Aunque bajo la tierra mi amante cuerpo esté, escríbeme a la tierra que yo te escribiré.M. Hernández En memoria de Rosario, y de aquellos hombres que, hace setenta años, cruzaron el Ebro, (Miguel Escarpa Sanz entre ellos) en memoria de César Vallejo, que se nos apagó en la pobreza del París de uno de aquellos […]
escríbeme a la tierra que yo te escribiré.
M. Hernández
Dícese que, en las noches, cuando ya el último cliente y el último empleado han abandonado el local y ya apagadas las luces de este, mucho después de que se hayan apagado los ecos de las conversaciones y la última partícula de polvo se ha depositado de nuevo sobre tanto tratado de historia, tanta maravillosa fábula ilustrada con magníficas láminas a colores para niños de corta edad y tanto amor y tanta batalla, tanta miseria humana y tanto esplendor allí relatados; cesado también el trajín de la ciudad; se pueden oír allí retazos de conversaciones que llegan desde lo más profundo de la trastienda. Fuertes discusiones entre personajes y autores a los que no se puede ver y uno se tiene que conformar con adivinar tras las volutas de humo y las brasas de cigarros navegando en medio de la oscuridad. Entonces se oye a alguien maldecir en viejo castellano y con acento argentino que menciona el nombre de J. L. Borges, y este le contesta con el mismo acento a un tipo con barba al que llama Cortázar. Miguel de Cervantes reprende a Sancho Panza por un regüeldo que este ha dejado escapar después de una frugal comida a pocos kilómetros de Zaragoza, y Thomas Mann conversa de arte con Luchino Visconti y dos jóvenes personajes de su novela La Montaña Mágica, intercalando alguna que otra maldición contra A. Hitler y el pueblo alemán. Avanza la noche y ya el humo hace irrespirable el ambiente. Lo que antes eran animadas conversaciones entre autores de novelas con sus propios personajes y con autores de distantes países entre sí se ha ido convirtiendo paulatinamente en un auténtico follón, pues Pio Baroja, con gesto agrio, responde a Valle Inclán, y éste, no menos contundentemente, le llama fascista. D. Benito Pérez Galdós conversa con un conspirador carlista, tratando de convertirlo al republicanismo, en tanto acaricia la cabeza de su inseparable perro. Mientras, los cobres del otoño tapizan de hojas un apartado rincón del Retiro madrileño.
Avanza la noche y, entre las mesas donde se exhiben las últimas novedades, abriéndose camino entre las calles que separan las estanterías donde se alinean los gruesos lomos de los tomos donde se leen los nombres de Gabriel Jackson, Rosalía de Castro, el Arcipreste Juan Ruiz, José Saramago, C. Marx, Chesterton, García Márquez, entre otros, como si se rompieran los diques de todos los ríos de China juntos, irrumpen unas turbulentas aguas que inundan en pocos minutos las diversas calles en las que se dividen las secciones de la librería; aguas estas que, de pronto, se ven surcadas por poderosos y antiguos bergantines, carabelas y paquebotes, unos con la bandera del Gran Jack, otros con los colores del rey de Francia, más allá otros rojo y gualda de los Reyes de España partiendo el viento rumbo a las Antillas… Temibles negras banderas al viento con tibias cruzadas bajo una calavera humana que anuncian la presencia de corsarios y piratas capitaneados por R .L. Stevenson, E. Salgari, Morgan, Drake y otros hombres sin escrúpulos, quienes, al cruzarse en su camino una carabela con los colores de los reyes de Portugal, alargan sus catalejos tratando de adivinar si en su cubierta se almacena el oro, las especies o cualquier otra riqueza procedente de las Indias. No nos pasa desapercibido ese barco que, a estribor, no pierde ocasión de abordar cualquier cosa que flote: es el hogar del mal llamado Holandés Errante, con su temible tripulación de rufianes. Y allá, aquel velamen que se pierde en el horizonte, es el de un barco capitaneado por un loco capitán llamado Acaab; no tardará en encontrar su destino, cuando se cruce con una ballena blanca llamada Moby Dick. Su grumete, un tal Herman Melville, será el único superviviente que quedará para contarlo cuando la encuentren navegando a la deriva sobre un barril de ron vacío.
Noches hay en las que, desde el elevado promontorio de un anaquel, como si de la altitud de una colina se tratara, observamos el correr de las aguas turbias y veloces allá en el fondo del Cañón del Colorado, donde un suave viento mantiene en el aire un tibio aroma que nos recuerda el perfume de Thelma y Luise que estas dejaron en el paisaje antes de volar sobre el abismo.
A veces dudo si lo vi realmente o lo soñé, pero juraría que es cierto. Hace de esto treinta años, un día apareció en la luna del escaparate un orificio y, entre las muchas conjeturas, una me llamó poderosamente la atención: la de que en el interior de la librería se había producido un tiroteo, quizás un simple duelo a pistola, pues por la mañana, cuando se abrió al público el establecimiento, encontraron esparcidos por el suelo, con las hojas abiertas y como si quisieran volar de allí sus personajes, algunos libros de aventuras de James Curwood y Zane Grey; además, la cubierta de un libro de Jack London mostraba también un orificio con los bordes quemados. Quizás un ajuste de cuentas sin mayores consecuencias.
Otro día el local apareció transformado en un inmenso desierto. Una grandiosa y pelada llanura donde ni una sola flor alivia la vista del que se atreve a adentrarse por este desolador paraje. Poderosas moles talladas por el viento y por las aguas de cuando esto formaba parte de un antiguo océano antes de ser este un planeta habitado por hombres, que parecen estar desafiando a cualquier loco para que las transforme en milenarias catedrales o en templos de desaparecidas civilizaciones. Son las únicas referencias que tiene el viajero a la vista; eso y una modesta construcción de tablas carcomidas por el sol y las lluvias donde, de tarde en tarde, a la puesta del sol, John Ford, Akira Kurosawa y Luis Buñuel hablan de cine, de mujeres y de guerras, que es lo que hacían los hombres cuando se juntaban antes de que llegara la televisión, acompañados de un jefe indio y algún que otro personaje de entonces, o mientras vacían una botella de güisqui y mascan tabaco en silencio, mientras una vieja gramola derrama sobre el yermo un antiguo tema de Ennio Morricone que nunca se oyó en las salas, mientras el sol tiñe de rojo la tarde y una serpiente de cascabel se arrastra entre las piedras buscando su alimento en medio de una nube de polvo que se aleja camino de las montañas, sobrevolando el sendero por donde antaño se perdían las diligencias y las caravanas que se aventuraban por estas tierras, castigadas entonces por levantiscos e indomables guerreros sioux, navajos, pies negros o arapahoes de caras pintadas, que traían en jaque a los colonos que buscaban oro y tierras de promisión, y que un día abandonaron estas llanuras expulsados por el progreso y la codicia del hombre blanco camino de las reservas, y que ahora cabalgarán quizás por las verdes praderas del Gran Manitú.
Otra noche, quizás la casualidad quiso que fuera octubre, el apacible espacio en el que en el día encontraban descanso las bellas cubiertas de la editorial Alianza diseñadas por Daniel Gil, los volúmenes de la editorial Ruedo Ibérico prohibidos en el anterior régimen, las entrañables ediciones de la Antología Rota de León Felipe editadas por Editorial Losada y Finisterre; todo, absolutamente todo, había desaparecido, dando lugar a una enorme explanada donde los adoquines recogían la abundante sangre obrera que allí se derramaba. Esa noche la ciudad de Petrogrado (más tarde rebautizada Leningrado) avanzó encrespada de hombres armados de fusiles. John Reed, Máximo Gorki y S. Eisestein, desde la ventana más alta de un edificio los veían avanzar hasta el Palacio de Invierno. Eran un poderoso ejército que avanzaba arrollándolo todo, no importaba mucho que en el choque con las fuerzas que defendían dicho palacio cayeran ensangrentados obreros y campesinos. Imponentes reflectores recorrían la explanada iluminando el acontecimiento, y el fervor revolucionario empujaba a las masas hasta las verjas que protegían la entrada, y donde los guardias a duras penas repelían el ataque. Era octubre de 1917 y los hombres y las mujeres de Lenin tomaban el poder para los Soviets.
La noche de Martes de Carnaval de 1986 aquellos ámbitos dieron lugar a un acontecimiento que figurará en los anales de la librería, por unos hechos que aquí resumiré.
Federico Fellini mantenía conversaciones desde hacía unos días desde su lugar en el espacio dedicado a cine con distintos personajes, entre ellos el libertino Giacomo Casanova. La cuestión es que la noche a la que me refiero aquello se convirtió en una auténtica réplica de la Plaza de San Marco, en la Venecia de 1700, donde el lujo y el esplendor desplazaron por unas horas a toda la historia de la literatura universal, los Quijotes ilustrados por Doré, los prestigiosos tratados de Historia y los libros de autoayuda al rincón más apartado de la tienda.
Descendieron de los anaqueles primero hermosas mujeres, entre ellas recuerdo los nombres de Scarlet Ohara, la exuberante Anita Ekberg de La Dolce Vita, del brazo de Mastroiani, Lady Chatterlay, comiéndose con los ojos al poeta D. H. Lawrence, y detrás un nutrido grupo de cortesanas donde no faltaba ni Fanny Hill, del brazo de su padre John Cleland, Moll Flanders y la más hermosa Margarita de La Dama de las Camelias del brazo del espléndido Tom Jones, quien no quitaba ojo de las caderas de Rosario, disfrazada esta de miliciana, que no se había querido perder el acontecimiento. Avanzaba la noche y de aquellos anaqueles no cesaban de descender mujeres hermosas y hombres elegantes, que se daban cita en el centro de la Plaza de S. Marco en la que habían convertido aquellos aposentos, de cara al Gran Canal, perdiéndose entre risas y besos por las callejas laterales camino del Rialto y del Puente de los Suspiros, bebiéndose la noche sobre una góndola que surcaba las aguas.
Amanece ya mientras, en una playa de el Lido, borracho de amor por el joven Tazzio, agoniza Dirk Bogarde, solo sobre la arena, entre las notas distantes del adagietto de Gustav Maller y los gritos de los niños que juegan en la playa, a unos pasos de la hermosa Silvana Mangano, mientras los primeros rayos de sol iluminan Santa Lucía y Visconti detiene el gramófono y se va a dormir.
Otra noche
Estamos en los días de la Iª Guerra Mundial en Europa y sobre el valle de Akaba se desploma, como si de inmensas calderas de acero líquido se tratara, un sol que resquebraja las piedras y hace hervir las mentes de los que por allí transitan. El coronel T. E. Lawrence, vestido con su túnica blanca y a lomos de un dromedario se adentra en la inmensidad del desierto en solitario, con unas cantimploras de agua y un puñado de dátiles por toda provisión. Un árabe observa sus movimientos desde un lejano promontorio y duda entre descerrajarle un tiro para robarle las provisiones o pedirle acompañarle en esta aventura en Arabia que convertirá al aventurero inglés en leyenda.
Un día de julio, hace de esto sesenta años, el local se llenó de gente comentando lo que estaba ocurriendo tan sólo unas calles más abajo, en la calle Ferraz. Según parece, el general Fánjul se había hecho fuerte en el Cuartel de la Montaña, con parte de la guarnición y unos cuantos falangistas, sumándose así a la intentona golpista de los generales que se habían alzado contra el Gobierno de la República, en África y en algunas otras guarniciones de Canarias y la Península. En ese momento entró en la tienda el poeta Rafael Alberti, acompañado de Mª Teresa León, con unas cuartillas debajo del brazo, y se fueron con Rosario hacia el fondo de la tienda a comentar los últimos y gravísimos acontecimientos que se estaban produciendo en todo el territorio nacional.
Otro día de ese mismo año, era noviembre, hacía ya frío en Madrid y la guerra había segado ya la vida de numerosos hombres y mujeres, entre ellos la del querido poeta admirado por todos los intelectuales de izquierdas, Federico García Lorca. Ese día, desde la Avenida de la República, hacia la Plaza de España, llegaba un rumor de pasos, vivas y canciones: el pueblo entero estaba en la calle, pues ante la inminencia de la temida entrada de las tropas de Franco en Madrid, (el Gobierno de la República se había trasladado ya a Valencia horas antes) la gente creía que eran los «nacionales» los que se aproximaban, pero los acordes inconfundibles de la Internacional, la Marsellesa y a las barricadas dejaban bien claro que se trataba de tropas leales. Los balcones se habían vestido con banderas rojas y republicanas y el pueblo clamaba vivas al Frente Popular y a las Brigadas Internacionales: eran los Voluntarios de la Libertad, que, desfilando delante de la estatua de Argüelles, ya se dirigían al Parque del Oeste, al Hospital Clínico y a la Casa de Campo para reforzar la defensa de Madrid. Hombres que unos días antes no sabían en que lugar del mapa se situaba la tierra de Cervantes y de Lope de Vega, descendían ahora hacia el río Manzanares para convertir Madrid en una «fortaleza inexpugnable», como clamaban los carteles de Bardasano y Renau desde los muros de aquella ciudad mártir que con el correr de los meses se convertiría en la Capital del Dolor.
Aquellos hombres que ahora eran ovacionados por la población llegaban desde los países más remotos e insospechados, desde las cálidas islas del Caribe hasta la lejana Asia. Así, pasando por los más chicos y aún de los más poderosos países de Europa y de los EE.UU., marroquíes, británicos, checos, austriacos, rusos… alrededor de cuarenta naciones de la tierra podrían decir con orgullo muchos años después que, por pequeño que este fuera, un puñado de hombres y de mujeres de esos pueblos, habían llegado hasta aquí para defender y combatir por una República de trabajadores, como proclamaba su Constitución: unos con un fusil, otros como médicos en los hospitales, y algunos conduciendo una ambulancia. Hombres que no conocían del castellano otras palabras que ¡salud, compañero!, llegaban hasta aquí atravesando las nieves de los Pirineos, a pie, cargandos con un violín y una mochila de excursionista, clandestinos en trenes procedentes de Francia. Así, la ayuda que al Gobierno legal de la República le era negada por los gobiernos «democráticos»de medio mundo, llegaba hasta aquí en forma de torrentes de generosa sangre trabajadora para detener al fascismo que amenazaba al resto del mundo, desde la Rusia soviética hasta las islas de Pacífico, arrasando a su paso ciudades y cuanta cosa viva háyase a su paso, incluyendo en sus planes de exterminio de gitanos, judíos y todo sospechoso de no ser ario. Llegaban aquí, en fin, para demostrarle al mundo cómo los corazones de los trabajadores del mundo latían como un solo corazón cuando está en juego la dignidad, la libertad y los sueños de Espartaco, de Marx de Bakunin, de Lenin, de Abraam Lincoln, de José Martí y los de todos los soñadores del mundo.
Se pierden los Internacionales en la distancia para entrar en la Historia de España y en la Historia de las clases trabajadoras, camino de la leyenda, de la inmortalidad y de aquella utopía que fue la República Española entre 1931 y 1939. Durante las duras horas que van desde la Olimpiada Popular antifascista organizada en julio en Barcelona y a la que algunos vinieron a participar como respuesta a las Olimpiadas del Berlín hitleriano y luego ocuparon su sitio en las trincheras que ya se excavaban en la España antifascista. Desde ese mes de julio marcado a sangre y fuego en las espaldas de todos los trabajadores del mundo, hasta aquel memorable 28 de octubre en que estos voluntarios desfilan por la Diagonal de Barcelona, entre flores, besos, lágrimas y palabras de reconocimiento del pueblo y del Gobierno de D. Juan Negrín, compartirán la pasión revolucionaria, el pan y el vino con este pueblo que les recibió con abrazos y con naranjas.
Pero todavía es noviembre de 1936 y la bandera de la República ondea sobre esta ciudad que, por derecho propio, se ha ganado a pulso el título de CAPITAL DE LA RESISTENCIA ANTIFASCISTA, gloria que ningún rey ni ningún jefe de estado pudo otorgarle antes nunca. Ya se pierden los Internacionales entre la niebla de este otoño miliciano en que han venido a compartir su suerte con lo mejor del pueblo español, en estas ásperas tierras con las que sueña Federico García Lorca desde el fondo de la tierra. En la encarnizada y desigual lucha contra marroquíes, fuerzas alemanas e italianas, a muchos de ellos les espera la muerte en Lopera, en el Jarama, el Ebro, en Cataluña, bajo los frondosos pinares o tras cualquier roqueda del Guadarrama al que cantara D. Antonio Machado cuando iba a reunirse con su Guiomar en Segovia. Todos ellos quedarán inmortalizados por Miguel Hernández, Cesar Vallejo y Rafael Alberti en sus poemas. Y cuando Pasionaria les despida aquel 28 de octubre de 1938 en Barcelona pidiéndoles que «…cuando el olivo de la paz florezca, entrelazado con los laureles de la victoria de la República Española, ¡volved!», un fotógrafo llamado Robert Capa capturará para siempre con su cámara Leika, más allá de sus propias muertes, su adiós a estos pueblos. No estarán todos en esas fotos, a muchos les cubrirá el sudario de la tierra española para siempre, otros continuarán la lucha en los campos y ciudades de África y de Europa hasta derrotar al nazismo, así lo han jurado al pie de la tumba cuando daban tierra a los camaradas caídos en el combate; les espera el desembarco de Normandía, Stalingrado, el Alamein, Anzio… Y cuando un soldado del Ejército Rojo haga ondear la roja bandera de los trabajadores sobre los muros calcinados del Reichtag un 2 de mayo de 1945 bajo los cielos de Berlín, aún habrá guerrilleros antifranquistas hostigando a las fuerzas de represión falangistas en las montañas de León y de Galicia, en Gredos, en Levante. D. Quijote, tras su último combate, se sacude el polvo del camino y prosigue su andadura.
Y un día, cuando los restos mortales de estos hombres y estas mujeres desciendan hasta su morada eterna en el fondo de la tierra, acompañados de un poema de algún camarada de los de entonces, quizás alguien despliegue una bandera de aquella República de soñadores y un bosque de puños se eleve sobre las notas de la Internacional. Porque los sueños nunca mueren, solo mueren quienes no creen en ellos. Porque alguien dijo hace un centenar de años: «los socialistas no mueren, se siembran».
Ya las luces del nuevo día irrumpen una vez más en aquel ámbito y sus «habitantes» ocupan sus respectivos lugares de reposo, mientras las llaves tintinean sobre el cristal de la puerta al abrirse esta para iniciar la actividad. Mark Twain aún le hace un guiño picaresco a la religiosa de Diderot, mientras Mateo Morral le hace un corte de mangas al rey de España.
¡Viva la República! ¡Vivan los trabajadores!