Podemos llamar caos contenido a una coyuntura en la que, aunque los semáforos funcionen, nadie se atreve a apostar sobre lo que seguirá en pie y lo que no de aquí a un año, incluso menos. Si no está de acuerdo, retroceda hasta la Semana Santa pasada y pregunte a los Sánchez, Rajoy o Casado […]
Podemos llamar caos contenido a una coyuntura en la que, aunque los semáforos funcionen, nadie se atreve a apostar sobre lo que seguirá en pie y lo que no de aquí a un año, incluso menos. Si no está de acuerdo, retroceda hasta la Semana Santa pasada y pregunte a los Sánchez, Rajoy o Casado que era lo que imaginaban que estarían haciendo a principios de este mismo verano. Precisamente por la confusión que rodea a muchos acontecimientos en circunstancias como la que vivimos, a veces no reparamos en todos los significados que desvelan.
Comenzaremos con el auto de la jueza que ha instruido, hasta donde legalmente podía, el ya denominado «Caso Casado». Como es sabido, el nuevo líder del PP está protegido por uno de esos aforamientos que tantas ventajas han proporcionado a los delincuentes pertenecientes a unas élites que en España son muchos más que en las democracias que nos miran del resto de Europa. Pero lo relevante en este caso, y que no ha sido destacado en los medios tal como se merece, es que la jueza hace mención a unas declaraciones públicas de Casado que se refieren expresamente a algunas de las pruebas que han aparecido durante la instrucción. Ayer, jueves, uno de los tertulianos mañaneros de la SER afirmaba que, en virtud de no recuerdo qué reforma legal, la magistrada Rodríguez-Medel podría haber citado a declarar a Casado a pesar de su blindaje contra la Justicia que sí rige para el resto de contribuyentes. Ekaizer sostuvo que, si lo hubiera hecho, la guardia pretoriana del sucesor de Rajoy se habría lanzado a degüello contra la instrucción. Desde aquí, sin quitar razón al probablemente mejor conocedor de lo que pasa en el poder judicial en España, yo sostengo que la jueza ha considerado que, cuando una persona está hablando de blanco o negro, o de tener o no tener un ordenador, si la respuesta es SI, tiene que ser SI en cualquier sitio, sea ante la prensa o ante un tribunal. Con ello, ha demostrado tanto respeto por las palabras de Pablo Casado como responsabilidad les exige en cualquier circunstancia.
El resultado, en este momento, es que el sospechoso líder se haya ante la tesitura de reconocer que mintió a todo el mundo sobre su ordenador o, si dijo la verdad, debe proceder a entregar al Supremo la prueba de su inocencia. La feliz conclusión que podemos extraer es que, tras tantos decenios de hipocresía por parte de políticos exigiendo a los contrarios que digan la verdad, resulta que un simple Juzgado de Instrucción, el número 51 de Madrid, ha conseguido, con cuatro líneas en un auto dirigido al Tribunal Supremo, meter más miedo en el cuerpo a los bocazas que cobran del erario público que todas las leyes juntas aprobadas en el Congreso de los Diputados, en algunas de las cuales se han dedicado a consagrar los privilegios de sus señorías y colegas contra el vulgo que los elige cada cuatro años. Nos hayamos ante un más que interesante aviso a navegantes que, probablemente, ahorrará al ciudadano de a pie muchos momentos futuros de vergüenza ajena cuando escuche o lea lo que dicen los políticos, pues quizás se lo piensen antes de hablar. Y cómo no recordar que don José Castro solo fue, también, un juez de Instrucción de Palma de Mallorca, evidencia contra la que nadie puede asegurar que, si el Tribunal Supremo hubiera tenido que investigar el caso que más famoso ha hecho al juez recién jubilado, Urdangarin estaría ahora mismo en la cárcel y la hermana del rey hubiera terminado siendo condenada, aunque solo lo haya sido a título lucrativo.
El segundo detalle relevante de hoy, sobre el que también se han eludido las reflexiones más incómodas, ha sido la declaración del prior del Valle de los Caídos, afirmando que consentirá la exhumación del cadáver de Franco, pero solo si lo ordena personalmente Felipe VI. Rápidamente, algunos de los tertulianos más «espabilados» se han apresurado a salvar al rey de tal compromiso afirmando que firmará ese decreto, como todos los demás, y que eso es equivalente a lo que pretende el prior. Lo primero que me pregunto es si estos habituales del debate creen que el tal prior es tonto, y también que lo somos los millones de personas que los escuchamos diariamente.
Al margen de lo anterior, no parece que las actuaciones del nuevo rey le hayan granjeado excesivo respeto entre quienes sin duda le defienden. Tiene lógica, pues a la vista de como se dejó abusar por Rajoy tras el estruendoso fracaso que supuso para su gobierno la celebración del referéndum del 1 de octubre, la única conclusión posible es que este rey no se respeta ni a sí mismo ni a la institución que representa. No creo que haya nadie que pueda sostener que Catalunya estaría hoy un milímetro más lejos de lo que ya está de España si Felipe VI le hubiera dicho a Rajoy que eso era asunto del Gobierno y que, por tanto, no pronunciaría el discurso del 3 de octubre.
Hay que tener en cuenta los detalles que construyen el respeto que cualquier personaje público se va ganando entre quienes le rodean. Si a lo anterior añadimos el feo feísimo que el propio Rajoy le había hecho al rey al no trabajarse la investidura tras las elecciones del 20D, pues saque usted mismo la única conclusión evidente.
Además de este enfoque sobre la «maldad» del prior, si finalmente el gobierno consiguiera sacar ese cadáver y la monarquía no fuera derrotada, por casualidad, pues de otra manera no parece posible, antes de cuatro décadas más, una nueva confusión, sutil y pertinaz, volverá a infectar nuestra memoria colectiva, tan maltratada a lo largo de la historia. Siempre aparecerá quien defienda que fue Felipe VI quien consiguió derrotar al franquismo, esa especie de enfermedad mental española imposible de curar.
Ahora que sabemos quién era el padre de Felipe VI, como no recordar que desde el 23 de febrero de 1981 para millones de personas fue el, y nadie más que él, quien aquella noche salvó una democracia recién estrenada, pero que ahora muchos le añaden «con reparos».
Y al constatar la manera tan aviesa que tiene de burlarse en público del rey y del gobierno alguien como el prior del Valle de los Caídos, nos viene a la cabeza como los militares Armada, Milans del Bosch, otros y también los de la trama civil vinculada, con tal de salvar la herencia más valiosa del cruel Francisco Franco, la Monarquía, guardaron silencio sobre lo mucho que sabían de la implicación de Juan Carlos I en el plan para acabar con Adolfo Suárez, alguien que entonces ya no era un político nombrado por ese mismo rey, sino que había sido elegido en dos ocasiones consecutivas en unas urnas, las de 1977 y 1979, en las que todos los españoles habían podido votar libremente. Un plan que se le terminó yendo de las manos al rey y desembocó en aquel golpe de estado de opereta, pero que resultó esencial para que regresara el miedo.
La prueba del triunfo a cara y a cruz de Juan Carlos I y los de Tejero, con suerte dispar, pero todos dispuestos a salvar «lo principal» cerrando el paso a una democracia que podría haberse desatado, es que hoy, tantos años después, la descomposición de aquel consenso en el alambre es de tal calibre que cualquiera puede reírse del gobierno enseñando los mismos fantasmas de siempre, y aunque la mayoría parlamentaria sea antifranquista, nadie se atreve a poner el cartel de «liquidación por reforma total» en la fachada del viejo entramado.
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