¿Cómo puede volverse creativa la biología?A través de soluciones para evitar que se extingan animales o ideas nunca antes aplicadas para reinsertar fauna ya desaparecida en distintas regiones. Historia una: en el agua helada de Alaska viven ballenas de 200 años, que nacieron antes de que Herman Melville escribiera Moby Dick, en 1851. Historia dos: […]
¿Cómo puede volverse creativa la biología?A través de soluciones para evitar que se extingan animales o ideas nunca antes aplicadas para reinsertar fauna ya desaparecida en distintas regiones.
Historia una: en el agua helada de Alaska viven ballenas de 200 años, que nacieron antes de que Herman Melville escribiera Moby Dick, en 1851. Historia dos: las estimaciones más pesimistas sobre los estragos de la contaminación hablan de la mitad de la biodiversidad del planeta extinta en los últimos 40 años. Historia tres: científicos de Harvard anunciaron el mes pasado que en dos años estarán listos para «resucitar» al mamut lanudo, cuyos últimos ejemplares caminaron por Asia, África y Norteamérica hace decenas de miles de años, gracias al ADN del animal conservado en el permahielo siberiano y a una técnica de edición genética revolucionaria, el CRISPR. Si esto se logra, una tendencia negativa exponencial (la extinción creciente de animales en la Tierra) podrá ser «tackleada» por una tecnología exponencial (el CRISPR).
Las tres historias anteriores ilustran aspectos centrales del debate actual sobre la innovación: la subestimación que hacemos de «lo que no cambia» o lo que permanece (como las ballenas de Alaska), y la certeza cada vez mayor de que determinadas tendencias de deterioro del planeta sólo podrán ser revertidas por soluciones «fuera de la caja» o exponenciales: un camino incremental es demasiado lento para la gravedad de estos problemas, y el tren de un planeta sustentable se aleja cada vez más.
Para el biólogo español Ignacio Jiménez Pérez, la agenda actual del cuidado del medio ambiente no podría estar más solapada con la de la innovación. «Los biólogos estamos acostumbrados a lidiar con sistemas complejos, a entender que un movimiento muy pequeño en la punta de un ecosistema puede tener consecuencias enormes en el otro extremo», cuenta a LA NACION.
Jiménez Pérez tiene 48 años, nació en Valencia y recorre reservas y parques nacionales de todo el mundo. En el delta del Iberá dirige los trabajos de conservación de fauna de la Fundación Tompkins, para lo cual, dice, debió transformarse en un experto en políticas públicas. «Todos los que luchamos por la conservación de la fauna hoy tenemos que entender muy bien la dinámica de la gestión de los gobiernos, porque dependemos de decisiones de política pública. Pensemos que la escala mínima para la restauración de un ecosistema es de 50.000 hectáreas: en todo el mundo ese tamaño de tierra es por lo general dominio del Estado», cuenta.
Además de la innovación permanente para lograr que no se extingan animales (y para reinsertar fauna ya desaparecida), Jiménez debió forzar la creatividad en su discurso, y hoy se autodescribe como un «productor de naturaleza». No es un oxímoron, explica, sino una forma de salir de la trampa de la discusión masiva que ve a los parques nacionales como un «costo para el desarrollo» o, en otras palabras, una instancia en la que hay que decidir entre personas y animales, «y cuando el debate entra por ese camino, yo ya sé cuál va ser la respuesta final».
Para Jiménez, se trata de un falso dilema. «Por lo general las zonas aptas para la restauración del ecosistema son áreas alejadas, poco desarrolladas, y con escasas chances de industrialización. Así se puede crear un programa que promueve el salto desde actividades primarias extractivas de bajo valor agregado a terciarias, de servicios, mucho mejor renumeradas».
La timidez del guacamayo
En su libro Gracias por llegar tarde, el columnista del NYT Thomas Friedman postula que el futuro llegó en 2007: hace diez años daban sus primeros pasos Facebook, el iPhone, Airbnb, Uber y otras empresas de la revolución digital. Jiménez agrega un dato: en ese año, por primera vez en la historia, la población urbana superó a la rural en el mundo. «Esto cambia toda la perspectiva: las ciudades ahora están repletas de «clientes» que pueden optar por salidas para disfrutar de la naturaleza», dice.
Emiliano Rodríguez Nuesch, un creativo y experto en tecnología argentino que trabaja en innovación y cambio climático desde su startup Pacífico, cuenta que «hoy estamos presenciando varios fenómenos disruptivos relacionados con el medio ambiente. Las cifras de cambio climático y el aumento de la temperatura del planeta están superando todos los pronósticos. Estamos entrando en el Antropoceno, la era en la que la actividad del hombre modifica la estructura geológica de la Tierra».
En la entrevista del podcast «Aprender de Grandes» que Gerry Garbulsky le hizo al científico de datos del Instituto Baikal Marcelo Rinesi, se habló de este empeoramiento ambiental como una de las pocas tendencias de las que podemos estar 100% seguros para las próximas décadas. Rinesi prevé migraciones masivas de aquí a 15-20 años desde los países tropicales a lugares más templados, por el aumento de desastres naturales provocados por el cambio climático.
¿Es posible revertir con nuevas soluciones un deterioro que sigue ganando la carrera? Hay científicos que ya están hablando de «geo-ingeniería»: cómo introducir cambios en la Tierra a gran escala para empezar a revertir los daños.
En esta carrera en la que sólo vale la creatividad extrema, Jiménez recuerda cómo se reintrodujeron en la zona de Iberá animales que ya había desaparecido, como el oso hormiguero, el tapir, el guacamayo o el yaguareté. En todos estos casos hubo que imaginar un diseño de la experiencia ad hoc, porque no había antecedentes de reubicar en un entorno salvaje a animales que venían del cautiverio. Por ejemplo, los guacamayos (un ave de la familia de los loros) no querían salir de sus jaulas, y hubo que contratar a un experto en entrenamiento de animales de Hollywood para que les enseñara que una manzana que antes comían en un cómodo plato ahora debía ser extraída de un árbol.
En el caso de los yaguaretés, el plan consistió en programar la suelta de los hijos de ejemplares que estaban en cautiverio, para lo cual debieron criarse en un entorno que simula ser salvaje, sin contacto con humanos. «Todo este proceso llevó cuatro años, y debimos tomar decisiones creativas a problemas nunca planteados», dice Jiménez Pérez, quien se entusiasma con la sustentabilidad del financiamiento de este tipo de proyectos: en Yellowstone, EE.UU., el primer parque nacional del mundo, que cada año recibe cuatro millones de visitantes, la reintroducción de lobos redundó en un incremento extra de la recaudación de 15 millones de dólares al año, porque va más gente fuera de la temporada tradicional. La semana pasada el parque Yosemite comenzó a ofrecer a sus visitantes un «peep show» de osos. Tal vez un workshop con las ballenas de Alaska invitadas, dando lecciones motivacionales para resistir más de 200 años a los estragos de los humanos, no sea una mala idea.