El pasado 17 de noviembre de 2009, el señor Jaume Graells, director general de Educación Básica y Bachillerato del Departament d’Educació de la Generalitat de Catalunya, uno de los máximos responsables políticos de la conselleria del gobierno tripatit catalán que dirige el señor Ernest Maragall, publicó un artículo en la sección opinión de Público con […]
El pasado 17 de noviembre de 2009, el señor Jaume Graells, director general de Educación Básica y Bachillerato del Departament d’Educació de la Generalitat de Catalunya, uno de los máximos responsables políticos de la conselleria del gobierno tripatit catalán que dirige el señor Ernest Maragall, publicó un artículo en la sección opinión de Público con el título «Hacia un pacto en educación». El asombro, incluso el estupor, que nos ocasionaron algunas de sus afirmaciones y sugerencias nos ha impedido responder con mayor prontitud. Corregimos nuestra pasividad.
El señor Graells tiene razón, y razones, cuando afirma que el verdadero reto de la educación en España y en Catalunya reside en conseguir cambios sustantivos en «la práctica diaria de la docencia». Desde esta óptica, señala, construye las sugerencias programáticas expuestas en su artículo. La tiene también, aunque acaso caiga en alguna inconsistencia, cuando señala que no deberíamos dejarnos seducir por el espejismo de que la educación puede ser mejorada a través del uso y abuso de los boletines oficiales.
La primera propuesta del señor Graells apuesta por la «profesionalización» [1] de las direcciones de los centros educativos que, en su opinión no justificada, refuerza «la titularidad pública de los centros que dependen directamente de la Administración», es decir, de los centros públicos, no de los centros concertados que también dependen de la administración pero no «directamente».
¿Por qué refuerzan esa titularidad? Porque hoy más que nunca, señala el director general, «debemos apostar por su autonomía organizativa y pedagógica» y esa finalidad no puede conseguirse «sin equipos directivos profesionales, con autoridad e instrumentos suficientes para poder lleva a cabo su función de modo eficaz». ¿Y por qué es necesario conseguir esas finalidades de autonomía organizativa y pedagógica, objetivos que no carecen de aristas arriesgadas, a través de ese medida profesionalizadora? Porque sin equipos directivos sólidos que representen la titularidad pública del servicio, «el interés de la comunidad educativa en su conjunto y no sólo de un sector, se desdibujan en el horizonte los objetivos de calidad que todos compartimos».
¿Hemos leído bien? Creemos que sí. El señor Graells parece sostener que las actuales direcciones de los centros educativos no representan el interés de la comunidad educativa en su conjunto sino exclusivamente los intereses del profesorado. No es poco. Además de ello, el señor director general parece saltarse rápidamente la aléfica literatura existente en torno al potencial corporativismo de las instancias autónomas de poder cuyos intereses, en numerosísimas ocasiones, tienen más que ver con el propio proyecto que no con las necesidades reales de la comunidad. Pajilla en el propio ojo y un inmenso pajar «profesional» que no quiere verse o no puede verse al tener una mirada obnubilada por los cánticos y aires de la modernidad.
Quien evalúa con efectos laborales, prosigue el señor Graells, quien asume funciones de jefatura de personal, no puede ser un colega más elegido por el claustro de profesores. De nuevo: «debe ser seleccionado y renovado en su función con criterios de profesionalidad». Parece increíble pero es así: el director general del departament d’Educació defiende una afirmación está alejada de toda veracidad: el director o directora de los centros públicos no es elegido por el claustro de profesores, sino por una comisión en la que está presentes los diferentes sectores de la comunidad educativa: profesorado, alumnado, padres, madres y tutores, y miembros de la propia Administración. Precisamente, una instancia que aleja de potenciales intereses corporativos como parece defender el señor Graells.
Todo ello, su propuesta profesionalizadora, prosigue Jaume Graells, no niega -faltaría más- la participación en el buen gobierno de las instituciones escolares. Sin embargo, añade, no deben confundirse las cosas: la participación no debe llevar al desgobierno. ¿Por qué? Porque en el desgobierno, donde no existe una atribución clara de responsabilidades, donde el «todo lo hacemos entre todos» acaba siendo el «nadie hace nada», la misma participación acaba perdiendo sentido.
¿Hemos leído bien? Han leído bien. ¿En qué centro educativo catalán o español la participación ha llevado al desgobierno? ¿Cómo puede afirmarse que no existe una atribución clara de responsabilidades? Si fuera el caso, que no es el caso, ¿por qué no se corrige ese punto fácilmente subsanable? ¿Qué realidad educativa realmente existente permite contrastar exitosamente esa identificación entre el hacer entre todos y el no hacer nada? ¿De dónde, desde qué atalaya político-cultural se afirma esa desconsideración a la cooperación y al trabajo colectivo? ¿Pero no es acaso un punto básico, esencial incluso, de las reformas educativas impulsadas en nuestros país en estas últimas décadas el énfasis en la necesidad de que el alumnado aprenda a trabajar colectivamente? ¿Entonces?
La segunda sugerencia del señor Graells transita por las políticas de profesorado: ninguna de las reformas educativas emprendidas ha abordado en serio esta cuestión y así cualquier proyecto de cambio acaba en papel mojado, afirma.
Debe empezarse por la formación inicial. El señor Graells dice tener esperanza «en que la reciente reforma de los planes de estudio universitarios, con su sistema de grados y el máster de profesorado de Secundaria, permita mejoras en este particular». Aparte del apoyo implícito a los planes de Bolonia, que no es asunto de esta nota, el apoyo explícito al master de Secundaria es una apuesta que no está justificada. Ni que decir tiene que existen argumentaciones críticas fuertemente documentadas [2]: un curso o dos cursos más de prolongación de carrera, el coste del máster, la mala experiencia del CAP, la escasa sustantividad de muchos estudios de Pedagogía, la concreta realidad del Máster,… Además de otros elementos, muy propios del país, que no deberíamos olvidar. Daniel Gil Pérez señala algunos de ellos: contratación de forma precaria, por horas o como asociados, a los profesores que han de impartir las didácticas específicas con el único requisito de algunos años de experiencia docente; posibilidad de impartir la didáctica al profesorado universitario de cualquier área. Etc.
Pero hay más cosas que remover, en opinión del señor Graells: es imprescindible modificar la legislación estatal (la vía de los boletines que había criticado anteriormente) que regula los mecanismos de acceso a la función pública docente. ¿Cómo? ¿En qué sentido? ¿Qué mejoras se proponen? El resto es silencio esta vez.
Además de modificar la legislación estatal para acceder a la función pública docente en un sentido no precisado, hay que modificar, señala el director general, «las reglas de juego por las que un docente obtiene plaza en un centro». El señor Graells parece señalar aquí a las direcciones profesionalizadas de las que antes hablaba. Afirma, incomprensiblemente y de manera poco informada, que «actualmente no rige en esto más criterio que el escrupuloso respeto de las prelaciones que ordenan al profesorado según un único patrón de medida, en el que lo decisivo es el rutinario paso del tiempo«. No es eso, hay más consideraciones.
Sea como sea, su propuesta política es obvia: dado que los cambios que deberían transformar este estado de cosas sólo pueden darse con una reforma de los concursos de provisión, regulados por norma estatal, se apunta explícitamente a una reforma de la norma que permita mayor participación de esas direcciones profesionalizadas. Los riesgos no se le escapan al lector: el profesorado acrítico a determinadas direcciones tiene mucho ganado; el que disienta de sus decisiones tiene mucho perdido. En síntesis, criterios empresariales (perdón, profesionales) en el puesto de mando y en el funcionamiento de la escuela pública.
El señor Graells finaliza su artículo indicando que no puede entrar en otra cuestión clave, como es la de los conciertos educativos y la necesidad de avanzar en un mayor equilibrio en los procesos de escolarización, que requeriría ser tratada en extenso. Sería bueno que lo hiciera porque el escándalo que representa la concertada en Catalunya y en España no tiene parangón en Europa y acaso en el mundo.
Ni que decir tiene que, por otra parte, el señor conseller se ha manifestado contrario a alterar sustantiva o marginalmente el papel de la escuela concertada, gran parte de ella eclesiástica, en nuestro país. Es decir, que parece razonable seguir financiando con dinero público centros educativos de elite o escuelas del Opus Dei en los que se separa al alumnado por géneros y se cobran cuotas abusivas. Deben ser eso los intereses de la comunidad a los que aludía el señor Graells.
No es tarea nuestra en esta nota señalar un programa alternativo pero sí apuntar algunas sugerencias que, en coincidencia esta vez con el señor Graells, aspiran a mejorar la práctica diaria en las aulas. La primera: reducción sustantiva del número de alumnos en los cursos de la enseñanza obligatoria. No es posible enseñar materia alguna, en un sentido aceptable del término «enseñar», a 30 o más alumnos por clase y cuya diversidad es enorme (y creciente) en muchos centros educativos. La segunda pasa simplemente por rectificar el desaguisado social ocasionado por el gobierno catalán con la reducción de las plantillas de profesorado (menos profesorado por el mismo número de alumnado), la no sustitución de las bajas desde el primer día, la precarización laboral de interinos/as y sustitutos/as (con contratos de un tercio de jornada), la implantación de la sexta hora en Primaria y la paulatina eliminación de los estudios nocturnos de bachiller. Nunca un gobierno que dice ser de izquierdas había tomado una medida así.
¿Significa todo ello incrementar el gasto educativo en nuestro país? Claro está. ¿Hay algún problema en ello? Teniendo en cuenta que estamos en la cola europea en lo que ser refiere al % del PIB invertido en educación, podríamos empezar la «modernización» poniéndonos a la altura que nos corresponde.
De esta forma, y con procedimientos afines, acaso avanzáramos en alterar positivamente algunos vértices del último informe educativo de la comisión europea. Algunos datos básicos para situarnos:
. Tasa de abandono escolar en España, con datos de 2008: 31,9% (más del doble de la europea). Tasa de abandono en la Europa de los 27: 14,9%. Incremento en España del abandono desde 2000: 3 puntos. Países europeos que obtienen peores resultados que España: Malta y Portugal.
. Porcentaje de escolares españoles con problemas para entender un texto en 2000: 16,3%. Porcentaje en 2008: 25,7% (la tasa UE 18 es del 24,1%).
. Porcentaje de alumnos que realizan estudios de Bachillerato y Ciclos formativos en España: 60%. Porcentaje en la UE 27: 78,5%. Porcentaje de alumnos que realizan esos estudios en España en 2000: 66% (¡descenso de seis puntos 8 años después!).
Para entender el paisaje desolado, sin duda, no hay que olvidar que muchas de las causas que subyacen a este desaguisado cultural y social, mirado a veces sólo bajo el punto de vista de su disfuncionalidad económico-empresarial, apuntan a aristas conocidas: modelos de éxito fácil que se venden a los jóvenes con insistencia; padres y madres que trabajan hasta lo indecible para mantener a su familia sin tiempo para cuidados escolares y seguimiento de sus hijos; sueldos reducidos a los que se enfrentan nuestros jóvenes que saben que el esfuerzo no conduce a su mejora social forzosamente sino que lo que cuenta esencialmente es la clase social en la que uno ha tenido la suerte o mala suerte de haber nacido y las redes que se poseen; las dificultades de algunos alumnos a seguir el ritmo escolar usual y la ausencia de ayudas externas; el poder indiscutido de las clases dirigentes, y corruptas en muchos casos, que mandan realmente en el país y en sus gobiernos. Largo etcétera.
Cosas sabidas pero que a veces no acuñamos con precisión en nuestra débil y debilitada memoria.
[1] «Profesionales», «profesionalización» y afines como gestión o competencia, son términos que parecen repetidamente en el artículo de Jaume Graells. No es casualidad. Su uso obedece probablemente a la incursión del autor en una cosmovisión neoliberal muy del gusto del señor Maragall, afín al sector socioliberal del PSC-PSOE
[2] Carlos Fernández Liria, entre otros, ha dado razones convincentes en contra de un apoyo cegado a ese master que prolongará los años de estudio, además de encarecerlos, sin resultados apreciables según anteriores experiencias.
[3] Daniel Gil Pérez, «La formación del profesorado de Secundaria». Público, 25 de noviembre de 2009, Cartas al director, p. 8
Rosa Cañadell es psicóloga. Profesora. Portavoz del sindicato USTEC·STEs
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