Estamos asistiendo en las últimas semanas a un fuerte endurecimiento del régimen español. Este endurecimiento sucede a un intento de «seducción» del movimiento social identificado con las siglas 15M, por parte del gobierno de Zapatero y del flamante candidato Rubalcaba. Ese intento se ha traducido en un fracaso que responde a una imposibilidad: es imposible, […]
Estamos asistiendo en las últimas semanas a un fuerte endurecimiento del régimen español. Este endurecimiento sucede a un intento de «seducción» del movimiento social identificado con las siglas 15M, por parte del gobierno de Zapatero y del flamante candidato Rubalcaba. Ese intento se ha traducido en un fracaso que responde a una imposibilidad: es imposible, en efecto, atender a las reivindicaciones de los jóvenes y menos jóvenes de las plazas y a la vez tranquilizar a los mercados que pretenden explícitamente saquear los bienes públicos y desvalorizar lo más posible la mercancía fuerza de trabajo. Ante esa imposibilidad manifiesta, las cosas se están poniendo claras. Ya no se trata de dialogar con quienes se oponen al régimen, ni siquiera de tolerarlos; ahora lo que se ensaya es la represión en la calle y el enrocamiento jurídico-constitucional. Los acontecimientos de Madrid en torno a la marcha laica y la visita del Papa, los episodios de violencia policial selectiva contra participantes notorios en el 15M han sido sólo el prólogo de un auténtico golpe de Estado legal: la consagración del equilibrio presupuestario como principio constitucional. Existe a pesar de las diferencias un parentesco entre la violencia policial desatada y la urgente reforma constitucional en ciernes: ambas se integran en la dimensión de la excepción propia del orden político y jurídico del Esrtado moderno.
La policía se nos presenta como una institución «normal» encargada de defender el orden público y de proteger a la ciudadanía frente a la violencia privada. Cuando somos víctimas o testigos de una agresión, solemos llamar a la policía. El problema es que la policía es también, con frecuencia, protagonista de agresiones contra personas. En ese caso, no tiene mucho sentido acudir a ella, pues quien te agrede no te va a proteger. Estas agresiones por parte de las fuerzas de orden público suelen considerarse «excesos» que contradicen la función «normal» de la policía y que a veces, cuando son demasiado evidentes, llegan incluso a sancionarse, aunque sin excesiva severidad. Sin embargo, esta consideración de la institución policial como un cuerpo normalmente destinado a proteger un interés general, que sólo ocasionalmente se desvía de su verdadera misión, es sumamente unilateral. Ignora el hecho de que la policía no se rige sólo por el principio de legalidad.
Una de las funciones de la policía, tal vez la que mejor la define, es el ejercicio de la violencia en nombre del mantenimiento del orden legal. El poder soberano, titular del monopolio de la violencia «legítima», delega en la policía como institución del Estado determinados aspectos del ejercicio de esta violencia. La policía es un poder «comisario», delegado, comisionado, una especie de dictadura comisaria permanente (cf. Carl Schmitt, Agamben). De la dictadura comisaria o delegación parcial del poder soberano procede el término «comisario de policía. La policía, al igual que el poder soberano que le otorga su mandato, actúa siempre dentro y fuera de la ley. Se afirma así que la policía defiende la ley, pero, en realidad, lo que defiende es un determinado orden social normal del que el ordenamiento jurídico es sólo una expresión parcial y mistificada. En el derecho, las relaciones sociales reales se reinterpretan en términos de un tejido abstracto de relaciones entre sujetos libres y objetos, de relaciones entre personas y de personas con cosas. La policía se sitúa formalmente en el plano del derecho, pero su función es restablecer las relaciones sociales reales, el orden social basado en la dominación y el poder de clase. Esto es lo que explica su doble inscripción en el derecho y en la realidad sancionada por los estatutos que la constituyen como institución o aparato de Estado y que, como ocurre en el caso de toda dictadura comisaria, le otorgan un mandato muy poco definido en cuanto a los fines, un mandato que se expresa en términos de derecho -defensa del orden legal-, pero que ciertamente va más allá del derecho. Los abusos policiales no son así una anomalía en el funcionamiento de la institución, sino uno de los aspectos esenciales de esta: su constante atravesamiento del orden jurídico en dirección de la realidad de las relaciones sociales.
En las últimas semanas, hemos podido ser testigos de esa posición excepcional de la policía como institución, viendo como en Madrid las fuerzas policiales desataron su violencia contra ciudadanos aislados e indefensos y que no suponían la más mínima amenaza, so pretexto de disolver una «concentración ilegal». El objetivo real de esta intervención, más allá de su objetivo declarado era intimidar a participantes conocidos en el movimiento 15M. De ese modo, se procuraba restablecer, no sólo el principio de «legalidad», sino sobre todo el orden y la obediencia. Quien visite los foros de debate de la policía como foropolicia verá que la ideología media de la policía no es necesariamente antidemocrática, siempre que la democracia se limite a las vías electorales y representativas de actuación. Lo que molesta a la policía es la intervención política directa del ciudadano en la calle, que considera como un «desorden». Este «desorden» es, sin embargo, un elemento esencial de cualquier democracia digna de ese nombre, pues la democracia, cuando no es otro nombre y otra organización del absolutismo, debe reconocer siempre la existencia de la parte de la sociedad no representada ni representable. La utopía policial consiste en liquidar lo no representable, transformar la democracia en un absolutismo de base electoral. En el crisol de la ideología policial se produce el tránsito de la democracia al fascismo, un tipo de democracia basada en la homogeneidad de la población y en su perfecta representabilidad en la persona del Jefe. Contrariamente a lo que suele afirmarse, los comportamientos fascistas en la policía no son resultado de una infiltración de sus cuerpos por organizaciones políticas de extrema derecha, sino el efecto de la ideología espontánea del aparato policial. La policía no es fascista, el fascismo es esencialmente policial, ideología de madero.
2. Vemos así, a propósito de los aparatos policiales, cómo la normalidad democrática en el capitalismo es un aspecto del Estado de excepción permanente. Del mismo modo que carece de sentido apelar a la policía contra los abusos policiales, no cabe tampoco pretender que cambie el sistema apelando al orden jurídico y denunciando sus violaciones. Las «violaciones» del orden jurídico son aspectos esenciales de ese propio orden. En tanto que el orden jurídico representa formalmente la decisión de un soberano en el ejercicio de su poder legislativo, su «violación» forma parte de ese mismo poder legislativo. La norma puede así formularse o interpretarse al arbitrio del soberano, que se reserva el monopolio de la legislación y de la interpretación de las normas.
Formalmente, las democracias se basan en la voluntad general y persiguen el interés general. El poder democrático sólo puede legitimarse en términos universales. Incluso la defensa de un interés particular debe adoptar la forma -jurídica- de un precepto universal. La juridicidad y la realidad social se contradicen, pero son al mismo tiempo inseparables. En nombre del principio de legalidad, se transgrede «legalmente» el principio de legalidad. El gran secreto del capitalismo consiste en haber codificado en términos jurídicos el conjunto de las relaciones sociales de modo que la propia explotación adquiere la forma de una relación contractual entre iguales. Como afirma Marx, la relación de identidad entre la propiedad y el trabajo que sirve de base a la ideología jurídica burguesa se trastoca en la realidad de las relaciones sociales capitalistas en una relación de contradicción entre ambos términos. La constitución es, en un capitalismo democrático, el instrumento jurídico fundamental mediante el cual la explotación efectiva de los trabajadores adquiere rango legal. No tiene sentido alguno invocarla -salvo de manera táctica- para acabar con la explotación: es la forma jurídica de la propia relación de explotación.
3. Estas consideraciones nos permiten abordar la cuestión de la reforma constitucional sin ilusiones juridicistas. El cambio constitucional propuesto y consensuado por las principales fuerzas políticas del régimen español tiene por objetivo integrar en la constitución el principio de equilibrio presupuestario que se expresaría en un límite máximo de endeudamiento fijado por ley orgánica. Este límite de endeudamiento, para respetar el principio de equilibrio presupuestario, tendría por lo demás, que fijarse a un nivel sumamente bajo. Las únicas excepciones consideradas en el texto son los casos de «c atástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados». Lo que no se contempla entre las excepciones. son las catástrofes sociales a que puede dar lugar una reducción masiva del gasto social, definitivamente ilustradas por la reducción brutal de la esperanza de vida y del nivel sanitario y cultural de la población en los países de la antigua Unión Soviética sometidos a la «terapia de choque» neoliberal.
De lo que se trata claramente es de no poner en peligro el pago de la renta financiera a los titulares de títulos de deuda o de derivados mediante políticas que puedan conducir a una posible suspensión de pagos. Del mismo modo que el Estado garantizaba el futuro de los trabajadores mediante la sanidad gratuita y las pensiones, así como a través de los subsidios de desempleo, el mismo Estado garantiza ahora la rentabilidad de las inversiones, poniéndolas a salvo de todo riesgo y transfiriendo el riesgo a las poblaciones. Si hoy existe una Juventud sin Futuro es porque sólo se está garnatizando el futuro de la renta financiera. Este cambio de estrategia, de la protección social de las personas a la protección pública de la renta financiera refleja un nuevo modelo de acumulación capitalista. En el nuevo modelo, el capital ha adquirido una completa movilidad gracias a la desregulación de los mercados. No tiene tendencialmente ninguna relación real con la producción y traslada los riesgos de la producción de mercancías y servicios a los propios trabajadores, cuyas relaciones laborales se convierten cada vez más en relaciones mercantiles. La cooperación interna a la empresa que se regía por estructuras de gobernanza interna distintas del mercado se sustituye por formas de intercambio -desigual- entre trabajadores. Cada trabajador es así responsable de su «capital humano» y eventualmente de cierta cantidad de capital fijo. El capital financiero, a través del endeudamiento sistemático de los productores funciona como un sistema de extracción de renta cada vez más disociado de la producción. Si la constitución española del 78 había registrado en su texto las dos principales características del modo de acumulación fordista: el libre mercado y la planificación, la reforma constitucional hoy propuesta se adapta a un capitalismo financiero y desterritorializado, a un capitalismo definitivamente parasitario y casi feudal en su modo de extracción de la plusvalía.
A esta transformación jurídica que consagra, -dentro de una constitución que ya consagraba explícitamente el capitalismo- la dominación del capital financiero no se puede responder por el mantenimiento de la redacción constitucional ya existente: no se combate el neoliberalismo con un retorno utópico al fordismo. La nueva redacción responde a la necesidad por parte de un capital parasitario de capturar la riqueza producida por los comunes productivos, por la colaboración y la inteligencia colectivas, esas mismas fuerzas que, desbordando el marco del orden vigente -celosamente defendido por la policía- ocupan nuestras plazas y las convierten en espacio de debate político y no de mera circulación de mercancías. En las plazas esta surgiendo la nueva constitución política de la multitud y de los comunes productivos: un derecho más allá de la propiedad, del individuo propietario y del Estado, más allá del propio derecho. Decir NO a la reforma constitucional es sólo un momento en la resistencia frente el golpe de Estado permanente del capital y a los distintos golpes que puntúan la historia de este régimen de explotación. Lo esencial es seguir afirmando en las plazas y en todo lugar la potencia de una multitud que no necesita y ya ni siquiera puede tolerar al capital ni al Estado.
Fuente: http://iohannesmaurus.blogspot.com/2011/08/violencia-policial-y-golpe-neoliberal.html