Al nuevo año le he pedido una ballena. Con surtidor de agua incluido, por supuesto. Azul, gigante y feliz. Cada vez que me asomo al mar de mi infancia, y tengo la suerte de hacerlo a menudo, sueño con verla, desde que era chiquito. Ahí sigo todavía, ojo avizor, sin perder la mirada. Ojalá venga […]
Al nuevo año le he pedido una ballena. Con surtidor de agua incluido, por supuesto. Azul, gigante y feliz. Cada vez que me asomo al mar de mi infancia, y tengo la suerte de hacerlo a menudo, sueño con verla, desde que era chiquito. Ahí sigo todavía, ojo avizor, sin perder la mirada. Ojalá venga mañana, en otro tiempo…
Hace ahora cinco nocheviejas, muy cerca de mi pueblo, en la costa de Bermeo, apareció una gran ballena muerta, un rorcual común de 20 metros y 60 toneladas. Curiosamente, tenía el estómago vacío. Por algún motivo, explicaron los expertos, quizás por una enfermedad, había dejado de comer hasta fallecer. ¿Quién sabe? ¿Y si estaba en huelga de hambre?
En Nueva Zelanda, esta semana, más de cien ballenas han estirado la cola en la playa, acostadas en la arena. Sin motivo aparente, sin dar explicaciones. «Las ballenas se suicidan», defiende el poeta Leopoldo Alas. «Las ballenas no se suicidan por una intransigencia de raza. Las ballenas flaquean por amor, porque intuyen el fanatismo de la derrota, por una especie de celo perpetuo que no sacian inviernos ni veranos. Se diluyen. Son la mezcla de pasiones solitarias, de instinto animal olvidado. Las ballenas nos suicidamos para justificar el medio, no por firmeza, no por arrebato ni por fuerza… Las ballenas se suicidan porque lo piden a gritos los sueños».
Al nuevo año le he pedido una ballena. La prueba irrebatible de que aún no está todo perdido, de que podemos ser de otra manera. Las ballenas no son de este mundo. Y ellas lo saben.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.