviosidad y, consecuentemente a las temidas y poco agradables restricciones.

En cualquier caso, en la Comunidad andaluza, se está comenzando tímidamente a desarrollar una gestión de las situaciones de sequía partiendo de la planificación general, pero con un enfoque erróneo al primar sobre todo soluciones de carácter «ingenieril» dirigidas a facilitar la oferta y dejando en un ultimísimo plano las soluciones del lado de la demanda. En este sentido comienzan a proliferar los denominados «anillos hídricos», que tienen su apoyo administrativo en los Consorcios Provinciales de Aguas, como fórmula para alcanzar la interconexión «integral» de todos los sistemas, lo que, en muchos casos, va a suponer la consolidación de una política de encubiertos «pequeños» trasvases.

El objetivo principal de estos anillos hídricos no es otro que ampliar la disponibilidad de agua en las áreas, ya muy saturadas y congestionadas, donde en la actualidad se concentra la actividad económica y seguir permitiendo en las mismas la hipertrofia de la agricultura intensiva y del sector inmobiliario turístico. Así, estos anillos hídricos que, en principio, podría parecer que suponen una solución para prevenir situaciones de sequía, pueden terminar siendo un factor esencial para continuar con el despilfarro de todo tipo de recursos en las áreas receptoras de agua y, a la vez, consolidando progresivamente una situación estructural de escasez de los recursos hídricos.

Por lo tanto, en materia de aguas permanecemos anclados en un pasado en el que se continúa intentando corregir los desequilibrios entre oferta y demanda desde el lado de la oferta. Y ello a pesar de que existen grandes y, hasta ahora, desaprovechadas estrategias para resolver los presuntos problemas de escasez desde supuestos más ecológicos, económicos, inmediatos y sin enfrentamientos sociales, centrados en aumentar la eficiencia y el ahorro, sin olvidar el necesario establecimiento de límites máximos de uso de un recurso que ofertado en exceso supone un verdadero atentado al equilibrio territorial y al desarrollo sostenible. Estas estrategias alternativas son aun más exigibles, si cabe, si tenemos en cuenta los datos que nos aporta el informe Water Poverty Index, elaborado por el Consejo Mundial del Agua y por el Centro para la Ecología y la Hidrología del Reino Unido en el año 2002. Según este informe, España ocupa el puesto 133 de un total de 147 países analizados en el capítulo dedicado al uso eficiente del agua, dato más que suficiente para mostrar con evidencia el despilfarro de recursos hídricos que se produce en nuestro país y la necesidad y posibilidades existentes para establecer un giro radical en la política hidrológica. Y en el conjunto de España, Andalucía es la Comunidad Autónoma con un mayor consumo de agua por habitante y día (184 litros frente a los 164 de media para España o los 127 de las Islas Baleares en el año 2002), y del agua que consume su sector agrícola, más de un 50% se aplica por gravedad, la técnica de riego menos eficiente. Todo ello sin olvidar el mal estado de las canalizaciones que dan lugar a pérdidas de hasta un 40 %.

Pero a pesar de estos mimbres, puede que pronto se vuelva a retomar a modo de propaganda política aquel eslogan por el que se pretendía hacernos creer que Andalucía sería en pocos años algo así como la California europea. ¿Cuántas veces habremos escuchado esa comparación? Pero ¿qué California? ¿La California «moderna» que, con un clima similar al nuestro, una agricultura floreciente y un sector turístico importante, en las últimas décadas sólo ha necesitado construir dos embalses sin haber sufrido por ello problemas de abastecimiento? Y ello, a pesar de que el modelo territorial y urbanístico californiano no deja de ser una aberración con mayúsculas y toda una oda al despilfarro.

En vista de la actual (in)cultura del derroche masivo de todo tipo de recursos de manera irresponsable e impune, la citada comparación pudiera más bien hacernos recordar determinados asuntos turbios que se produjeron en torno al agua en la ciudad de Los Angeles de finales de la década de los 30, los cuales fueron recreados de forma genial por Roman Polanski en su película «Chinatown». Una ciudad, corazón de California, en la que políticos corruptos en connivencia con grandes empresas constructoras desembalsaban el agua con nocturnidad y alevosía al objeto de provocar el desabastecimiento y generar una presión social reclamando obras hidráulicas para beneficio de las constructoras, así como en previsión de futuros negocios centrados en operaciones urbanísticas de dudosa legalidad.

Es probable que en Andalucía no seamos aun tan «californianos», pero en cualquier caso y, quizá, con métodos más sutiles, también aquí es evidente que se utilizan el riesgo de desabastecimiento y la sequía como argumentos dirigidos a lograr fines similares. Si nos volvemos a situar en el contexto concreto de la sequía del año meteorológico 1998-1999, coyuntura ideal para la propagación del miedo a pasar sed, veremos como en aquel momento, por poner algún ejemplo concreto, no sólo fueron «infladas» las cifras de demanda que pretendían justificar la necesidad del embalse de Melonares en la provincia de Sevilla, o se sobredimensionaron las previsiones de demanda para el abastecimiento de «futuros» regadíos de viabilidad dudosa en el marco de una Política Agraria Comunitaria que ya nos penalizaba continuamente por nuestros excedentes agrícolas, sino que hasta el propio Consejero de Obras Públicas de la Junta de Andalucía llegó a acusar a la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir de desembalsar agua innecesariamente.

Tal vez Polanski, de decidirse a pasar unos días de vacaciones a Andalucía, podría quedar «fascinado» tanto por todas estas cuestiones relacionadas con el agua como por otros muchos asuntos como los que tienen que ver con la destapada red de delincuencia urbanística en determinados municipios costeros andaluces cuyo caótico crecimiento, que no desarrollo, urbanístico guarda una estrecha relación con la (in) cultura del despilfarro y de la oferta ilimitada de agua. Y esta fascinación le podría impulsar a plantearse la realización de una segunda parte de «Chinatown» (en realidad sería la tercera, pues hace ya más de un año se estrenó una poco afortunada segunda parte con turbios negocios petroleros como telón de fondo) en la que el inefable «Jake» Gittes -un magnífico Jack Nicholson, que en esta continuación podría ser encarnado por el camaleónico Javier Bardén o el convincente Eduardo Noriega-, sustituiría Los Ángeles por la Costa del Sol, los campos californianos por los regadíos del Guadalquivir o la agresiva agricultura bajo plástico del poniente almeriense y, en el papel estelar femenino, a Faye Dunawey por alguna de nuestras grandes actrices; como Aitana Sánchez Gijón o Paz Vega. Desde luego una amplia temática donde elegir no le faltaría.

No sé si entre los papeles estelares figurarían políticos corruptos como en la primera parte -aunque después de tantas operaciones ballena, malayas y las que quedan por venir con denominaciones tan horteras, no sería ningún disparate-, pero, sin duda, sí políticos movidos por intereses adulterados y ajenos a su origen, cuando no ocultos. Políticos a los que sus asesores les habrán explicado mil veces eso tan «raro» de la nueva cultura del agua, que hay que primar la gestión de la demanda sobre el incremento desmedido y sobredimensionado de la oferta, que con medidas de ahorro, con la reforestación de las cuencas abastecedoras de embalses, con el arreglo de las canalizaciones urbanas y agrícolas, con la modernización de regadíos, además de respetarse nuestras riquezas naturales y de crearse muchos más puestos de trabajo que con la realización de grandes obras hidráulicas, se tendrían mayores garantías de suministro sin necesidad de recurrir a estas últimas salvo en contadas ocasiones. Que si realmente consideramos posible y deseable introducirnos en esa gran nebulosa que denominamos desarrollo sostenible es urgente e ineludible establecer con claridad límites a la oferta.

Pero claro, la «inauguración» de zonas reforestadas, de regadíos modernizados o de canalizaciones renovadas para evitar las pérdidas se antoja como algo de escasa repercusión mediática y que no daría lugar a grandes ni numerosos titulares. Resulta mucho más vistoso inaugurar grandes embalses y trasvases que es lo que con mayor facilidad visualizan los ciudadanos y por lo tanto lo más adecuado para asegurar votos futuros. Intereses espurios que en lugar de buscar la buena gestión del agua, en el marco de esa nueva cultura para lograr la sostenibilidad del recurso en beneficio del conjunto de la sociedad, se mueven por afanes exclusivamente partidistas o personales del mantenimiento en el poder, cuando no de vasallaje a los poderes fácticos y los grupos de presión económica, ya que si de esta fiebre inauguradora se terminan beneficiando las grandes constructoras o las empresas eléctricas -hay casos de embalses que se construyeron con el pretexto del regadío y después sólo se han usado para generar energía- mejor que mejor. El poder económico es el poder económico y hay que tenerlo contento.

La pertinaz sequía que ahora se nos augura resulta un contexto idóneo para la proliferación de jornadas, congresos y coloquios sobre el tema del agua. No estaría mal que sus organizadores programaran en los mismos la proyección de «Chinatown», para que, antes de nada, los asistentes tomaran constancia de la maestría del neoliberalismo en la fabricación de escasez con la que poner precio y restar valor a las cosas. Y como esta estrategia ha alcanzado ya de lleno a recursos, como el agua, indispensables para la vida y para la sociedad. A niveles globales y también en Andalucía, que no olvidemos que nos situamos en un «maravilloso» mundo globalizado.

Y también, por lo educativa que resultaría la iniciativa, merecería la pena que, en el caso de que Polanski se demorase demasiado, alguna administración pública se decidiese a subvencionar una segunda parte de «Chinatown» a la andaluza, dirigida por uno los grandes directores o directoras con los que cuenta en la actualidad el cine español, por ejemplo Gracia Querejeta o Alejandro Amenabar, con lo que, en este último caso, además tal vez tuviésemos la oportunidad de disfrutar de nuevo en una producción «nuestra» de la interpretación de Nicole Kidman que, aunque no es española, quizá en el futuro termine por ser considerada como una de las mejores actrices de toda la historia del cine mundial. En cualquier caso y sin ninguna duda el posible guión daría para realizar una película muy interesante, y a la «americana» -basada en hechos reales- que es lo que ahora vende. Sería comercial y de calidad a la vez.

Sólo que en lugar de presentarnos unos idílicos paisajes «californianos» terminaría por dibujarnos unos escenarios más próximos a lo que Pedro Arrojo definió hace ya tiempo como el modelo «argelino» (que en gran parte representa también el modelo territorial de la California «real»), con un litoral y áreas de concentración demográfica y económica saturados y sepultados bajo un mar de hormigón, asfalto y plástico y un interior convertido en un mero reservorio de «aguas» y asolado por la erosión y los incendios forestales, entre otros problemas, como consecuencia del despoblamiento y la falta de la mano del hombre en la gestión integral y el aprovechamiento sostenible de los recursos naturales. Una película con el agua y su derroche como telón de fondo y, paradójicamente, ambientada en paisajes desérticos. Digna de un oscar al mejor guión. Y a los efectos especiales. Ojalá estemos aun a tiempo y surja una clara voluntad política en dar un giro radical a las políticas hidrológicas hacia una verdadera nueva cultura del agua y, de este modo, esa hipotética futura segunda parte de Chinatown a la andaluza pueda quedar finalmente enmarcada en el género de ficción. En ello nos jugamos el desarrollo sostenible y el futuro de Andalucía.