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Dos mesas (y II)

Fuentes: www.javierortiz.net

En las actuales condiciones, y al margen de los deseos que cada cual pueda evidenciar -me temo que más de uno sigue confundiendo sus deseos con las realidades-, sólo queda una vía por la que podría propiciarse el fin de la violencia de ETA: la demostración práctica de que esa violencia no tiene sentido porque […]

En las actuales condiciones, y al margen de los deseos que cada cual pueda evidenciar -me temo que más de uno sigue confundiendo sus deseos con las realidades-, sólo queda una vía por la que podría propiciarse el fin de la violencia de ETA: la demostración práctica de que esa violencia no tiene sentido porque las aspiraciones mayoritarias de la población vasca, en lo relativo al reconocimiento y a la expresión de su identidad nacional, pueden ir obteniendo satisfacción por métodos pacíficos.

Ahí es donde debería cobrar toda su importancia la otra mesa, de la que tanto se ha hablado en general, como pieza clave del proyecto de pacificación y normalización de Euskadi, pero de la que tan poco concreto se ha sabido a lo largo de los últimos meses. Si ese foro, abierto en principio al conjunto de las fuerzas políticas vascas, avanzara en el establecimiento de un amplio consenso con respecto a lo que convendría que fuera el futuro de Euskal Herria como colectividad nacional, el despropósito de la actividad de ETA se iría haciendo patente también para el conjunto de su propia base social.

Sin embargo, el avance por ese camino tropieza con obstáculos de todo tipo, tanto circunstanciales como estratégicos.

Los circunstanciales son bastante obvios: el atentado de la T-4 va a dificultar, si es que no a impedir -de momento también a impedir-, que esa mesa, en la que la presencia de Batasuna es tan imprescindible como la del PSE-PSOE, pueda siquiera funcionar. Tal como se han puesto las cosas, las posibilidades de que Batasuna encuentre reconocimiento oficial y reciba un trato normalizado son nulas. Es posible que los socialistas sigan reuniéndose con los dirigentes de la izquierda abertzale, pero a buen seguro que lo harán a escondidas, evitando como sea la foto.

Las dificultades estratégicas son también muy grandes. Porque cualquier intento de llegar a un acuerdo con el poder central del Estado relativo al reconocimiento político de la personalidad nacional de Euskal Herria va a chocar frontalmente no sólo con la tradicional cerrazón españolista de los sustentadores de ese poder, sino también con la hostilidad, renovada y ahora aumentada, de buena parte de la propia población española, que tiene en sus manos un instrumento decisivo, de potencialidades devastadoras: el voto.

He estado a punto de escribir: «No quiero ni pensar lo que sucedería si, a raíz de todo esto, el PP regresara al Gobierno central». Pero tanto da lo que yo quiera o no quiera pensar: esa posibilidad no sólo existe, sino que ha ganado muchos enteros en las últimas horas. Y con el PP en la Moncloa, los progresos en el plano estrictamente político se harían todavía más difíciles.

Hace tres meses escribí un artículo para el foro internacional Safe Democracy (Por qué puede fracasar la paz en el País Vasco, lo titulé) en el que apelé a la tópica imagen del choque de trenes para expresar que, tal como veía las cosas, no podía descartar en absoluto que el proceso de paz saltara por los aires, gracias a la cerrazón combinada de los unos y los otros. No menciono ese augurio para hacer gala de lucidez, como algún amigo me ha recriminado, sino para subrayar los peligros que presenta el optimismo infundado.

Un colega muy majo, al que tengo gran aprecio, suele decir mucho: «Quiero creer que…». Eso es voluntarismo, sin más. No le veo las ventajas. Ponerse en la mejor de las hipótesis puede ayudar a las personas a sufrir menos, pero lo más útil, no a efectos subjetivos sino sociales, es evaluar siempre qué posibilidades hay de que sea la peor de las hipótesis la que realmente se verifique.

El certero Alberto Piris me señaló en cierta ocasión que esa querencia mía a prepararme para lo peor, que no sé de dónde me viene, es un principio básico de la ciencia militar. Lo que pasa es que hay mucha gente que se apunta sin pensárselo dos veces a la gracieta aquella de Groucho Marx según la cual hablar de inteligencia militar es incurrir en una contradicción in terminis.

Ni por el forro. Los militares han estudiado mucho y muy bien a lo largo de la Historia en qué consiste eso de ganar y de perder. Y qué hay que hacer para lograr lo primero y evitar lo segundo.

Parece mentira que una organización que se hacía llamar «ETA militar» haya demostrado tan poca pericia en ese arte.

Ahora, en todo caso, estamos en la situación provocada por la peor de las hipótesis.

¿Qué se puede hacer?

Regreso a las cuestiones de filosofía. Primer punto: aceptemos que hay problemas que, cuando están irremediablemente mal planteados, no tienen solución. Segundo: recordemos que ningún realismo justifica la pasividad.

Hay que seguir intentándolo. Por imperativo moral, ya que no por esperanza.