El dominio de la mujer sobre su determinación fisiológica, «la máquina de fabricar niños», parece creciente e inevitable. A medida que los sistemas educativos y sanitarios se generalizan, y se perfeccionan las técnicas anticonceptivas, las mujeres pueden organizar su biografía amorosa, profesional y maternal, cada vez con mayor libertad. La Humanidad lleva toda su historia […]
El dominio de la mujer sobre su determinación fisiológica, «la máquina de fabricar niños», parece creciente e inevitable. A medida que los sistemas educativos y sanitarios se generalizan, y se perfeccionan las técnicas anticonceptivas, las mujeres pueden organizar su biografía amorosa, profesional y maternal, cada vez con mayor libertad. La Humanidad lleva toda su historia tratando de desenchufar el placer sexual de la procreación y parece que ya lo ha conseguido. Queda pendiente un tema desagradable, el aborto. No conozco ningún grupo feminista favorable a usar el aborto como método anticonceptivo pero cuando se produce un embarazo no deseado, la sociedad tiene que legislar para resolver un conflicto de intereses. Las sociedades europeas han decidido dar un plazo a las mujeres para interrumpir su embarazo no deseado, catorce semanas, que se amplía en casos especiales y ha despenalizado su realización. España lleva camino de unirse a esta tendencia europea que requiere complementos tales como el acceso fácil a medios anticonceptivos y la organización de una sanidad pública efectiva que evite la lacra del aborto furtivo, cáncer de la maternidad tercermundista. Porque hay algunos médicos que objetan interrumpir embarazos en la sanidad pública pero los llevan a cabo en la privada. Siempre ha habido médicos inmorales pero, en mi opinión, los médicos objetores deberían optar por ejercer su profesión fuera de la sanidad pública.
El consenso democrático ha resuelto la cuestión pero la Iglesia católica, que parecía haber asumido, al menos en Europa, el carácter secular de la opción, vuelve a las andadas, demostrando, una vez más, los estrechos límites en que se mueve hoy su influencia y la obsesión morbosa que hacia el sexo siguen teniendo sus solteros jerarcas.
El carácter de agencia cultural de la Iglesia jerárquica se ha transformado sustancialmente. Cierto que la Iglesia católica, que en ésto recibió la influencia del judaísmo veterotestamentario, ha sido, es, natalista, en el contexto de los Estados nacionales, donde parte del patriotismo, de la grandeza nacional, tiene que ver con los números. En su día, los líderes judíos trataron de aumentar las dimensiones del rebaño elegido, para no ser absorbidos por las tribus circundantes.
El control del comportamiento sexual femenino es un tema favorito de la predicación eclesiástica aunque las últimas encuestas revelen que, en los países occidentales, España entre ellos, las mujeres católicas, en su gran mayoría, no aceptan los consejos vaticanos al respecto ni identifican su fe con ellos. La posición eclesiástica sobre el aborto no fue siempre la misma y el tema del aborto no era tan central a su predicación. De hecho, en la doctrina clásica de la Iglesia, el tomismo, se afirma que Dios insufla el alma al feto un cierto tiempo después de la concepción, aproximadamente en esos tres meses en que la mayoría de las legislaciones europeas permiten el aborto sin motivos. Pero la Iglesia no se conforma con condenar cualquier aborto sino todos los métodos anticonceptivos y es incluso renuente a la información sexual, algo que también afecta a la posición eclesiástica respecto al SIDA.
Ante semejante actitud, muchos observadores fundamentan la obsesión sexual vaticana en ese celibato eclesiástico que hace tan inseguros psicológicamente a los pastores del rito romano. Como ha explicado recientemente Elaine Pagels (Adam,Eve, and the Serpent. Editorial Ramdon House,1998), la tradición de la Iglesia occidental se ha decantado del lado del agustinismo en términos de pesimismo antropológico, con importantes consecuencias políticas y psicológicas, curiosamente entrelazadas. Como es sabido, para el obispo de Hipona, el deseo sexual, la líbido, es un desorden, consecuencia del primer pecado de desobediencia, que se transmite con el semen, y del que sólo Jesucristo, concebido virginalmente, está exento y nos puede exonerar vicariamente. Por tanto, cada vez que sentimos su impulso, se nos recuerda nuestro estado natural de desequilibrio y nuestra inclinación perniciosa, el que «no somos de fiar». De ahí, San Agustín extrae nada menos que la legitimidad del poder político para enderezar a sus súbditos, siempre que lo haga de acuerdo con la Iglesia. Por eso, en la indoctrinación del emparejamiento destaca la estricta subordinación a la fecundidad de un acto que debe practicarse sin satisfacción. Es algo que late en la educación cristiana de la mujer, espléndidamente ejemplificado en el consejo victoriano de las madres a sus hijas casaderas:»When that thing happens, close your eyes and think of England».
El golpeteo de la líbido en un cuerpo célibe le enfurece contra sí mismo, le recuerda su estado de postración y su impotencia moral, y sirve de aderezo para las extrañas relaciones del sacerdote con las mujeres, especialmente las relaciones amorosas y sexuales, según cuenta el teólogo alemán Hubertus Mynarek, en su libro «Eros y clero», (Caralt,1979). En cierto sentido, la opción eclesiástica por no interrumpir los embarazos no deseados significaría considerar a la maternidad como un castigo a las mujeres «ligeras de cascos»
Algunos psicólogos sostienen que la represión afectiva y sexual del clero romano, en vez de conducirles al misticismo o al desapego mundano, les lleva frecuentemente a los desórdenes en la materia puestos de manifiesto en los casos abundantes de pederastia descubiertos y condenados, especialmente en sociedades abiertas como los Estados Unidos.
Lo cierto es que, en el tema del aborto, la sociedad conoce muy bien los condicionantes económicos y educativos del asunto y que las recetas para aliviar tan dolorosas decisiones femeninas -repito que no hay feminismo pro aborto- comienzan bastante antes de la concepción. Desde una ética civil se pone de relieve la inconsistencia eclesiástica entre la defensa del «nasciturus» y la negligencia respecto a la miseria y la mortalidad infantiles. Nunca han alzado la voz respecto a estas lacras con la intensidad con que lo hacen respecto al aborto. Con lo fácil que sería limitarse al plano pastoral, excluir del rebaño a los que no cumplen sus preceptos y pronosticarles la condenación eterna.