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El amor gay en el tiempo de la cólera

Fuentes: La Jiribilla

«Hemos discutido si protestar ante los cines o no, pero el consenso general ha sido que era mejor no llamar la atención sobre el filme. Esta cinta debería simplemente ser ignorada. Además, ¿quién quiere ver a dos vaqueros besándose?» -ROBERT KNIGHT, Culture and Family Institute Los analistas políticos observaron que la imposición de Bush en […]

«Hemos discutido si protestar ante los cines o no, pero el consenso general ha sido que era mejor no llamar la atención sobre el filme. Esta cinta debería simplemente ser ignorada. Además, ¿quién quiere ver a dos vaqueros besándose?» -ROBERT KNIGHT, Culture and Family Institute

Los analistas políticos observaron que la imposición de Bush en la presidencia de Estados Unidos se benefició de un reverdecido fundamentalismo católico y protestante, con una secuela de extremismos moralistas e hipocresías santificadas. Al vincularlo con su desmandado injerencismo en Iraq, la Casa Blanca demostraba su habilidad para teñir de confrontación cultural-religiosa una guerra y una ocupación petroleras, dividir a la humanidad en ejes del bien y del mal y aprovechar resortes dogmáticos largamente sembrados con sermones de púlpitos y shows televisivos. No por casualidad los torturados en Abu Ghraib conocieron maltratos sexuales dosificados por el eje del bien en tierra de herejes, evidencias de que tales asuntos revuelven las cabezas, alebrestan los genitales y alivian las malas conciencias de los cruzados de la democracia. Tan enrarecido «auto de fe» ganó valor icónico, como de Jesucristo superestar con aullidos en el lugar de la banda sonora.

La llegada a USA de la ola de matrimonios gays y lésbicos, expandida en gran parte del mundo, fungió de munición en una contienda cuyo telón de fondo incluía la quiebra del prestigio eclesial con el destape de una pederastía ejercida sin pasar por los confesionarios, o iniciada en ellos. Resultado: una friolera de curas no salidos sino sacados del closet para lavar en público sus sotanas sucias. Los norteamericanos se habían entrenado en labores de lavandería con el vestido de Mónica Lewinsky maculado por el semen clintoniano, suceso que solamente los condicionamientos de la pop cultura pudieron llevar a prime time. El resto lo cumplía la hiperestesia de un país donde los temas de la sexualidad alcanzan récord insólito, de la oficina oval a las prédicas de comunicadores iluminados. Algunos votantes de Bush creyeron exorcizar en las urnas ese viejo fantasma, llevado en la psiquis social como un atemorizador alien.

Los asuntos sexuales ya tenían espacio en las pantallas sin la sublimada mojigatería de Té y simpatía y otros filmes que en los años cincuenta los elevaron a piezas de marketing. Resultaban cada vez más explícitos, siempre que se mantuvieran dentro de los moldes que ocultan las falencias del canon. Y es precisamente lo que subvierte Brokeback Mountain, de Ang Lee, uno de los filmes más detonantes de los últimos cincuenta años. Alejado de lo colosal y lo súper, le habla a los espectadores desde un intimismo irrecusable, más que al oído, a la conciencia. Cargado de nominaciones y con la anuencia de los críticos más exigentes, por Brokeback Mountain apostaban hasta los reacios a devaneos liberales. Pero se quedó sin el Oscar a la mejor película. Cuando Jack Nicholson anunció a Crash como la ganadora, no se supo si hizo una mueca o pronunció trash (basura). La respuesta fue un grito ahogado. Ninguno daba crédito a ese timonazo de última hora, atribuible al actual endurecimiento de la sociedad estadounidense.

El filme de Ang Lee narra un romance interdicto entre vaqueros enamorados, Jack Twist (Jake Gyllenhaal) y Ennis del Mar (Heath Ledger), no chica y chico sino él y él. Es una conmovedora historia de amor. Sí, conmovedora y de amor, no de escaramuzas físicas en el tono caricaturesco con que las industrias fílmicas tratan la homosexualidad. Pero fue demasiado lejos. Poner en crisis un símbolo tan respetable como la varonilidad de los legendarios cawboys olía a desestabilización. Más si la historia se colocaba en Wyoming, uno de los estados duros y conservadores de la Unión, donde los republicanos obtienen mayorías aplastantes. El solitario vaquero de la Marlboro dio un respingo.

Brokeback Mountain había arrasado con la mayoría de los premios concedidos antes del Oscar: el León Dorado de Venecia, cuatro Globos de Oro y cuatro de la Academia Británica de Cinematografía, incluido el de mejor película, y el máximo galardón del Sindicato de Guionistas (WGA) de Hollywood. La Academia impuso sus rezagos, aunque en atención a la opinión pública mundial le concedió los rubros de mejor director, mejor guión adaptado y mejor banda sonora. En la dispar historia del Oscar, con menos que eso algunas películas se apropiaron de la estatuilla. De todos modos, por la acogida favorable y el camino que le espera, será vista como la verdadera triunfadora. Es el destino de los lauros manipulados. En el caso de Brokeback Mountain se sabe que la resistencia a su contenido empezó antes.

Ang Lee fue parco en la ceremonia del Oscar: «Estoy feliz porque esta película ha llegado muy lejos. Creo que los espectadores están sedientos de amor, de comprensión, de respeto, de complejidad y de madurez. Esta película nació de una crisis, estuve a punto de dejarlo todo, pero aprendí a mirarme a mí mismo, a disfrutar otra vez con mi trabajo. Lo mío es el drama, todo lo que rodea a la represión.»1 En una conferencia televisada desde Hong Kong agregó que no considera su película como una obra rebelde, ni innovadora, sino un retrato de personalidades en un contexto de extrema rudeza, lejos del estereotipo del marica que con su propio comportamiento contribuye a la ‘guetización’ social que lo victima. Reafirmó su coherencia con los personajes del relato que sirvió de base al filme. «Los gay son así, su imagen ha sido distorsionada. Cuando dos personas están enamoradas y tienen miedo, actúan así. La gente es puesta en determinada categoría. Y eso es muy molesto. La vida no debería ser así. El mundo no es así. Hay mucha complejidad. Hay excepciones a las reglas.»

Reflexiones de la escritora

Annie Proulx, autora del relato, fue menos diplomática al escribir en The Guardian: «Quienes otorgan el premio de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas están fuera de contacto no solo con los grandes cambios culturales y el fermento como levadura que es Estados Unidos por estos días, sino también fuera de contacto con la segregación en su propia ciudad. Si uno desea encontrar una buena decisión en base al mérito, evitemos los premios de la Academia el próximo año y prestemos atención a las selecciones de Independent Spirit.» (Se refería a otro premio recibido por la película el día antes de la ceremonia del Oscar.)

Declaraciones de esta narradora, que ha recibido el Pulitzer y el National Book Award por su novela Atando Cabos (1993), dan claves para la comprensión del filme:

«El argumento se construyó sobre la pequeña pero firme idea de una pareja de chicos que han crecido en el campo, con unas opiniones y una conciencia de sí mismos moldeadas por su entorno, que se ven inmersos en un mar de emociones cada vez más profundo. Los personajes tenían que haber crecido en ranchos áridos y aislados y ser claramente homofóbicos. Quería explorar el amor duradero y el alto precio que se puede pagar por él, el rechazo homofóbico y la no aceptación de uno mismo. Sabía que era una historia cargada de tabúes pero me sentía empujada a escribirla.

«Es una historia sobre la destructiva homofobia rural. En unas montañas tan aisladas, alejados de comentarios oprobiosos y de ojos vigilantes, pensé que sería creíble que se diera una situación sexual entre los personajes. Una situación de soledad en las alturas, un par de tipos, a veces se impone el sentido práctico, nadie tiene por qué hablar de ello y así son las cosas. El comentario de Ennis a Jack podría haber sido cierto. [«Yo no soy marica.» «Yo tampoco. Es una cosa aislada, asunto nuestro y de nadie más.»] El factor que lo complica todo es que entre ellos surgió un amor de los que se dan una vez en la vida. Me esforcé en darle profundidad y complejidad a Jack y a Ennis y en reflejar la vida real al enfrentar ese amor a las normas sociales que ambos hombres obedecían. Aunque hay muchos lugares en Wyoming en los que hombres gays han vivido y siguen viviendo en armonía con la comunidad, no hay que olvidar que un año después de que se publicara este relato [1997] ataron a Mattew Shepert a una cerca en las afueras de la ciudad más culta del estado, Laramie, la sede de la Universidad de Wyoming. También hay que pensar que Wyoming tiene la tasa de suicidios más alta del país y que entre las personas que se matan predominan los hombres solteros de avanzada edad. «Muchos gays se casan y tienen hijos y son buenos padres. Como es una historia rural, la familia y los hijos son importantes. La mayoría de las historias (y muchas películas) que he visto sobre relaciones gays tienen lugar en escenarios urbanos y nunca hay niños en ellas. A los gays de pueblo que conozco les gustan los niños y si no tienen hijos propios, suelen tener sobrinos y sobrinas que ocupan un espacio muy grande en sus corazones. El hecho de que ambos personajes se casen con mujeres amplía la historia e introduce a dos jóvenes esposas que, desde su inocencia y feliz confianza, van a recibir unas lecciones verdaderamente duras sobre la vida. Alma y Lureen le dan al relato una dimensión universal, pues los hombres y las mujeres se necesitan, a veces de forma inusual.

«Yo pensaba demasiado en esta historia. Se suponía que era Ennis quien soñaba con Jack pero yo soñaba con ambos. Aún no me había distanciado del relato cuando se publicó en The New Yorker el 13 de octubre de 1997. Esperaba recibir cartas escandalizadas de personajes religiosos o moralistas pero, en lugar de eso, las recibí de hombres, muchos de los cuales eran peones de rancho de Wyoming y vaqueros y padres que decían ‘has contado mi historia’ o ‘ahora entiendo lo que ha tenido que pasar mi hijo’. Aún hoy, ocho años después, recibo esas desgarradoras cartas.»

Una piedra lanzada al lago

Las reacciones ante las complejidades de Brokeback Mountain, expresadas desde un guión tan exigente como lineal y que fantasea menos de lo que cuenta, pueden resultar controvertidas en las partes de Estados Unidos regidas por una sociedad ultra conservadora y fanáticamente religiosa. Se sabe que el estreno de la película fue prohibido en Utah y Virginia, lo que resulta comprensible en atención a sus tradiciones, aseveradas por el renuevo del fundamentalismo.

Brokeback Mountain no es un filme más sobre gays complacientes con los estereotipos que arropa la engañosa definición de «homoerotismo», para una diferenciación quizás necesaria pero asumida de manera acrítica, sin advertir que en la excepcionalidad también se funda la marginación desde un orden «normal». El otro erotismo, el consagrado, no requiere apellido. Ahí está el detalle. La película es más que la historia de dos hombres que se desean. Es una saga con implicaciones nada desatendibles. El logro de Ang Lee ha sido elevarla a categoría universal, conmover a los espectadores comunes con un argumento que resultaría banal si lo narrara de otra manera. Los ha puesto frente a las consecuencias de los -sus- prejuicios e incomprensiones, hacia un progreso en la evolución de la mentalidad colectiva sobre estos asuntos.

Si con el avance de la pandemia del VIH muchos filmes han tratado la homosexualidad como vinculada a la transmisión sexual, no todos asumieron un enfoque respetuoso de la diversidad, de ese otro merecedor de algo más que conmiseración, para quien la simple y engañosa «tolerancia» puede resultar ofensiva. Ang Lee y sus colaboradores le dan un tratamiento de persona, ni más ni menos. Los retratan victimados y atrapados porque sus sentimientos riñen dentro de ellos mismos, contra ellos, desde un desprecio convertido en tradición que los circunscribe a una vida no adversa, sino adversaria. Ellos posponen una felicidad que no creen merecer. El nudo gordiano de su existencia aflora en un diálogo clave, mientras disfrutan su amor de vaqueros en la montaña.

JACK: ¿Sabes que podríamos estar así para siempre? ENNIS: ¿Y cómo haríamos eso? JACK: Si tú y yo tuviéramos un ranchito en alguna parte. Un negocio de vacas y terneros. Sería una buena vida. Lureen no me necesita. Su padre me pagaría para que me vaya. Casi me lo ha dicho. ENNIS: ¿Sabes que? Te lo diré. Eso no va a pasar. Tú tienes una esposa y un bebé en Texas y yo tengo mi esposa e hijas. JACK: Es cierto. ¿Tú y Alma se quieren? ENNIS: No hables de Alma. No es su culpa. El asunto es que cuando tú y yo estamos juntos nos entra este asunto de nuevo. Y en el lugar equivocado. En el momento equivocado. Estamos muertos, te lo digo. Había dos viejos que tenían un rancho, juntos, en donde yo vivía. Earl y Rich. Y eran el chiste del pueblo, aunque eran dos viejos duros. Earl apareció muerto en una zanja de irrigación. Lo habían amarrado y lo arrastraron por el pene hasta que se le zafó. JACK ¿Y tú viste eso? ENNIS: Yo tenía como nueve años. Mi papá nos obligó a mí y a mi hermano a verlo. No sé, tal vez hasta él mismo lo hizo. ¿Dos hombres viviendo juntos? Imposible. Podemos vernos de vez en cuando, en algún lugar, escondidos. JACK: ¿De vez en cuando? ¿Cada cuatro jodidos años? ENNIS: Si no podemos arreglarlo, Jack, tenemos que soportarlo. JACK: ¿Por cuánto tiempo? ENNIS: Mientras podamos cabalgarlo. Esto no tiene riendas.

Cuando la esposa de Ennis le propone ir al oficio religioso del domingo, él responde: «Esos solo hablan del fuego eterno y del azufre.» Como la protesta sorda que se esconde en esa frase, el sentido de esta historia no se atenúa en la pusilanimidad que mina la existencia de Ennis, o convulsiona los reclamos de Jack, ambos impedidos de confrontar sus sentimientos con el orden heredado. El drama alcanza honduras que desbordan su argumento, con algunos rezongos de inconformidad y un sentimiento de culpa: ENNIS: «¿Nunca has sentido, cuando vas al pueblo, que alguien te mira sospechoso, no sé, como si lo supiera, y luego sales a la acera y todos te están mirando igual?» Las sutilezas y los significados de Brokeback Mountain no quedan en su tiempo de exhibición, ni en la montaña que recibe el amor imposible de Jack y Ennis, ni palpitan solamente en las praderas de Wyoming. Entre las cosas que más teme la Academia que otorga el Oscar están, precisamente, esas sutilezas y esos significados poco abarcables.

1 Elsa Fernández-Santos: «Sorpresa en la noche de los Oscar», El País, Madrid, 6 de marzo de 2006.