Según el historiador medioambiental Jared Diamond, unas sociedades deciden perdurar y otras, de forma inconsciente, desaparecer. Por ejemplo, ante un proceso avanzado de deforestación, erosión de los suelos, sequía, cambio climático y guerras, explica de la siguiente manera una de las razones del colapso de la civilización maya en el siglo IX: «los reyes y […]
Según el historiador medioambiental Jared Diamond, unas sociedades deciden perdurar y otras, de forma inconsciente, desaparecer. Por ejemplo, ante un proceso avanzado de deforestación, erosión de los suelos, sequía, cambio climático y guerras, explica de la siguiente manera una de las razones del colapso de la civilización maya en el siglo IX: «los reyes y nobles no consiguieron detectar y resolver estos problemas aparentemente obvios y que socavaban la sociedad. Su atención se centraba en la preocupación a corto plazo por enriquecerse, librar batallas, erigir monumentos, competir entre sí […]. Al igual que la mayor parte de los líderes de la humanidad, los reyes y nobles mayas no tuvieron en cuenta los problemas a largo plazo, en la medida en que realmente llegaran a percibirlos».
Por desgracia, la historia se repite y las negociaciones climáticas caen cada vez un poco más en el ‘síndrome maya’. Si bien desde 1992 existe a nivel internacional un marco legal para luchar contra el cambio climático, lo cual representa una mejora en comparación con la nobleza maya que ni siquiera llegó a diagnosticar correctamente las amenazas que enfrentaba, no deja de sorprender en la Cumbre de Durban la incapacidad de los líderes mundiales a dar una respuesta a la altura de la gravedad de la situación. La firma de un acuerdo in extremis no puede esconder una huida hacia delante de los jefes de Estado y negociadores más preocupados por la reconfiguración de los intereses geopolíticos a escala mundial donde predominan la competición a ultranza, la lucha por los recursos naturales y una carrera por el crecimiento.
Primero, porque ni se cumplen las (pocas) promesas de cumbres anteriores y no se atiende a los avisos de los científicos agrupados en el Grupo Internacional de Expertos sobre Cambio Climático (GIECC). Mientras que se acordó en Copenhague en 2009 no superar un aumento de 2 grados en comparación con niveles preindustriales (límite para no exponerse a cambios totalmente imprescindibles y extremos según el GIECC), las promesas de reducción de gases de efecto invernadero realizadas en Sudáfrica suponen, ni más ni menos, un aumento irresponsable de temperatura de casi 4 grados en 2100.
Segundo, porque la puesta en marcha en 2020 de un nuevo acuerdo vinculante llegará demasiado tarde. Estamos trabajando a contrarreloj. Hace poco, la muy institucional Agencia Internacional de la Energía ponía 2017 como fecha límite para acotar el incremento de temperaturas a niveles no irreversibles, lo cual supone (fuertes) reducciones de gases de efecto invernadero en esta década, no en la siguiente.
Tercero, porque se ha vaciado de su sustancia al protocolo de Kyoto: a pesar de la prórroga establecida para satisfacer a la Unión europea, solo representará un 15% de las emisiones mundiales de gases de efecto invernadero. Además de la ausencia de EEUU y China, hoy en día los principales emisores de CO2, han prometido descolgarse Rusia y Japón, mientras que Canadá ya ha sido el primer país en abandonar el Protocolo de Kyoto, entre otras cosas para salvar los polémicos yacimientos petrolíferos de la provincia de Alberta.
Ante este escenario, nuevas estrategias se imponen. Por un lado, el concepto de justicia climática se está reforzando como eje estratégico y punto de encuentro para sumar personas y movimientos de diferentes procedencias y horizontes. Además de las organizaciones ecologistas y de solidaridad internacional en el Norte y en el Sur, es grato ver que organizaciones como la Confederación Sindical Internacional relaciona con claridad un mal acuerdo en Durban con daños irreversibles para las personas trabajadoras, en términos de seguridad alimentaria, proliferación de catástrofes, pérdida de salud pública y crisis de empleo. Fue también de gran interés descubrir en esta cumbre a los «indignados climáticos» a través de Occupy COP17, una simbiosis entre los movimientos de justicia climática y los indignados de Plaza del Sol y de Wall Street. Esta bifurcación entre movimientos de justicia ambiental, social y democrática a nivel local y mundial es una necesidad imperiosa para poner en marcha en la calle y en las instituciones cambios que los líderes actuales no parecen ser capaces de decidir en estos momentos.
Por otro lado, por la falta de acuerdo para una verdadera mitigación en esta década, hace falta reconocer que es muy probable que no estabilicemos la subida de temperatura en límites razonables. Por tanto, los próximos años y decenios se verán marcados por la incertidumbre ante un cambio climático ya inevitable pero cuyas formas y consecuencias reales desconocemos en gran parte: ya no solo estamos en la sociedad del riesgo sino también, como la llama Lester Brown, en «la edad de la impredecibilidad». En este marco, nuestra primera meta, más allá de la reducción, es poner la mayor parte de los recursos y energías disponibles para construir sociedades resilientes y cohesionadas, es decir preparadas para enfrentarse a cambios bruscos y a probables puntos de ruptura e inflexión. Asimismo, las iniciativas de las «ciudades en transición» son un buen ejemplo de este trabajo de adaptación desde abajo y capaz de generar nuevas sinergias entre movimientos sociales y políticos de diferentes índoles.
La ceguera se puede entender, según la Real Academia Española, como una «alucinación, afecto que ofusca la razón». Algunos siglos atrás esta ceguera ensombreció la visión de los mayas. Hoy, por, desgracia amenaza de lleno a «los reyes y nobles» de los tiempos modernos. Sin embargo, conocemos la Historia y está en nuestras manos cambiar de gafas para que una civilización sostenible perdure.
Fuente: http://www.diariovasco.com/v/20111215/opinion/articulos-opinion/durban-sindrome-maya-20111215.html