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Promesas, promesas… los votos matrimoniales no han cambiado en 500 años, pero sí el significado de una pequeña palabra

Donde dije «acepto» digo «quiero»

Fuentes: The Times

Introducción y traducción de Manuel Talens para Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala

Introducción: Verba volant, scripta manent

Las palabras vuelan, pero los escritos perduran, reza el aforismo latino. Tengo para mí que mucha gente se toma el verba volant, scripta manent en su sentido más mediocre, pues lo reducen a simple prueba contractual que liga ante la ley a las partes contratantes con el fin de evitar que quien prometió algo sólo con los labios se desdiga en el futuro. Pero este aforismo tiene, desde luego, otro sentido mucho más exquisito, que es el que vas a disfrutar si sigues leyendo, lector amigo. Me refiero al sentido semántico, a saber, el que se ocupa del significado cambiante de las palabras.

Si he rastreado la red a la búsqueda de Guy Deutscher fue sin duda a causa de la fascinación que ha provocado en mí la lectura de su libro The Unfolding of Language [1], que bien podría traducirse como el despliegue o el desarrollo del lenguaje, en el que con un estilo siempre ameno y didáctico desvela (del latín dis-vigilare, levantar el velo) las claves estructurales y fonéticas que unifican a las lenguas terrenales, por muy distantes, ajenas y en apariencia disímiles que sean las culturas. No sólo este libro es de una riqueza tal que daría cualquier cosa por poder traducirlo al castellano, sino que estoy dispuesto a afirmar que constituye una prueba irrebatible contra el racismo, pues ¿cómo pretender que unas razas humanas son superiores a otras si en los cuatro puntos cardinales todas ellas, sin excepción, han creado de la misma manera y con idénticos mecanismos laringocerebrales su utensilio más sublime, el que los diferencia de los demás seres vivos, el lenguaje?

Fue así, por pura complicidad con la pasión lingüística del autor, como di con este artículo, «Where there’s a will there’s a want», que Guy Deutscher publicó en The Times en 2005, y decidí traducirlo. No es actual, desde luego, pero qué importa, pues lo que en él se dice está fuera del tiempo, de tal manera que igual habría cumplido su misión hace sesenta años que dentro de un siglo. Se habla aquí del carácter vivo del lenguaje, de cómo es absurdo e imposible pretender inmovilizar a las palabras en una camisa de fuerza, pues siempre lograrán soltarse, evolucionar y, con frecuencia, cambiar de significado. Justo aquí arriba acabo de afirmar que el artículo de Deutscher igual habría cumplido su misión hace sesenta años y no lo he escrito por casualidad, pues en 1944, seis décadas atrás, Jorge Luis Borges publicó Ficciones, libro de relatos que incluye el asombroso «Pierre Menard, autor del Quijote» [2], en donde el argentino puso en práctica el sentido semántico del verba volant, scripta manent, esto es, que lo escrito hoy suele ser la trascripción exacta de lo que hoy se dice, pero como las palabras vuelan, se las lleva el viento y éste nos las devuelve con un distinto significado, el desajuste entre lo que hoy expresan y lo que expresaban siglos atrás puede llegar a ser inconmensurable. Pierre Menard, el personaje borgiano de ficción, escribe en el siglo XX «los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Quijote», más «un fragmento del capítulo veintidós». Pero Menard, nos aclara la voz narrativa, «no quería componer otro Quijote -lo cual es fácil- sino el Quijote. Inútil agregar que no encaró nunca una trascripción mecánica del original; no se proponía copiarlo. […] Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del veinte, es casi imposible. No en vano han transcurrido trescientos años, cargados de complejísimos hechos. Entre ellos, para mencionar uno solo: el mismo Quijote.»

Lector, en la frase «no en vano han transcurrido trescientos años» está la clave que empareja el relato borgiano con el texto que te propones leer. En él, Deutscher se hace eco de un asunto tan banal como el de la boda del heredero del trono de Inglaterra para analizar la incongruencia actual -en el contexto específico del rito matrimonial anglicano- de una palabra monosilábica de la lengua inglesa que dicho rito sigue utilizando a la manera del siglo XVI. Los profesionales del cristianismo, ya se sabe, son como son y sus signos semióticos no han evolucionado: el mismo ceremonial, los mismos fastos y la misma indumentaria del medioevo, la eterna insistencia por vivir en el ayer, como si el tiempo fuera inmóvil y ni Darwin ni la ciencia hubieran dejado atrás el oscurantismo y la magia. Pero, además, por si no bastase, tampoco están versados en lingüística. Qué le vamos a hacer. Pasa y lee.- Manuel Talens

* * *

Para bien o para mal, la institución matrimonial ha sido el centro de las noticias este mes. Tras la reciente boda en el mundo de la realeza, que ha abierto la veda de los matrimonios, las palabras I will resonarán el verano entrante en las iglesias del país [3].

Sin embargo, esta solemne promesa de matrimonio según el rito anglicano suena harto rara, incluso totalmente improbable. A la pregunta «¿Aceptas a esta mujer por esposa, la amarás, confortarás, honrarás y permanecerás junto a ella en la enfermedad y la salud y, renunciando a todas las demás, le serás fiel mientras vivas?», el novio (y la novia a su vez) no responden con un «lo intentaré» o un «lo prometo» (todos sabemos que las promesas se pueden romper), sino con un sorprendentemente confiado y casi presuntuoso I will [le seré (fiel)].

¿Por qué entre las instituciones religiosas del mundo la Iglesia anglicana es la única en exigir a los novios una predicción tan increíblemente categórica del futuro? ¿Por qué convierte en falsos profetas -al menos en retrospectiva- a quienes llegan al altar?

La razón es sólo un simple malentendido histórico. ¿Habrá algo más evidente y menos ambiguo que I will, esas dos sílabas rotundas, inalteradas como voto matrimonial desde el Book of Common Prayer [Libro de oraciones], publicado en 1549 durante el reinado de Edward VI, con las cuales a la pregunta del sacerdote el novio debía responder I will?

En aquel entonces eran el paradigma de la estabilidad y la continuidad inglesas. Pero las apariencias engañan, porque mientras que la tradición se las ha arreglado para mantener y proteger de cualquier cambio la sintaxis de la ceremonia del matrimonio, hay un voluble participante en este juego que se ha negado a someterse a la autoridad eclesiástica o del Estado: la lengua inglesa.

Para desentrañar esta promiscuidad lingüística, veamos el origen del Book of Common Prayer. El oficio religioso del matrimonio en 1549 era una traducción casi directa del oficio religioso católico en latín, que se utilizó en la Inglaterra meridional hasta la Reforma y que se conocía como el Sarum (nombre de la antigua ciudad que hoy es Salisbury).

En el ritual del Sarum, el sacerdote preguntaba al novio en latín, Vis habere hanc mulierem…? [¿Aceptas a esta mujer por esposa…?], a lo cual se le exigía que respondiese con la palabra volo, es decir, acepto. A la novia se le preguntaba luego, Vis habere hunc virus…? [¿Aceptas a este varón por esposo…?], y ella también respondía, volo.

De manera que la idea original de tal respuesta no consistía en exigir que la pareja hiciese una predicción profética, sino únicamente que afirmase ante Dios y la feligresía que su entrada en el matrimonio era voluntaria.

Este rito hunde sus raíces en la Edad Media, cuando la Iglesia católica se apropió gradualmente de la institución del matrimonio, que hasta entonces había sido un asunto esencialmente contractual o incluso comercial, mediante el que el padre le entregaba la novia al futuro marido como quien cede un objeto. En el intento católico de transformar el matrimonio en un rito espiritual era primordial hacer públicamente hincapié en que ambas partes tomaban estado de forma voluntaria.

Existen paralelismos en algunos países contemporáneos. Por ejemplo, en las bodas civiles turcas la ley exige que quien la oficia pregunte dos veces a la novia si se está casando sin coacción.

Entonces ¿por qué en 1549 el arzobispo Cranmer tradujo volo -acepto- por I will? No fue por falta de conocimiento del latín, sino simplemente porque, en el inglés de su tiempo, el verbo will significaba todavía desear o tener intención de hacer algo. Existen vestigios de este significado en el inglés moderno en frases como as you will [como desees], free will [por propia voluntad] o willing [deseando].

Pero la lengua inglesa ha sufrido cambios considerables desde Cranmer, no sólo en la pronunciación, sino también en el significado de muchas palabras, incluso las más comunes. Y will es un ejemplo de verbo que ha diluido gradualmente su determinación para acabar como simple verbo auxiliar que expresa el futuro del verbo principal al que acompaña.

Esta desviación en el significado puede parecer sorprendente, pero su explicación es sencilla: a menudo, cuando uno pretende hacer algo, insinúa que lo hará gustoso. Y cuando los hablantes empezaron a utilizar will cada vez más para expresar su firme intención de hacer algo (I will behave better next time: me portaré mejor la próxima vez), el sentido original de conformidad que ostentaba hasta entonces will se fue desvaneciendo.

Y si aún hay quien cree que esta pérdida de intencionalidad es cosa extraña, vale la pena mencionar que incontables lenguas, del griego y el rumano al suajili y el chino, han pasado exactamente por el mismo cambio. En rumano, por ejemplo, el volo latino original pasó a ser voi [quiero] y lo mismo le sucedió al verbo suajili taka.

Así que no hay nada anormal o peculiarmente inglés en la inconstancia del will, salvo por el triunfo de la forma sobre el contenido en el rito anglicano, pues mantiene erre que erre la antigua palabra, incluso si su significado cambió, y al hacerlo oscurece por completo el sentido primigenio del voto matrimonial.

 

Notas del traductor

[1] DEUTSCHER, Guy, The Unfolding of Language (The Evolution of Mankind’s Greatest Invention), William Heinemann, 2005 (London). ISBN: 978-0-0994-6025-1 (http://www.randomhouse.co.uk/catalog/book.htm?command=Search&db=main.txt&eqisbndata=0099460254).

[2] El texto completo de este relato del autor argentino puede consultarse en http://www.libreriahispana.com/borges/pierre.html

[3] Este artículo de Guy Deutscher se publicó el 30 de abril de 2005, tres semanas después de la boda entre el príncipe Charles de Inglaterra y Camilla Parker-Bowles.


Fuente: http://entertainment.timesonline.co.uk/tol/arts_and_entertainment/article386335.ece

Nacido en 1969, Guy Deutscher fue lector de Matemáticas en Cambridge antes de hacer la tesis en Lingüística. En la actualidad trabaja en el Departamento de Lenguas Antiguas Proximorientales de la Universidad de Leiden (Holanda). Su sitio web es http://website.leidenuniv.nl/~deutscherg/

El escritor y traductor español Manuel Talens es miembro de Cubadebate, Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Su novela más reciente es La cinta de Moebius. El pasado mes de mayo apareció su libro de ensayos Cuba en el corazón.

Esta traducción se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.