El año que tampoco hicimos la revolución es una novela colectiva (del colectivo Todoazen) publicada en 2005 por la Editorial Caballo de Troya (368 páginas, 12,50 €). A continuación de esta reseña, y formando parte, de alguna manera, de ella, el colectivo Todoazen responde a un cuestionario del autor de la misma, acerca de la obra reseñada y de la verdadera naturaleza y alcance de su proyecto.
Contra la opinión sostenida por Antonio Machado en Los Complementarios, acerca de una parte sustancial de su obra: documento sí es arte… Esta es, a mi juicio, la aportación fundamental de El año que tampoco hicimos la revolución del colectivo Todoazen. Sé que sus autores están convencidos de sus virtudes esencialmente -digamos- «instrumentales» (en sus respuestas al cuestionario que acompaña -y cierra- esta reseña, así lo atestiguan); creen que el valor primordial de su obra -novela: la intitulan- es el de herramienta de conocimiento, presta para el uso y el combate político -e ideológico-; y, sin embargo -repito-, no radica en ello sobre todo la fuerza -y la necesidad- de este atrevido envite -lanzado a esta timba literaria española-; su fuerza está en la naturaleza misma del objeto, en cuanto «objeto artístico»; es decir, su poder -como herramienta de cambio- está en la capacidad y potencia de «interpelación artística» que contiene su construcción narrativa «documental».
En un mundo -en una literatura, en un arteconstruido a partir de la negación -y de la elusión- de lo real; de la sustitución -e impostación- de los objetos reales por falsos ídolos, por imágenes corrompidas de sí mismos: las emociones y los sentimientos suplantados por una tosca y grosera sensiblería; la acción confundida con el espasmo; el pensamiento y la reflexión crítica reemplazados por el desparpajo y el acopio inútil de datos dispersos, o por el runrún del cotorreoradiofónico y del charloteo televisivo; o el sufrimiento humano, por una histeria teatral y estrepitosa… En un mundo en que los intentos de reconstrucción simbólica y comunitaria de la experiencia total de las cosas -en un tiempo y en un espacio dados-, mediante mecanismos poéticos y artísticos, han sido degradados y sometidos a cansinas repeticiones formularias de objetos sin vida, sin la menor conexión con lo real, con ningún espacio ni tiempo concretos… En un mundo así, tratar de convertir el tiempo y el espacio reales en objeto literario, mediante el ensamblaje crítico e «ilustrativo» -esto es, iluminadorde una parte significativa de los acontecimientos ocurridos (¿?) a lo largo de un año de nuestras vidas; poner sobre el tapete algo así es una provocación, principalmente para los que llevan anunciando casi un siglo la muerte de la novela y de la literatura, y la extinción irremediable del arte entero -y vero-, sólo por no enfrentarse con la novela, con la literatura y con el arte al mundo real, incapaces de asumir el compromiso -en términos sartreanos- de la elección -también, de bando- y de sus consecuencias en el tiempo y el espacio reales.
El colectivo Todoazen lo ha hecho. No hace falta compartir al ciento por ciento la «fundamentación» teórica y crítica de su proyecto -o el resultado concreto en que este se ha plasmado, de momento-, para comprender el valor intrínseco de la «herramienta» -de la apuesta- que han puesto sobre la mesa. Un libro, un objeto -textual y materialmente- pleno, en el que nada sobra y todo significa; un texto cabal en el que no hay paratexto, pues todo en él, desde la portada a la contraportada, todo es novela (y novela realista de la buena, pues, si -como afirma Tomás Llorens- las claves del realismo moderno son la construcción con fragmentos, y después la introducción de la subjetividad -esto es, de un plan rector que dé sentido a la totalidad-, El año que tampoco hicimos la revolución, lo es por méritos propios; heredera de Dos Passos y de Krauss -y de Tensor, también- y de toda la novela realista crítica moderna, algo que no comprende -o sí- Rafael Conte en su conmiserativa -y típica, por otro lado- reseña de Babelia del 21 de enero pasado). De principio a fin -del título a la dedicatoria al presidente Zapatero-, todo es texto, todo significado, todo herramienta útil e iluminadora…
Pero ¿y si no quisiéramos ser iluminados?; ¿si lo supiésemos todo -o casi todo-, y no nos importase – realmente- el que los salarios se acompasen a los réditos del capital, o estar gobernados por ladrones y asesinos? ¿Y si sólo quisiésemos «cambiar de color» la ciudad, no la ciudad, como pide Sandbourne, el personaje -un hastiado oficinista- de Manhattan Transfer? Y, en realidad, nos damos por satisfechos, con tal de que nos dejen las suficientes migajas del festín [«una baja laboral, la jubilación anticipada…» (Escolio séptimo), o que no nos echen del trabajo… (Escolio segundo)] Ya que, a la postre -tratamos de convencernos-, lo otro, todo el esfuerzo necesario [«la energía de la fuga» de la que habla Elías Canetti (Escolio undécimo)] no cambiaría gran cosa la correlación de fuerzas, ni se derivaría de ello -seguramente- ningún avance objetivo… Y es que, si hacemos caso de la experiencia de los dos intentos probados de construcción de una alternativa: el del socialismo real, por un lado, y el del modelo socialdemócrata redistributivo escandinavo, por otro, de ninguno de los dos se han seguido transformaciones significativas y duraderas que pongan en cuestión los supuestos «económicos» y «políticos» del capitalismo, la democracia parlamentaria y la economía de mercado [Espartaco no venció finalmente al Senado y al pueblo de Roma (Escolio cuarto), y ya no quedan en Berlín «espartaquistas» que traicionar ni derrotar (Escolio noveno); ni siquiera quedan «comuneros» en Castilla (Escolios duodécimo); estamos solos, al borde del abismo, como Lothar Baier (Escolio tercero)]
Además, están «los otros» asalariados: esos trabajadores «beneficiados» -de modo inmediato- por la «deslocalización» de empresas, que pasan del paro endémico y generalizado -sin alternativa alguna, salvo la emigración-, a unos ciertos niveles de «confortabilidad» y subsistencia -garantizados por una generación, al menos-; y «las otras» mujeres [que defienden y mueren aún en otros bulevares sin la gloria de los nuestros (Escolio octavo)] Las que alcanzan -con el desplazamiento de la actividad fabril a sus países-, por primera vez en la historia de sus respectivas comunidades, la posibilidad de una cierta «independencia» económica y existencial… ¿Qué pasa con ellos? ¿Qué sucede con ellas? Y en el caso de las leyes que rigen los mercados financieros, ¿qué hacer con los gigantescos fondos de inversión sindicales y sociales procedentes de las rentas y del ahorro de centenares de millones de asalariados occidentales? O ¿qué pensar de las organizaciones sindicales agrarias europeas y norteamericanas, que tienen bloqueado el acceso de los productos agrícolas de los campesinos sudamericanos, africanos y asiáticos? Es un ejemplo entre las decenas de ejemplos posibles. ¿Desconocen las consecuencias de sus acciones?, ¿o no? ¿Quién gana o quién pierde en cada caso?
¿Cómo comprender mejor nuestra verdadera -real- posición de clase -y de mundo- en el mundo; y los términos exactos de la responsabilidad -y del compromiso- de nuestras conductas en la consolidación o el debilitamiento del sistema capitalista? ¿Qué ha sido de la vieja solidaridad internacionalista? ¿Nos cabe una cuota de responsabilidad -real- en el asunto, o toda se la llevan Botín y los cincuenta y tantos mil -el uno por ciento, más o menos- que controlan el veinticinco por ciento del total de los fondos? ¿Qué pasa con el setenta y cinco por ciento restante, gestionado por los bancos en nombre de millones de asalariados? ¿Alegamos desconocimiento, una vez más? Hace tiempo que no deberíamos.
Quizás no nos baste con tener en cuenta la cuota de responsabilidad -descontada ya- de la minoría oligárquica que nos gobierna -cuyo funcionamiento es el de un banda de ladrones y de asesinos, que marcan las cartas e imponen las reglas del juego-, quizás haya que empezar a contar también la de los que jugamos (¿sin saberlo?) y aceptamos las cartas marcadas. La boda de Letizia y del Borbón es -así considerada- menos relevante que las decenas de miles de bodas de jóvenes trabajadores que hipotecan -realmente- sus futuros para la celebración de las suyas. La rapiña y desvergüenza de los Berlusconi o de los Botines o de los astutos concejales marbellíes, madrileños o barceloneses [léase el portentoso e ilustrativo Escolio décimo de Gregorio Morán] está ya descontada, hasta el más tonto sabe a qué se dedican; la cosa está en que nosotros los votamos, nosotros los mantenemos y los justificamos (pues nosotros, tal vez, si pudiésemos, haríamos lo mismo: quién no ha dicho esto o algo parecido, o lo ha oído decir a alguien como él)
¿No sabemos o no queremos saber?, es una de las preguntas que figuran en el cuestionario del colectivo Todoazen; algo que deberíamos aclarar. … el capitalismo es hoy en día el protagonista de una gran revolución interna: se está reconvirtiendo revolucionariamente en neocapitalismo [… progresista y uniformador] Yo espero […] que ganen los pobres. Porque soy un hombre antiguo, que ha leído a los clásicos, que ha recolectado las uvas en los viñedos… que ha vivido en pequeñas ciudades… Por lo tanto no me interesa para nada un mundo uniformado por el neocapitalismo, es decir por un internacionalismo engendrado, mediante la violencia, por la necesidad de la producción y del consumo… [aunque] los trabajadores están cada vez más cautivados por esta «calidad de vida» característica de la industrialización total y de la sociedad de consumo (con el mito de la técnica)… Esto lo escribió Pier Paolo Pasolini a principios de los años setenta. Y lo que viene a continuación, Günter Grass, mediado los ochenta: … antes de decidir si todavía tenemos futuro, no se cuenta [no contamos] ya con el futuro… Stendhal puso el espejo a la orilla del camino, esta generación -nos vienen a recordar ahora- tiene desde hace tiempo el espejo en sus manos, depende de nosotros qué hagamos con él… La mayoría, me temo -hombres y mujeres que hemos olvidado ya, hace tiempo, a las mujeres y a los hombres antiguos-, lo hemos roto en medio del angustioso trajín de las hipotecas y de tantos traslados de acá para allá, del piso pequeño -sin derecho piscina-, al piso más grande -con derecho a piscina-; del piso más grande con derecho a piscina, al adosado suburbano con mi propia piscina; y del adosado suburbano con mi propia piscina, al chalet playero sin piscina, pero con sombrilla -propia- y derecho a tumbona (etcétera, etcétera)
Habrá que recomponerlo [con «libre decisión, sabiduría y paciencia»: nos recomienda Robespierre (Escolio sexto)] la lectura de la novela armada por el colectivo Todoazen nos ayuda a pegar los trozos. La cosa es que no queramos hacerlo. Por si acaso, ahí va el último dato: todos conocemos el caso del doctor Hwang, el «eminente» científico surcoreano que falsificó los datos experimentales sobre supuestas técnicas de clonación, que resultaron finalmente uno de los fraudes más escandalosos de la ciencia oficial de las últimas décadas; pues bien – descontado el hecho de que la sociedad surcoreana actual, en su conjunto, es una sociedad cuyos parámetros socioeconómicos y culturales, entre ellos, el acceso a la información, son semejantes a los de las sociedades capitalistas occidentales más avanzadas-, transcurridas las primeras semanas desde el descubrimiento del gran engaño, ¿quién ha tenido que dimitir de su puesto en el hospital donde se fraguó el timo?; ¿quiénes deben esconderse de los airados e indignados ciudadanos surcoreanos? ¿El timador? ¿Los directores de las revistas científicas que publicaron sus trabajos sin contrastar? ¿Los «científicos» que se aprovecharon de sus datos manipulados, a pesar de las razonables sospechas que abrigaban al respecto? ¿Los ejecutivos de las compañías farmacéuticas, que financian cualquier aventura «científica», si huelen beneficios a corto plazo? ¡No!
Los únicos que han tenido que dimitir de sus puestos, o que se han visto sometidos a persecución, son los médicos y los periodistas del programa de televisión que se atrevieron a denunciar al villano, un héroe nacional y «popular», al que la mayoría del pueblo surcoreano sigue considerando -contra toda evidencia- la -verdadera- víctima. En fin, Marbella como metáfora del mundo [los menesterosos saben más de lo que parece, me temo] Y sin embargo alguien está llamando a la puerta… [Noel Zanquín: Escolio primero]
CUESTIONARIO AL COLECTIVO TODOAZEN
P: ¿Qué se consigue -qué se gana y qué se pierde- con la fórmula del anonimato parcial que habéis elegido? ¿En qué relación os encontraríais con respecto al colectivo Wu Ming? R: Se gana imaginación. La autoría personal introduce inevitablemente, en cualquier acción pero más en un campo como el literario donde la autoría es hoy básicamente una marca mercantil, un cálculo que llamaríamos «marketing personal», término que encierra peligrosas tentaciones como pueden ser «la necesaria visibilidad», «estrategias de la vanidad mercantil», «prudencias profesionales». Lo que antes se llamaban tentaciones egoístas y hoy los profesionales de Recursos Humanos -los nuevos mandarines del siglo XXI- denominan exposición del target individual. Es decir: el anonimato como autopretección: La cera en las orejas y la soga con que Ulises se ató al mástil ante el canto de las sirenas. Además el anonimato permite sentir lo colectivo, construirse como «trabajador no autónomo». Y en todo caso el anonimato es también un contenido de nuestro libro porque permite deducir que los efectos de lo real no se producen a nivel psicológico sino social. Y desde ahí imaginamos con más fuerza porque la imaginación personal debe más a lo conveniente que al gusto. Ni que decir tiene que desconfiamos del gusto personal.
P: Habéis escrito una novela con documentos periodísticos fundamentalmente; ¿creéis que la realidad ideológica se construye especialmente con la prensa?
R: No la realidad ideológica se construye principalmente en el núcleo duro de la experiencia: en el trabajo, en la actividad. Los medios de comunicación o la publicidad amplían o refuerzan ese núcleo de la experiencia. Uno lee desde una ideología que ya habita dentro y fuera de uno.
P: ¿Corresponde la forma narrativa elegida a lo que debe ser un relato crítico sobre nuestro tiempo?
R:Nosotros pensamos que sí. La narración actual se fundamenta en la lectura personal, silenciosa y egoísta. En estos días hemos leído unas declaraciones de una prestigiosa editora en las que defiende la lectura literaria porque es única, exclusiva, omnipotente. Esa sensación de que «las novelas» nos hablan de modo personal, de que lo escrito está escrito para uno porque cada uno lee de forma diferente, ese «dialogo de intimidades» del que habla Lledó es una consecuencia de esa lectura en solitario. Efectivamente todos leemos diferente pero no porque tengamos «intimidades» distintas sino situaciones diferenciadas. Este tipo de lectura se ve reforzada por la presencia en la novela de lo que Lukács llamaba un héroe problemático y sobre ese tipo de protagonista el lector proyecta y sobrepone su propia narración que es, mayoritariamente, la novela que realmente se lee. La forma que elegimos no permite o al menos no facilita esa proyección psicológica y en parte al menos exige una lectura desde un yo social o claramente ideológico sin las trampas de la «vida interior», es decir, frente a la vida interior como punto de partida una estructura que reclama «la vida anterior» y, ojalá, «la vida posterior» como elementos que participen en la lectura.
P: ¿No creéis que una obra tan transparentemente concebida pierde gran parte de su efecto? O dicho de otro modo, ¿no tenéis demasiada fe en la potencia del montaje?
R: La verdad es que desde el principio vimos el riesgo enorme de caer en «el efecto», en que la propia «originalidad» se comiese todo. Precisamente por eso acabamos por incluir entre otras razones los Escolios, en cuanto textos «no originales». Pero seguimos sospechando de ese efecto perverso que conlleva el riego de que el libro sea despachado como una mera anécdota. Buscando disminuir este riesgo también nos acabamos decidiendo por «la densidad» del libro: no aligerarlo, no buscar la agilidad, no eliminar repeticiones o reiteraciones, no tener miedo a su posible pesadez. Buscamos incluso que el libro tuviera un componente «aburrido» tratando de evitar la posible seducción del montaje para no caer en las tentaciones de «lo brillante». Pero el riesgo existe.
P: De cualquier modo, ¿qué datos definen «realmente» la posición «real» en «lo real» de un individuo o de un grupo de individuos con una posición y un fin compartidos, como vosotros?, ¿los que habéis dado, o los que habéis ocultado? ¿El salario y la profesión, son suficientes? ¿Por qué no, la educación recibida, la cuenta bancaria, los orígenes familiares, el estado civil, la biografía política, el currículo profesional, etc.?
R: En una sociedad mercantilizada entendemos que todas esas circunstancias que mencionas: educación, cuenta bancaria, posición social de la familia, currículo profesional, etc., en palabras de Bouerdieu, el hábitus, se concretan en el salario. En ese sentido somos poco «bourdieurianos». No creemos que el capital simbólico tenga entidad propia. Si lo simbólico no tiene traducción monetaria no es capital. No existen capacidades fuera del esquema capital/trabajo. Una capacidad no «contratada» no es una capacidad o por mejor decir: es la relación salarial la que define las capacidades. El ingeniero que trabaja de celador es un celador y esa es su posición. Otra cosa claro esta es que esa posición pueda variar en función de las variables existentes en el mercado. Pero si ese celador se cree que su capital simbólico es la de un ingeniero se engaña del mismo modo que se engaña el que por comprar y tener en el bolsillo un boleto de lotería y saber que le puede tocar llega a verse como «posible millonario». No creemos que ese boleto sea su capital simbólico aunque la sociedad parare comportarse como si eso fuera cierto. Es algo semejante a la contabilidad editorial. Hasta hace poco los ejemplares en almacén se consideraban un activo, hoy los gerentes, más marxistas que bourdieurianos, lo consideran o un pasivo o como valor cero.
P: Y para la «realidad material» (económica, social, cultural o política) del capitalismo avanzado, los datos que habéis seleccionado de entre todos los posibles ¿se bastan a sí mismos para definirla?
R: No, aunque hay en el libro apuntes en esa dirección, en esta narración no hemos trabajado apenas el campo de la construcción del imaginario y del imaginar. El capitalismo avanzado fábrica o modela formas del imaginar o del «no imaginar». Para definir esa «realidad material» habría que plantear también esa imaginación o des-imaginación. En el esquema aristotélico que compartimos, ya la «realidad material» es una construcción social frente a lo «existente» que es «real» pero que por si sólo no es «realidad». Para que se nos entienda: un universo del que hubiera desaparecido la persona humana «existiría» pero no tendría realidad.
P: ¿Es Zapatero -lo que representa- un «interlocutor válido»; un potencial receptor del mensaje que habéis lanzado?
R: No, precisamente por eso se lo «dedicamos». Para poner en claro esa evidencia.
P: Los datos con los que habéis elaborado vuestra «novela» están al alcance de muchos, en realidad, nunca los asalariados, los «menesterosos» del mundo han tenido tantos «datos» para comprender el injusto y «desigual» funcionamiento del sistema mercantil globalizado capitalista; sin embargo ¿por qué este «exhaustivo» conocimiento no lleva a la acción revolucionaria generalizada, ni siquiera a la revuelta social pasajera? Y todo queda, como mucho, en explosiones de rabia nacionalista, racial o religiosa… ¿Es que Fukuyama tenía finalmente razón?
R: No, los menesterosos no tienen esos datos. Los datos están ahí pero no los tienen porque «no los necesitan» de igual modo que uno no necesita saber la gama de automóviles que ofrece el mercado hasta que se plantea tener o cambiar de coche. Mientras el que tengas funcione (y funcionar no es un simple problema de mecánica) no sabes, no tienes datos. Dicho en lenguaje clásico: mientras el menesteroso no devenga sujeto revolucionario esos datos no se sentirá implicado por esos datos. Y no basta con «mostrárselos». El trabajo revolucionario no consiste en «educar», en enseñar datos. Es necesario colocar al menesteroso en una narración distinta. El revolucionario se hace revolucionario haciendo revolución y para eso es necesario sacarlo de la narración dominante. Creemos que en momento de reflujo o derrota como los que hoy vivimos lo más importante del trabajo político es facilitar otra imaginación narrativa y para eso es necesario aprovechar aquellos momentos o situaciones en las que la narración dominante se cruza con la posible narración revolucionaria. Un ejemplo: lo conveniente sería que cuando un menesteroso es humillado en su trabajo la organización política le ponga delante una narración en el que la humillación no sea humillación sino explotación, porque sigue siendo el espacio de la relación capital/trabajo el lugar donde hay que trabajar políticamente y no tanto o no sólo en los llamados movimientos sociales donde «los menesterosos» actúan más como ciudadanos que como explotados. Es necesario volver a entender que el lugar de la acción política es el trabajo entendiendo por tal el momento de esa relación y no meramente el lugar físico del trabajo. La fábrica habrá perdido peso pero el espacio de trabajo, de su expropiación, no ha dejado de crecer. Ningún trabajador autónomo deja de pasar y sentir ese espacio. Otra cosa es que haga con esa vivencia. No hay que renunciar a la «la inteligencia del explotado», hay que favorecer que esa inteligencia se coloque en otra narración donde su explosión pueda cobrar sentido. Hay que construir un espacio donde el «no», la rebelión, la rabia, el rencor, se sienta cobijado. Hay que destruir la narración dominante pero para eso no es suficiente ni mucho menos denunciarla, es necesario, construir la otra, otra imaginación. Decía Juan Blanco que el hambre es la verdadera inteligencia y eso explica las revueltas, pero esa revuelta para no quedarse en desahogo tiene que vehiculares hacia un lugar, la organización revolucionaria, donde el conocer sea hacer, donde el rencor se convierta en condición subjetiva y no en mera subjetividad.
P: El hecho de que uno de los componentes del engranaje de esta «maquinaria infernal» que se relata (a sí misma) en El año que tampoco hicimos la Revolución, financie la edición del libro y pague su publicación y su distribución; y que algunos de los dientes más duros de la rueda motriz que mantiene la máquina en funcionamiento -en España, al menos-, alabe el esfuerzo (tan necesario) de su editor, ¿no os resulta un poco desalentador? ¿No teméis ser absorbidos por la propia idea de que vuestra publicación les justifica?
R: Creemos que afortunadamente tanto nosotros como nuestro editor somos bastante conscientes del alcance y límites de nuestro trabajo. El libro tiene vocación de herramienta y de poco más. Es herramienta pero se presenta como discurso y como tal discurso puede ser perfectamente deglutido por el sistema. Que se convierta en herramienta es una cuestión que ya depende de otras variables. Por ejemplo el escritor Félix de Azúa escribió (en su blog, que no deja de ser un espacio poco comprometido en cuanto que es un espacio más cercano a lo privado que a lo público) que su aparición era un acontecimiento editorial y algunas críticas han sido «literariamente» elogiosas, pero más relevante o lo único relevante al menos para nosotros, ha sido que una organización revolucionaria como Corriente Roja ha promovido la lectura-discusión del libro. En ese sentido es alentador comprobar que aún en este horizonte de lectura como consumo el libro puede devenir en herramienta de lectura como trabajo. Evidentemente la publicación del libro ayuda a la legitimación del aparato cultural-editorial-empresarial y al respecto era fundamental que en el propio libro se diera cuenta, como se hace, del conglomerado empresarial en el que el libro aparece. Ese es su valor de cambio y sobre ese valor no se puede apenas actuar (aunque la elección de la editorial se ha hecho tomando en consideración ese valor: no es el mismo «cambio» el que se establece publicando en Anagrama que en Caballo de Troya). Como ya hemos dicho: cabe con todo confiar en su valor de uso, si lo tiene, y nosotros pensamos que sí lo tiene.