¿Qué es lo que, en última instancia, y desde el principio, necesitamos los seres humanos para estar vivos? Los dispositivos electrónicos, las redes sociales virtuales y nuestra adicción a ellas, el consumismo o la excesiva acumulación de capital son necesidades ficticias o secundarias que el sistema capitalista nos ha creado. En cambio, preguntamos aquí por la condición indispensable para que surja y se desarrolle la vida y, por consiguiente, en tanto que seres vivos, los humanos.
Yayo Herrero, antropóloga, ingeniera técnica, educadora social, profesora, investigadora y activista ecofeminista española, nos recuerda nuestra entera dependencia de la naturaleza y de nuestras interrelaciones sociales en su libro Educar para la sostenibilidad de la vida. Una mirada ecofeminista a la educación. En él, la autora reivindica la necesidad y urgencia, dentro de la actual situación de crisis ecológica y social, de una educación ecofeminista que ponga en el centro la vida, y en la cual los individuos se reconozcan como seres vulnerables, interdependientes y ecodependientes.
Ante el escenario de emergencia planetaria, donde la vida está en peligro: pérdida de biodiversidad, alteración de los ecosistemas, deforestación, cambio climático, acidificación de océanos, escasez de recursos, etc., Yayo nos invita a repensar nuestro sistema económico, político-social y cultural para sustituirlo por otro viable que, por el contrario, proteja y sostenga la vida. Poner a esta en el centro, por tanto, “significa comprometerse con la satisfacción de las necesidades de todas las personas y con el cuidado de todas las formas de vida en un planeta translimitado, parcialmente agotado y en proceso de cambio” (p. 34). Para que esto sea posible, la autora propone la introducción de la conciencia ecofeminista en la educación formal, con dos retos principales por delante: acabar con el analfabetismo ecológico y lograr una pedagogía basada en la ética del cuidado.
Todas las vertientes y versiones del movimiento ecofeminista tienen en común la crítica a la lógica tradicional e imperante en nuestras sociedades de dominación y explotación tanto hacia la naturaleza, contrapuesta a la cultura y a la razón por occidente, como hacia las mujeres, subordinadas a los hombres en el sistema patriarcal. Todas ellas denuncian la mercantilización de la naturaleza y de los cuerpos considerados menos valiosos. El ecofeminismo entiende, además, que esta lógica violenta es transversal a las diferentes formas de dominación que existen, tales como el machismo, el racismo, el clasismo y el especismo.
Yayo Herrero remite al mecanicismo propio de la modernidad, el cual consideraba la naturaleza como una máquina perfecta y predecible, para comprender la legitimación y normalización de su manipulación y explotación en tanto que objeto a conquistar y someter, al servicio del progreso. La racionalidad instrumental de occidente ha derivado en una cultura antropocéntrica y androcéntrica, donde unas vidas y unos cuerpos valen más que otros o donde el valor de algunos se vuelve monetario. No obstante, a pesar de que en el siglo XX la ciencia descubriera y evidenciara que la naturaleza no es realmente un mecanismo sujeto a leyes deterministas, sino más bien un sistema complejo y vivo, existe aún un desfase entre este paradigma y nuestro sistema político, económico y social. Además, habitamos, o más bien expoliamos, el planeta como si este no tuviera límites biofísicos y sus recursos fueran inagotables. Si dependemos de la naturaleza y esta tiene límites, entonces no podremos crecer exponencialmente tal y como pretende el sistema capitalista extractivista.
Esta desatención y descuido de nuestro único hogar tiene que ver con la invisibilización de la reproducción de la vida en favor de la obsesión por la producción económica. Aquella, sin embargo, es la condición sine qua non para que se pueda dar la segunda: la producción y el cuidado de la vida, escribe Yayo, “no se realiza en la fábrica o en la oficina; se realiza en la naturaleza y a partir de los trabajos cíclicos que garantizan las condiciones de existencia y que son realizados sobre todo por mujeres” (p. 82). La autora denuncia, junto con las críticas ecofeministas, que, tradicionalmente, la división del trabajo del sistema patriarcal ha impuesto y reservado exclusivamente a las mujeres la atención y el cuidado de la vida y de los cuerpos vulnerables.
Yayo Herrero sugiere en este libro la inaplazable revisión de las fantasías del capitalismo y del antropocentrismo insostenibles que nos están llevando al colapso ecosocial para crear, desde una perspectiva ecofeminista, una cultura de la no violencia y del no dominio. Para ello, la educación debe empezar a cuestionarse la cosmovisión a la que ella misma contribuye, y deconstruirse y reconstruirse para velar por la sostenibilidad de la vida, haciendo hincapié en nuestra dependencia tanto del medio natural como de las relaciones interpersonales. En este punto, Yayo arroja luz y esperanza con una propuesta educativa ecofeminista que tenga como pilares la alfabetización ecológica, por un lado, y el reconocimiento y valorización del cuidado de sí, de las demás y del planeta en su conjunto, por otro. En palabras de la autora: “Una educación que incorpore la mirada ecofeminista puede ayudar a recomponer lazos rotos con la tierra y entre las personas. Puede orientar hacia la adquisición de una consciencia «terrícola», de un sentido de pertenencia a esa compleja y sorprendente trama de la vida de la que formamos parte” (p. 35).
Tomar consciencia de nuestra vulnerabilidad, proteger la naturaleza, sabiéndonos ecodependientes, y las relaciones sociales, comprendiendo nuestra interdependencia con el resto de humanos, abogando, por tanto, por una ética del cuidado, forma parte, todo ello, de la tarea y la lucha que competen a la educación hoy en día, más que nunca. Asimismo, en el libro se plantea el deber de la educación formal por incluir la reflexión crítica y el debate sobre las categorías hegemónicas y la ideología capitalista dominante que nos abocan al colapso; del mismo modo, tiene la tarea de contribuir al decrecimiento y al desmantelamiento de la visión cosificadora de la naturaleza y de los seres vivos. En definitiva, todas las áreas de conocimiento “deben ayudar a retejer los vínculos rotos entre las personas y la trama de la vida” (p. 63).
Según Yayo, la dificultad y exigencia con que tiene que enfrentarse la educación para llevar a cabo dicha transición hacia un mundo sostenible pasan por el esfuerzo y el acuerdo de toda la ciudadanía por comprender y querer que tales cambios se produzcan. A juicio de la autora, la educación ha de tener en cuenta tres principios fundamentales: el principio de suficiencia, distinguiendo las necesidades de los caprichos y aprendiendo a vivir con menos en medio de una crisis ecosocial; el principio del reparto, comprendiendo la necesidad de una redistribución justa de la riqueza en un mundo físicamente limitado; y el principio de cuidado, entendiendo la importancia de cuidar del resto de vidas y desfeminizando las tareas asociadas a los cuidados.
En esta obra, de lectura obligatoria en los tiempos que corren, se parte de la idea de que todas las personas tienen el derecho y la obligación de conocer su dependencia de la naturaleza, la red de interrelaciones sociales, así como su responsabilidad para con estas. La educación tiene, por tanto, para Yayo, un compromiso con la protección y el cuidado de la vida en sus distintas manifestaciones, formando sujetos que tienen o tendrán un deber político para crear y conservar modelos de vida sostenibles. Sin embargo, aunque comience, por fin, a haber propuestas y leyes educativas, como la actual LOMLOE, que intentan adecuarse a las demandas que exige su contexto, escribe Yayo, tiene que acompañarse de una materialización real y de un cambio profundo. Entre las pautas educativas que sugiere la autora para tal cometido se encuentra el desarrollo de la introducción de la historia invisibilizada de quienes han mantenido y mantienen la vida en pie, la concienciación de nuestra dependencia ecosocial y de la necesidad de cuidarnos mutuamente, la educación en la cooperación, la enseñanza y aprendizaje de hábitos de vida sostenible, así como el desarrollo de personalidades empáticas con la tierra y con el resto de vidas.
Los centros educativos se encargan, o al menos deberían, del cuidado y cooperación mutuos. De acuerdo con Yayo, “la vida no conquistó el planeta mediante combates, sino gracias a la cooperación” (p. 95), y es precisamente gracias a la cooperación como se puede salvar y sostener entre todas. Por eso, cuidar el planeta significa cuidarnos a nosotros mismos como especie; aquel podrá sobrevivir a la crisis climática por sí solo, pero nosotros, sin la debida actuación, decrecimiento y revalorización de la vida en su conjunto, no. La mirada de Yayo Herrero acierta, a partir de un análisis preciso e imprescindible, a mostrarnos un posible e inexcusable camino para intentar, al menos, salvar aquello que nos mantiene vivos. Sin duda, cabe agradecer a la autora este gran trabajo en momentos en los que es tan importante repensar nuestras acciones y deberes como los sujetos sociales y ecodependientes que somos.