Cuando se habla en la boliviana Cochabamba de la «guerra del agua» de 2000, escritores, investigadores y estudiantes se sumergen en el relato de una epopeya que terminó con la expulsión de una empresa transnacional, pero seis años después la realidad obliga a poner los pies sobre la árida tierra. La capital del valle boliviano, […]
Cuando se habla en la boliviana Cochabamba de la «guerra del agua» de 2000, escritores, investigadores y estudiantes se sumergen en el relato de una epopeya que terminó con la expulsión de una empresa transnacional, pero seis años después la realidad obliga a poner los pies sobre la árida tierra.
La capital del valle boliviano, 400 kilómetros al sureste de La Paz, es la ciudad de los tanques elevados y las bombas de agua domiciliarias para succionar el poco líquido que se distribuye cinco días a la semana, con intervalos de dos en los que suele circular sólo aire por las cañerías, a tanta presión que es capaz de quebrar las agujas de los medidores.
La arquitectura republicana, que contrasta con avanzados diseños de edificios creados para la banca y el comercio de una urbe habitada por unas 900.000 personas, guarda frescas las huellas de la peor batalla librada en sus calles, cuando ardían neumáticos y se levantaban barricadas contra la empresa Aguas del Tunari, propiedad de la estadounidense Bechtel, la italiana Edison y la española Abengoa, con una mínima participación privada nacional.
Está también muy cercana la imagen de Hugo Daza, un joven de 17 años que acabó con la frente atravesada por la bala de un francotirador, única víctima de la guerra del agua desatada en los primeros días de abril de 2000 y que estuvo a punto de provocar el desplome del segundo gobierno de Hugo Banzer (1997-2001) al que se responsabilizó de seguir a ciegas la política privatizadora del Banco Mundial.
La institución multilateral impulsó en 1999 la entrega del Servicio Municipal de Agua Potable y Alcantarillado (Semapa) de Cochabamba a International Water, cuyos accionistas eran Bechtel y Edison, y Abengoa, que unidos a capitales nacionales formaron Aguas del Tunari.
Un aumento de tarifas hasta de 200 por ciento fortaleció la resistencia de organizaciones agrupadas en la Coordinadora Departamental del Agua y la Vida, convertida en instrumento social y político que, además de echar a Aguas del Tunari, se convirtió en símbolo de lucha contra el modelo económico de ajuste estructural y difundió su ejemplo a otras ciudades de la región, como Buenos Aires, y el suburbio de El Alto, cerca de La Paz.
En abril de 2000, las autoridades rescindieron el contrato con Aguas del Tunari, y la empresa recurrió a un arbitrio internacional. En enero de este año, las dos partes llegaron a un entendimiento, sin pago de ningún tipo de compensaciones. El Estado boliviano admitió que la rescisión se debió solamente a la situación de efervescencia social y no a fallas en la prestación del servicio.
Tras la forzada partida de Aguas del Tunari, retornó el Semapa, pero debilitado, sin recursos financieros y con pocas expectativas de convertirse en el modelo demandado por los autonombrados «guerreros del agua».
«Semapa no responde a la demanda de agua, pese a haber incluido a directores ciudadanos (del movimiento social). Cayó en manos de políticos que distorsionaron la guerra del agua», dijo a IPS uno de los fundadores de la Coordinadora, el ingeniero en recursos hídricos Gonzalo Maldonado, escritor de un par de libros dedicados a la problemática.
Una residente del centro de la capital valluna, Amparo Valda, relató a IPS que debe acumular agua en previsión de los habituales cortes por lo menos dos días a la semana, pero la dudosa calidad del líquido la obligan a comprar agua envasada, a un precio de dos dólares y medio por litro, para beber y preparar alimentos.
«Si bien no se llegó a un resultado óptimo con el proceso de movilización social, la distribución de agua mejoró bastante, pero falta el compromiso de los ciudadanos por participar en la conducción de la empresa municipal», comentó a IPS el también fundador de la Coordinadora y actual diputado nacional Gabriel Herbas.
El analista independiente Vincent Gómez-García, explicó a IPS que la guerra del agua agudizó los problemas de ineficiencia y mala administración del Semapa debido a una fuerte politización.
A diferencia de lo que ocurre con la actual empresa, antes del conflicto de abril de 2000 se hizo el intento de institucionalizar y calificar a su gerencia, pero luego dominó el discurso político, y los grupos promotores de la guerra del agua reclamaron espacios dentro de una lógica de prebendas y de bajísimos niveles de administración, opinó Gómez-García.
Esta opinión es compartida por Maldonado, quien ha detectado problemas profundos en la empresa municipal, como la pérdida de 50 por ciento del agua por una red deficiente de distribución, por robos y por el tratamiento privilegiado a algunas personas con influencia política.
La contratación hasta de 700 empleados en lugar de los 270 requeridos, pugnas por la distribución de empleos entre los directores ciudadanos y la falta de un registro de instalaciones son otras dificultades identificadas por Maldonado, quien sugiere efectuar inversiones inmediatas por unos 120 millones de dólares para resolver los problemas urgentes de captación de agua y tendido de redes.
En la página del Semapa, fundado en 1928, se admite que el «servicio no es continuo y muestra un marcado racionamiento que se ha hecho costumbre de los inicios del servicio de agua, producto de un clima semiárido; constante crecimiento de la población e infraestructura insuficiente para la distribución de agua a los centros de consumo».
Quizás esta realidad de una empresa que debía convertirse en ejemplo de administración, haya sido la razón por la cual el líder de la rebelión, el obrero Oscar Olivera, rehuyera en dos oportunidades una entrevista y evitara responder a un corto cuestionario de IPS.
Herbas rescata como logro de la gesta popular el escaso aumento de las tarifas, lejos de los porcentajes que intentó aplicar Aguas del Tunari, pero se queja porque la gente adoptó una actitud conformista y reticente a participar en las decisiones de la empresa.
Desde un punto de vista diferente, Maldonado propone la creación de una Asociación de Usuarios con actuación de los 58.000 beneficiarios del servicio y aportes en dinero para fortalecer una nueva empresa en base a la actual, de la cual no estaría excluido el sector privado como accionista.
Su propuesta también comprende la inclusión de las pequeñas ciudades que rodean a la capital cochabambina para evitar en el futuro enfrentamientos internos que podrían determinar el cierre de las fuentes de agua localizadas cerca de esas poblaciones.
«La lógica económico-financiera es fría, y no hay otro camino para sustentar las inversiones que mediante el incremento de las tarifas», expresó Gomez-García.
El aumento de cinco por ciento, aplicado en el mes de mayo, comprende a tarifas domiciliarias que oscilan entre dos y 15,6 dólares, de acuerdo a una categoría que castiga con mayor monto a zonas habitadas por ciudadanos con mejores ingresos.
El reajuste fue aplicado en cumplimiento de acuerdos entre Semapa y el Banco Interamericano de Desarrollo, que aceptó prestar 11,5 millones de dólares para obras de ampliación de las redes de suministro a barrios empobrecidos.
Pero la imagen difundida es y seguirá siendo la de la lucha de un pueblo alzado contra el capitalismo global, de la cual se extraen métodos que se difunden en Internet, como la toma simbólica de Cochabamba, la quema pública de facturas, los graffitis en los muros, las marchas y la consulta popular.
Desde la sede del gobierno nacional se mira con atención la suerte del Semapa, porque el último día de este año, la corporación francesa Suez, propietaria de la empresa Aguas del Illimani que sirve a las ciudades de La Paz y El Alto, deberá marcharse pues otra guerra hídrica, librada en enero de 2005, así lo determinó.